La señora Moon tenía los ojos abiertos. Mike recordó que de todos los cientos de muertos que había visto en la televisión de otra gente, generalmente de Dale, ninguno tenía los ojos abiertos. En cambio los de la señora Moon parecían querer salirse de las órbitas. Era indudable que nada podían ver. Mike miró las pupilas vidriosas y nubladas y pensó: «La muerte es esto.»
Las manchas de bilis de su cara se destacaban casi en tres dimensiones debido a que había desaparecido la sangre de la piel. El cuello estaba tenso, incluso en la muerte; los músculos y tendones de la garganta estirados, como a punto de romperse. Llevaba una bata acolchada encima de un camisón de cuello rosa, y las piernas huesudas sobresalían rectas de ella, como si hubiese caído rígida, como una actriz cómica cayendo de culo en una película muda. Una zapatilla afelpada de color de rosa se había desprendido del pie. La anciana se había pintado las uñas de los pies del mismo color que la zapatilla, pero esto hacía que aquel pie arrugado, verrugoso y nudoso pareciese todavía más chocante, apuntando al cielo con sus dedos de vieja
Mike se agachó, tocó cautelosamente la mano izquierda de la señora Moon y retiró enseguida la suya. La de la señora Moon estaba muy fría, a pesar del intenso calor de la casa. Hizo un esfuerzo por mirar lo mas terrible de aquella mujer: su expresión.
La señora Moon tenía la boca muy abierta, como si hubiese muerto mientras gritaba. Su dentadura postiza se había soltado y pendía en la oscura cavidad como una pieza de plástico brillante y extraña que-hubiese caído allí desde otra parte. Las arrugas de la cara parecían haber sido moldeadas y ordenadas en una escultura de auténtico terror.
Mike se volvió y bajó la escalera alfombrada rebotando sobre el trasero, demasiado impresionado para ponerse en pie. Sólo flotaba un ligerísimo olor a descomposición en el aire, como de flores muertas y abandonadas en un coche cerrado un cálido día de verano. No tan hediondo como el de la rectoría.
«El que la había matado podía estar todavía en la casa. Podía estar esperando detrás de la puerta del dormitorio.»
Mike no podía mirar ni echar a correr. Tuvo que permanecer sentado allí durante un minuto. Le zumbaban fuertemente los oídos, como si los grillos hubiesen empezado a cantar en pleno día, y se dio cuenta de que unos puntitos negros bailaban en la periferia de su visión. Bajó la cabeza entre las rodillas y se frotó con fuerza las mejillas.
«La señorita Moon llegará dentro de unos minutos. Y encontrará a su madre así.»
A Mike no le caía bien la bibliotecaria solterona. Ésta le había preguntado una vez por qué iba a la biblioteca si era tan torpe que había suspendido el cuarto curso. Mike le había sonreído y le había dicho que venía con unos amigos -aquel día era de verdad-, pero por alguna razón su comentario le había molestado durante muchas noches, en los segundos que preceden al sueño.
«No obstante, nadie se merece encontrar así a su madre.»
Mike sabía que si hubiese sido Duane, o incluso Dale, se le habría ocurrido hacer algo de muchacho detective astuto, buscar pistas o alguna clave, porque no había dudado ni un segundo de que la misma… fuerza que había matado a Duane y a su tío había asesinado a la señora Moon. Pero lo único que pudo hacer fue carraspear y llamar:
– Gatito, gatito, gatito. Ven aquí, gatito.
Ningún movimiento en el dormitorio de arriba ni en el cuarto de baño -las dos puertas estaban entreabiertas-, ni en las sombras de la cocina o del pasillo de atrás.
Se puso en pie con piernas temblorosas, se obligó a subir la escalera y permanecer allí esta vez para echar una última mirada a la señora Moon. Vista desde este ángulo, parecía todavía más pequeña y más vieja. Mike sintió el impulso de extraer aquella dentadura suelta de la boca abierta, para que no la ahogase. Pero entonces se imaginó que se alzaba aquella mandíbula de tortuga y se cerraba aquella boca que era como un pico, y que su mano quedaba presa en la boca del cadáver mientras los ojos muertos pestañeaban y le miraban fijamente…
«¡Basta, imbécil!» Cuando Mike soltaba palabrotas, oía con frecuencia la voz de Jim Harlen en su mente, ofreciéndole el vocabulario. Precisamente ahora, la voz mental de Harlen le estaba diciendo que se largase de la casa.
Mike levantó la mano derecha, con el movimiento que había visto realizar mil veces al padre Cavanaugh, y bendijo el cuerpo de la anciana, haciendo la señal de la cruz sobre ella. Sabía que la señora Moon no era católica, pero si hubiese conocido las palabras del ritual le habría prestado los últimos auxilios en aquel instante.
En vez de esto rezó una breve oración en silencio y se dirigió después a la puerta entreabierta del dormitorio. La abertura era suficiente para que pudiese asomar la cabeza sin tocar la madera de la puerta ni del marco.
Los gatos estaban allí. Muchos de los cuerpecitos desgarrados y destrozados yacían sobre la cama cuidadosamente hecha; otros habían sido empalados en tres de los cuatro pilares del lecho; las cabezas de otros varios estaban alineadas sobre el tocador de la señora Moon, junto a sus cepillos, frascos de perfume y lociones. Un gato leonado que era el favorito de la anciana, pendía de la cadena con abalorios de la lámpara del techo; tenía un ojo azul y el otro amarillo, y ambos miraban a Mike cada vez que el cuerpo sorprendentemente largo giraba lenta y silenciosamente sobre sí mismo.
Mike bajó corriendo la escalera y casi había llegado a la puerta de atrás cuando se detuvo, a punto de vomitar. «No puedo dejar que la señorita Moon entre y se encuentre con esto.» Sólo tenía unos minutos, tal vez menos.
El mueble antiguo adosado a la pared del salón era una especie de escritorio. Había en él papel de escribir de color de espliego; Mike cogió una pluma anticuada, la sumergió en el tintero y escribió, con grandes letras mayúsculas: ¡NO ENTRE! ¡LLAME A LA POLICIA!
No sabía si enjugando la pluma y la tapa del tintero borraría las huellas dactilares, por lo que las guardó en el bolsillo y colocó la nota entre el marco y la hoja de la puerta de tela metálica, de manera que nadie que se acercase pudiese dejar de verla. Abrió la puerta, envolviéndose la mano con la camiseta, y frotó el tirador al cerrarla desde fuera. Después saltó por encima de las azaleas y los lirios, de la más baja de las dos pilas para pájaros y del bajo seto, y se encontró en el callejón de detrás de la casa de los Somerset, corriendo hacia la suya a toda velocidad y dando gracias a Dios por el espeso follaje que convertía el callejón en un túnel.
Trepó al más alto nivel de la casa arbórea sobre Depot Street, se sentó allí, oculto por el follaje y temblando fuerte, y sintió que el mango de la pluma le pinchaba el muslo; menos mal que había tomado la precaución de guardarla con la plumilla sacada, pues de lo contrario ahora tendría una mancha de tinta en los tejanos. Podía imaginarse los titulares: UN NECIO ASESINO LOCAL SE DELATA CON UNA MANCHA DE TINTA. Guardó la pluma y la tapa en una grieta de la madera y las cubrió con hojas que arrancó de las ramas próximas.
Era posible que alguien las encontrase en otoño, cuando se secasen y cayesen las hojas; pero Mike pensó que en otoño tendría tiempo de ocuparse de esto. «Si vivo hasta entonces.»
Se quedó allí sentado, apoyando la espalda en el grueso tronco del árbol, oyendo de vez en cuando el rumor del tráfico en la calle, a diez metros debajo de él, y el suave ruido de su hermana Kathleen, que jugaba sola al tejo en la acera. Y reflexionó.
Al principio trató de pensar en varias cosas para borrar de su mente las terribles imágenes de lo que había visto en aquella cálida y hermosa mañana; pero se dio cuenta de que nunca podría librarse de ellas -la respiración febril del padre C., la boca abierta de la señora Moon -, por lo que puso en funcionamiento su adrenalina y su miedo, tratando de concebir un plan.