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– Es Van Syke. Mi viejo está hoy en Oak Hill, trabajando en una obra.

Donna Lou vino del montículo, tapándose todavía con el guante la parte inferior de la cara.

– ¡Qué querrá?

Mike O'Rourke, se encogió de hombros.

– No veo nada muerto por aquí, ¿y vosotros?

– Sólo a Harlen -dijo Gerry, arrojando un terrón a Jim cuando éste vino para incorporarse al grupo.

El camión permanecía allí, a diez metros de distancia, con el parabrisas opaco a causa del reflejo de la luz, y las gruesas capas de pintura de la cabina como sangre coagulada. Entre los listones del lado, Dale podía ver pellejos grises y negros, otra pezuña cerca de la puerta de atrás del vehículo, y algo grande, castaño e hinchado precisamente detrás de la cabina. Las cuatro patas levantadas hacia el cielo pertenecían a una vaca. Dale bajó más la visera de su gorra y pudo ver huesos blancos asomando en la corrompida piel. Había en el aire un zumbido de moscas que revoloteaban sobre el camión como una nube azul.

– ¿Qué querrá? -volvió a preguntar Donna Lou.

Hacía años que la alumna de sexto andaba por ahí con los muchachos de la Patrulla de la Bici -era la mejor pitcher de sus equipos-, pero este verano Dale había advertido que era mucho más alta… y que tenía curvas debajo de la camiseta de manga corta.

– Vayamos a preguntárselo -dijo Mike.

Tiró su guante y echó a andar en dirección a la abertura de la valla.

Dale sintió que le daba un salto el corazón. No le gustaba Van Syke. Cuando pensaba en él -incluso en el contexto de la escuela, con los profesores o el doctor Roon gritando a lo lejos-, se imaginaba los largos dedos como patas de araña y con las uñas sucias, las arrugas del cogote colorado también sucias de polvo, y aquellos enormes dientes amarillos como los de las ratas del vertedero.

Y la idea de acercarse más a aquel camión, a aquel olor, hizo que se le revolviese de nuevo el estómago.

Mike llegó a la valla y pasó por la estrecha abertura.

– ¡Eh, esperad un momento! -gritó Harlen-. ¡Mirad!

Alguien bajaba en bicicleta por el camino de tierra; la bici entró en el campo de la derecha y cruzó el cuadro interior, levantando terrones. Dale vio que era una bicicleta de muchacha y que la montaba Sandra Whittaker, la amiga de Donna Lou.

– ¡Uffff! -dijo Sandy, deteniendo la bici cerca del grupo de muchachos-. ¿Quién se ha muerto?

– Acaban de llegar los primos muertos de Mike -dijo Harlen-. Precisamente él iba ahora a darles un abrazo.

Sandy miró de arriba abajo a Harlen y le hizo un gesto de rechazo, sacudiendo las trenzas.

– Traigo noticias. ¡Ocurre algo raro!

– ¿Qué? -dijo Lawrence, y se ajustó las gafas.

La voz del alumno de tercero era tensa.

– J. P., Barney y todos están en Old Central. También están Cordie y la estrafalaria de su mamaíta. Y Roon. Todo el mundo. Están buscando al estúpido hermano de Cordie.

– ¿A Tubby? -dijo Gerry Daysinger. Se frotó la mocosa nariz con la mano y se enjugó ésta en la camiseta gris-. Yo creía que se había escapado el miércoles.

– Sí -dijo jadeando Sandy, dirigiéndose ahora a Donna Lou-, pero Cordie cree que todavía está en la escuela. Extraño, ¿no?

– Vayamos allá -dijo Harlen, corriendo hacia la hilera de bicicletas, cerca de la primera base.

Los otros le siguieron, apartando las bicis de la valla, colgando los guantes de béisbol de los manillares o de los bates colocados sobre el hombro.

– ¡Eh! -gritó Mike desde el otro lado de la valla-. ¿Y qué hay de Van Syke?

– Le das un beso de nuestra parte -gritó Harlen, y empezó a pedalear por el camino de tierra.

Dale, Lawrence y Kevin lo siguieron. Dale pedaleaba con fuerza, fingiéndose excitado por la noticia de Sandy. Era capaz de cualquier cosa con tal de alejarse de aquel olor a muerte y del silencioso camión.

Mike esperó un momento, mientras los demás huían levantando polvo. Daysinger no tenía bicicleta, pero había montado en la barra de la de Grumbacher, y las largas piernas de Kevin subían y bajaban al pedalear con fuerza. Donna Lou miró hacia Mike, y después montó en su bici blanca y verde mar, arrojó el guante en la cesta y salió de allí con Sandy.

Mike se quedó solo en el campo de béisbol, con el terrible hedor de animales muertos y el silencioso camión. Se quedó plantado allí, justo detrás de la valla, y miró fijamente hacia el vehículo. El termómetro alcanzaría por lo menos los treinta y tres grados, y el sol era tan fuerte que el sudor se deslizaba por su cuello polvoriento y sus mejillas. ¿Cómo podía soportarlo Van Syke dentro de aquella cabina y con las ventanillas cerradas?

Mike se quedó allí, mientras la pandilla de muchachos llegaba a la Primera Avenida y torcía a la derecha por la calle asfaltada. Sandy y Donna Lou fueron las últimas en perderse de vista detrás de la hilera de olmos.

Zumbaban las moscas. Algo en la parte de atrás del camión se movió con un ruido suave y líquido, y el hedor se hizo casi visible en el aire espeso. Mike sintió que le empezaba a crecer el pánico, como le ocurría a altas horas de la noche cuando oía ruidos en la habitación de su abuela, debajo de la de él, y pensaba que era su alma que rascaba por liberarse, o cuando estaba demasiado tiempo arrodillado en la misa solemne, medio hipnotizado por el incienso, la letanía y su propia somnolencia, pensando en sus pecados, en el terrible fuego del infierno y en las cosas viscosas que le esperaban allí…

Dio cinco pasos más en dirección al camión. Unos saltamontes se alejaron dando brincos sobre la hierba seca. A través del resplandeciente parabrisas apenas se divisaba una sombra.

Mike se detuvo e hizo una higa al camión y a sus ocupantes, vivos y muertos.

Después se volvió despacio y pasó de nuevo por la abertura de la valla de estacas y alambre, haciendo esfuerzos por no echar a correr, aunque esperando oír la portezuela de la cabina al cerrarse de golpe y unas pisadas rápidas y fuertes detrás de él.

Pero sólo sonaba el zumbido de las moscas. Después, suavemente, inconfundiblemente, brotó de la caja del camión un débil maullido que se convirtió en un gemido infantil. Mike se quedó paralizado cuando deslizaba su guante sobre el manillar.

No había error posible. Una criatura estaba llorando en aquella cuna de muerte, llena de víctimas de la carretera recogidas del asfalto; perros muertos y destripados, reses hinchadas y caballos de ojos blancos, cerditos aplastados, y despojos putrefactos de una docena de granjas.

El llanto creció en intensidad y en estridencia y se convirtió en un quejido que justificaba perfectamente la súbita punzada de terror de Mike; después se fue extinguiendo en una especie de gorgoteo, como si algo estuviese allí alimentándose. Mamando.

Mike apartó con piernas temblorosas su bicicleta de la valla. Pedaleó por delante de la primera base, entró en el camino de tierra y se dirigió a la Primera Avenida.

No se detuvo.

No miró atrás.

Vieron los coches y la agitación desde una manzana de distancia. El Chevy negro mate de J. P. Congden estaba aparcado delante de la escuela, junto al coche de la policía y a un viejo trasto azul que Dale supuso que pertenecía a la madre de Cordie Cooke. Cordie estaba allí, con el mismo vestido sin forma que había usado durante todo el último mes en la escuela, y la mujer gorda y de cara de luna que estaba junto a ella tenía que ser su madre.

El doctor Roon y la señora Doubbet se hallaban al pie de la escalera de la entrada norte, como cerrando el paso. El juez de paz y el policía del pueblo, Barney, estaban plantados entre los dos grupos como árbitros.

Dale y los otros se detuvieron en el campo herboso, a unos ocho metros del grupo de adultos, ni demasiado cerca para que pudiesen echarles de allí, ni demasiado lejos para poder oír. Dale miró a Mike cuando éste llegó pedaleando y se detuvo. El rostro de su amigo estaba pálido.

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