Ocho metros hacia dentro, donde normalmente hubiese debido terminar el hueco al final del porche, la luz de la linterna se reflejó en las estriadas paredes de un agujero de medio metro de diámetro, perfectamente redondo y que seguía emitiendo aquel resplandor verdoso que habían visto desde la carbonera.
Dale dejó sus cosas en la repisa y se metió en el hueco, haciendo caso omiso de las telarañas en su cara al empezar a moverse sobre el húmedo suelo en dirección al túnel.
Mike le agarró de los tobillos.
– Suéltame. Iré tras él.
Mike no discutió; tiró de Dale hacia atrás, hasta que la chaqueta del pijama se deslizó por encima de la repisa de ladrillos.
– ¡Suéltame! -gritó Dale, tratando de liberarse-. ¡Voy a buscarle!
Mike sujetó la cara de su amigo y le impuso silencio, apretándole de espaldas contra la piedra fría.
– Todos iremos a buscarle. Pero esto es lo que ellos esperan que hagas, que te metas en el túnel. O que vayas directamente donde le llevan a él.
– ¿Dónde es? -jadeó Dale, sacudiendo la cabeza, sintiendo todavía la marca de los fuertes dedos de Mike en la mandíbula inferior.
– Traza una línea -dijo Mike, señalando en dirección al túnel.
Dale volvió los ojos turbios hacia la oscuridad. Hacia el sudoeste, por debajo del patio de recreo del colegio…
– Old Central -dijo. Sacudió de nuevo la cabeza-. Lawrence puede estar todavía vivo.
– Tal vez sí. Que nosotros sepamos, nunca se habían llevado a nadie, los habían matado. Quizá le quieren vivo. Probablemente para que nosotros vayamos tras él. -Pulsó el botón de transmisión-. Kev, Harlen, tomad todas vuestras cosas y nos encontraremos delante del surtidor de gasolina dentro de unos tres minutos. Nosotros vamos a vestirnos y salimos para allá.
Dale se volvió en redondo, de manera que la linterna iluminó de nuevo el túnel.
– Está bien, está bien, pero yo iré a buscarle. Iremos al colegio.
– Sí -dijo Mike, iniciando la marcha escaleras arriba, iluminándola con la linterna-. Harlen y tú buscaréis la manera de entrar en la escuela mientras Kevin hace su trabajo. Yo iré por el túnel.
Llegaron al dormitorio y Dale se puso los tejanos, las bambas y un suéter, prescindiendo de sutilezas tales como los calzoncillos y los calcetines.
– Dijiste que ellos esperan que vayamos al colegio o que sigamos el túnel.
– Una cosa u otra -respondió Mike-. No creo que las dos.
– ¿Por qué has de ir tú por el túnel? Él es mi hermano.
– Sí -dijo Mike. Respiró cansadamente-. Pero yo tengo más experiencia en estas cosas.
El señor Ashley-Montague echó un par de tragos más en la parte de atrás de su automóvil mientras se proyectaban las películas de dibujos y los reportajes, pero se apeó cuando empezó la película principal. Era un estreno reciente, muy popular en sus cines de Peoria: La casa Usher, de Roger Corman. La protagonizaba el inevitable villano Vincent Price en el papel de Roderick Usher, pero el filme de horror era mucho mejor que la mayoría de los de su clase. Al señor Ashley-Montague le gustaban sobre todo los rojos y negros predominantes, y los rayos amenazadores que parecían dar relieve a cada piedra de la antigua mansión Usher.
Había terminado el primer rollo cuando estalló la tormenta. El señor Ashley-Montague estaba apoyado en la barandilla del quiosco de música cuando las ramas empezaron a agitarse en lo alto, volaron papeles sobre la hierba del parque y los escasos espectadores se arrebujaron en sus mantas o comenzaron a marcharse para refugiarse en los coches y en sus casas. El millonario miró por encima del tejado del Parkside Café y se alarmó al ver lo bajas y rápidas que parecían las negras nubes al ser iluminadas por los silenciosos relámpagos. Era lo que su madre siempre llamaba «tormenta de brujas», más frecuentes a principios de primavera y finales de otoño que en pleno verano.
En la pantalla, Vincent Price, como Roderick Usher, y su joven visitante, llevaban el pesado ataúd de la hermana de Usher a la cripta familiar llena de telarañas. El señor Ashley-Montague sabía que la muchacha sólo padecía de un ataque de catalepsia, frecuente en la familia; el público también lo sabía, y Poe lo había sabido… ¿Por qué no lo sabía Usher? «Tal vez lo sabe -pensó el señor Ashley-Montague-. Tal vez participa deliberadamente en la acción de enterrar viva a su hermana.»
El primer trueno retumbó sobre los extensos campos del sur del pueblo, subiendo de un rumor subsónico a un repiqueteo como de dientes y terminando con una nota aguda.
– ¿Interrumpimos la sesión, señor? -gritó Tyler desde el proyector.
El chofer-mayordomo se sujetaba la gorra contra el viento. Sólo cuatro o cinco personas permanecían en sus coches o debajo de los árboles del parque para ver la película.
El señor Ashley-Montague miró a la pantalla. El ataúd estaba vibrando; unas uñas arañaban el interior del féretro de bronce. Cuatro plantas más arriba, el oído casi sobrenatural de Roderick Usher captaba todos los sonidos. Vincent Price se estremeció y se tapó los oídos con las manos, gritando algo que se perdió bajo el estruendo de otro trueno.
– No -dijo el señor Ashley-Montague-. Casi ha terminado. Esperemos un poco.
Tyler asintió con la cabeza, visiblemente contrariado, y se levantó el cuello de la chaqueta al arreciar el viento.
– Denissssss. -El susurro procedía de los arbustos de delante del quiosco de música-. Deniiiissssss…
El señor Ashley-Montague frunció el ceño y caminó hasta la barandilla opuesta. No pudo ver a nadie entre los arbustos, aunque el revuelo causado por el viento y la relativa oscuridad que allí reinaba hacía difícil saber si había alguien agazapado entre las altas plantas.
– ¿Quién es? -gritó.
Nadie de Elm Haven se tomaba la libertad de llamarle por su nombre de pila, y pocas personas en otras partes gozaban de este honor.
– Deniiiiissssssss.
Era como si el viento y los arbustos estuviesen susurrando.
El señor Ashley-Montague no tenía intención de bajar allí. Se volvió y chascó los dedos a Tyler.
– Alguien quiere gastarme una broma. Vete a ver quiénes son, y échalos de allí.
Tyler asintió con la cabeza y bajó ágilmente la escalera. Era más viejo de lo que parecía; en realidad había pertenecido a un comando británico en la Segunda Guerra Mundial, al frente de una pequeña unidad especializada en saltar en paracaídas detrás de las líneas japonesas en Birmania y en cualquier otra parte para crear miedo y confusión. La familia de Tyler las había pasado moradas después de la guerra, pero la experiencia del hombre fue el factor principal que tuvo en cuenta el señor Dennis Ashley-Montague para contratarle como mayordomo y guardaespaldas.
En la pantalla, la ancha tela blanca que ondeaba furiosamente al introducirse el viento entre ella y la pared del Parkside café, Vicent Price gritaba que su hermana estaba viva, viva, ¡viva! El joven caballero agarró una linterna y corrió hacia la cripta.
Estalló el primer rayo, iluminando en un instante todo el pueblo con una claridad de estroboscopio y haciendo que el señor Ashley-Montague pestañease ciegamente durante varios segundos. El trueno fue ensordecedor. Los últimos que se habían quedado mirando la película corrieron hacia sus casas o se alejaron en coche para resguardarse de la tormenta. Sólo la limusina del millonario permanecía en la enarenada zona de aparcamiento de detrás del quiosco de música.
El señor Ashley-Montague caminó hasta la parte delantera del quiosco, sintiendo que las primeras gotas frías de lluvia tocaban sus mejillas como lágrimas de hielo.
– ¡Déjelo, Tyler! Carguemos el equipo y…
Fue el reloj de pulsera lo que primero vio, el Rolex de oro de Tyler reflejando la luz del rayo siguiente. Estaba en la muñeca de Tyler, en el suelo, entre los arbustos y el quiosco de música. La muñeca no estaba sujeta a un brazo. Un gran agujero había sido abierto a patadas, a mordiscos, en el enrejado de madera de la base del quiosco. Salían ruidos de aquel agujero.