– ¡Y yo digo que Terence no vino a casa el miércoles! -gritó la señora Cooke.
La cara gorda de la mujer tenía un color marrón y unas arrugas que a Dale le hicieron pensar en el guante de catcher de Mike. Sus ojos tenían la misma mirada gris, desvaída, desesperanzada de su condiscípula Cordie.
– ¿Terence? -murmuró Jim Harlen, e hizo una mueca.
– Sí, señora -dijo Barney, plantado todavía entre la gorda y el director y maestro del colegio-. El doctor Roon lo comprende. Pero ellos están seguros de que salió de la escuela. Tenemos que descubrir adónde fue después.
– ¡Tonterías! -gritó la señora Cooke -. Mi Cordelia dice que no le vio cruzar el patio, y mi Terence no se habría marchado de la escuela sin permiso. Es un buen chico. Y yo le habría zurrado la badana si lo hubiese hecho.
Kevin se volvió hacia Dale y arqueó una ceja. Dale no apartó la vista del grupo de excitados adultos.
– Bueno, señora Cooke -le dijo el bajo, calvo y mezquino juez de paz-, todos sabemos que Tubby… hum… Terence tenía malos modales y…
La señora Cooke se volvió contra el hombrecillo.
– Cállese, J. P. Congden. Todo el mundo sabe que su chico C. J. es el más pequeño y ruin imbécil que se ha visto por aquí con una navaja. No me hable de los modales de mi Terence. -Volvió la cabeza para mirar al flaco policía a quien todos llamaban Barney, y señaló con uno de sus dedos romos al doctor Roon y a la vieja Double-Butt -. Agente, esas personas están ocultando algo.
Barney hizo un ademán con las manos, extendiendo las palmas hacia fuera.
– Vamos, vamos, señora Cooke. Usted sabe que han buscado en todas partes. La señora Doubbet vio salir a Terence del colegio aquella tarde, antes de que despidieran a los niños y…
– ¡Y yo digo que una mierda! -gritó la madre de Cordie.
Cordie miró por encima del hombro, vio al grupo de muchachos y se los quedó mirando sin expresión en el semblante.
La señora Doubbet pareció salir de su atolondramiento.
– Nadie puede hablarme así. He sido maestra en este distrito desde hace casi cuarenta años y…
– ¡Me importa un bledo el tiempo que lleve usted enseñando! -gritó la señora Cooke.
– Mamá, está mintiendo -dijo Cordie, tirando del vestido tosco de su madre-. Yo miraba por la ventana y no vi a Tubby en ninguna parte. La vieja Double-Butt ni siquiera estaba mirando.
– Un momento, jovencita -empezó a decir el doctor Roon. Sus largos dedos jugaron con la cadena del reloj cruzada en su chaleco-. Comprendemos que estés trastornada por la… ausencia temporal de tu hermano, pero no podemos permitir que…
– ¡Díganme dónde está mi chico! -gritó la señora Cooke, adelantándose al juez de paz, como tratando de poner las pequeñas y gordas manos sobre el director.
– ¡Eh, eh! -exclamó J. P. Congden, dando un paso atrás.
Barney se plantó de nuevo entre los dos, dijo rápidamente algo a la madre de Cordie, en un tono que los chicos no pudieron oír, y después se dirigió en voz baja al doctor Roon.
– Estoy de acuerdo en que deberíamos continuar la discusión… en… en privado -fue la respuesta en tono sepulcral del doctor Roon.
Barney asintió con la cabeza, dijo algo más, y el grupo entró en Old Central. Cordie miró por encima del hombro a Dale y a los otros, pero ahora no había hostilidad en su cara; sólo tristeza y algo que podía ser miedo.
– Convendría que… que el señor Cooke se reuniese con nosotros -dijo el doctor Roon al entrar en el edificio.
– Se ha encontrado mal durante toda la semana -dijo la madre de Cordie, en voz monótona y cansada.
– Ha estado borracho como una cuba durante toda la semana -dijo Jim Harlen, en una aceptable imitación del acento de Oklahoma de la señora Cooke. Entrecerró los ojos, mirando el sol y el ahora vacío aparcamiento-. Bueno, se está haciendo tarde y le prometí a mi madre que segaría el césped. Me parece que aquí la diversión ha terminado.
Lawrence se volvió a subir las gafas sobre la nariz.
– ¿Dónde creéis que fue Tubby?
Harlen se inclinó sobre el alumno de tercero, torció la cara en una horrorosa mueca y dobló los dedos como garras.
– Alguien lo pilló, cabezota. ¡Y esta noche te pillará a ti!
Y se inclinó más, goteando saliva en su mentón.
– ¡Basta ya! -dijo Dale, poniéndose entre Harlen y su hermano.
– ¡Basta ya! -le imitó Harlen, con voz de falsete-. ¡No molestes a mi hermanito! -dijo con tono remilgado, haciendo una pirueta y moviendo las muñecas y los dedos.
Dale no dijo nada.
– Sería mejor que fueses a segar el césped -dijo Mike en tono un poco cortante.
Harlen miró a O'Rourke, vaciló y dijo:
– Sí. Hasta la vista, bobos.
Y se alejó pedaleando por Depot Street.
– ¿Lo habéis visto? Ya os dije que era extraño -dijo Sandy, y se marchó con Donna Lou.
– ¡Hasta mañana! -gritó Donna por encima del hombro cuando llegaron a la hilera de olmos centinelas del lado sudeste del patio de recreo.
Dale agitó la mano.
– Bah, no va a ocurrir nada -dijo Gerry Daysinger-. Me voy a casa a beber una limonada.
Y salió corriendo en dirección a su casa de madera y cartón alquitranado sobre bloques de escoria al otro lado de School Street.
– ¡Ke-VIIINNN!
La estridente llamada sonó como el grito de Johnny Weissmuller en el papel de Tarzán. La cabeza y los hombros de la señora Grumbacher apenas eran visibles en la puerta de la entrada.
Kevin no perdió tiempo en despedirse. Hizo girar su bici y se largó.
La sombra de Old Central se extendía casi hasta la Segunda Avenida, amortiguando el color de los campos de juegos, que eran verdes donde tocaba el sol, y sombreando los troncos de tres grandes olmos.
J. P. Congden salió unos minutos después, gritó algo ofensivo a los muchachos y arrancó, levantando una nube de gravilla.
– Mi papá dice que utiliza ese Chevy como trampa para multar a la gente por exceso de velocidad -dijo Mike.
– ¿Cómo? -dijo Lawrence.
Mike se sentó en la hierba y arrancó un tallo.
– J. P. se esconde en el camino de la vaquería de la colina, donde la Hard Road desciende para cruzar el río Spoon. Cuando pasa algún coche, sale zumbando tras él. Si el conductor acelera, enciende la luz de encima de su coche y le detiene por exceso de velocidad. Le lleva a su casa y le pone una multa de veinticinco dólares. Y si por el contrario no acelera…
– ¿Qué?
– Se pone delante de él antes de llegar al puente, reduce la marcha y le detiene por adelantarle a menos de treinta metros del puente.
Lawrence chupó una hierba y sacudió la cabeza.
– ¡Qué cabrón!
– ¡Eh! -dijo Dale-. Cuidado con lo que dices. Si mamá te oye hablar de esta manera…
– ¡Mirad! -dijo Lawrence, levantándose de un salto y corriendo hacia una ondulación de tierra en el suelo-. ¿Qué es eso?
Los otros dos muchachos se acercaron a mirar.
– Una topera -dijo Dale.
Mike sacudió la cabeza.
– Demasiado grande.
– Seguramente cavaron una zanja para instalar una nueva tubería de desagüe o algo así, y ha quedado esa elevación -dijo Dale. Señaló-. Mirad. Allí hay otra. Las dos van hacia la escuela.
Mike se acercó a la otra ondulación de tierra y la siguió hasta que desapareció debajo de la acera, cerca del colegio. Chupó la brizna de hierba.
– Es muy raro que pongan tuberías nuevas.
– ¿Por qué? -dijo Lawrence.
Mike señaló hacia el lado sombreado de la escuela.
– Van a echarla abajo. Dentro de un par de días, cuando hayan sacado todos los trastos, entablarán las ventanas. Y si…
Mike se interrumpió, miró hacia los aleros, entrecerrando los ojos, y se echó atrás.
Dale se acercó a él.
– ¿Qué es?
Mike señaló.
– Allá arriba. ¿Ves la ventana del centro del piso donde tenía que ir el instituto?
Dale se protegió los ojos con la mano.
– Sí. ¿Qué?
– Alguien estaba mirando -dijo Lawrence-. Vi una cara blanca, pero se fue.