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Lawrence asintió con la cabeza, sin duda dándose cuenta de que trataban de librarse de él, pero pensando que eso sería lo más que podría conseguir.

– Yo hablaré con la señora Moon -dijo Mike-. La conozco bastante, de segar su césped, sacarla de paseo y hacer recados para ella. Veré si tiene alguna información que no dio a Duane.

Permanecieron unos momentos sentados, sabiendo que la reunión había terminado pero resistiéndose a ir a casa en la oscuridad.

– ¿Qué vas a hacer si viene el Soldado esta noche? -preguntó Harlen a Mike.

– Iré a buscar la escopeta para ardillas -murmuró Mike-, pero primero probaré con el agua bendita. -Chascó los dedos, como recordando algo-. También cogeré para vosotros. Traed botellas o algo parecido.

Kevin cruzó los brazos.

– ¿Por qué ha de ser eficaz únicamente el agua bendita de los católicos? ¿Por qué no ha de funcionar mi material luterano o los trastos presbiterianos de Dale?

– No llames trastos a mis cosas presbiterianas -saltó Dale.

Mike se mostró curioso.

– ¿Tenéis vosotros agua bendita en las iglesias?

Tres de los muchachos sacudieron la cabeza. Harlen dijo:

– Sólo vosotros, los católicos, tenéis esas cosas raras, tonto.

Mike se encogió de hombros.

– Dio resultado con el Soldado. Al menos el agua bendita… Todavía no he probado con la Hostia consagrada. ¿Vosotros también tenéis comunión?

– Sí -respondieron Dale y Kevin.

– Podríamos coger un poco de pan de comunión -dijo Dale a Lawrence.

– ¿Cómo? -preguntó su hermano pequeño.

Dale reflexionó un momento.

– Tienes razón; es más fácil robar un arma que el material de la comunión. -Señaló a Mike-. Bueno, como eso tuyo funciona, trae un poco de agua bendita para nosotros.

– Podríamos llenar globos de agua con ella -dijo Harlen-. Y bombardear a esos malditos. Hacerles chisporrotear y encogerse como babosas en una sartén.

Los otros no supieron si Harlen les estaba tomando el pelo. Decidieron levantar la sesión y reflexionar sobre todo aquello hasta mañana.

Mike repartió los periódicos en un tiempo récord, y a las siete ya estaba en la rectoría. Se encontró a la señora McCafferty.

– Está durmiendo -murmuró, en el vestíbulo de la planta baja-. El doctor Powell le dio algo.

Mike estaba desconcertado.

– ¿Quién es el doctor Powell?

La diminuta ama de llaves no paraba de enjugarse las manos con el delantal.

– Es un médico de Peoria que trajo el doctor Staffney ayer por la noche.

– ¿Tan grave está? -preguntó Mike, aunque no pudo por menos de recordar los gusanos pardos que habían caído de la boca en forma de embudo del Soldado, serpenteando e introduciéndose debajo de su piel.

La señora McCafferty se llevó una mano enrojecida a la boca, como si estuviese a punto de llorar.

– No saben lo que tiene. Oí que el doctor Powell le decía al doctor Staffney que hoy tendrían que llevarle a St. Francis, si no le cede la fiebre…

– St. Francis -murmuró Mike, mirando hacia la escalera-. Está en Peoria, ¿no?

– Allí hay pulmones artificiales -murmuró la anciana, casi sin voz. Y como hablando consigo misma, añadió-: He estado toda la noche levantada, rezando el rosario y pidiéndole a la Virgen que socorra al pobre joven.

– ¿Puedo verle? -preguntó Mike.

– ¡Oh, no! Creen que puede ser contagioso. Nadie puede entrar en su habitación, salvo los médicos y yo.

– Yo estaba con él cuando se puso enfermo -dijo Mike, sin hacerle observar que, al dejarle entrar en la casa, le había expuesto ya al peligro, si era ella portadora de algún germen. No creía que los gusanos pudiesen pasar de una persona a otra, pero la simple idea le produjo un momento de inquietud-. Por favor -suplicó, adoptando su aire angelical de monaguillo-. Ni siquiera entraré en la habitación, sólo miraré

La mujer cedió. Caminaron de puntillas por el pasillo y empujaron la oscura puerta de caoba con el mayor cuidado para que no chirriara.

El olor salió de la habitación incluso antes de que la ráfaga de aire recalentado hiciese dar a Mike un paso atrás. Era como el hedor del camión de recogida de animales muertos o de uno de aquellos túneles, aunque peor, flotando en el aire cálido y cargado de la habitación a oscuras. Mike se llevó la mano a la boca y la nariz

– Tenemos cerradas las ventanas -dijo la señora McCafferty, en tono de disculpa-. Ha estado tiritando durante las dos últimas noches

– Ese olor… -consiguió decir Mike, a punto de marearse.

El ama de llaves frunció el ceño.

– ¿Te refieres al medicamento? Cambio la ropa todos los días… ¿Te molesta ese olorcillo a medicinas?

«¿Olorcillo a medicinas?» Mike pensó que sólo era posible si se elaboraban medicamentos con cuerpos muertos y en putrefacción. Era un olor a medicinas si se consideraba como tal el de la sangre y el de un cuerpo en descomposición desde hacía una semana. Miró a la señora McM. Evidentemente, ella no lo percibía. «,Estará en mi mente?» Mike se acercó más, tapándose todavía la cara con la mano, pestañeando en la oscuridad, esperando ver un cadáver putrefacto sobre la cama

El padre C. tenía mal aspecto, pero no era un cadáver en putrefacción. No del todo. Pero evidentemente el joven sacerdote estaba muy enfermo. Tenía los ojos cerrados pero hundidos en pozos de un negro azulado; los labios blancos y agrietados, como si hubiese estado durante días en el desierto; la piel brillante, pero no como tostada saludablemente por el sol sino con el resplandor interno radiactivo de una fiebre intensa; el pelo lo tenía enmarañado y erizado, y las manos contraídas sobre el pecho como garras de animal. Un hilo de saliva le caía sobre el cuello del pijama, y la respiración era estertórea, como el repiqueteo de piedras sueltas. En aquel momento no parecía un sacerdote

– Ya es bastante -murmuró la señora McCafferty, empujando a Mike hacia la escalera.

Ciertamente era bastante. Mike pedaleó en dirección a la casa de la señora Moon con tanta velocidad que el viento le hizo surgir lágrimas en los ojos.

Estaba muerta.

Lo presintió cuando llamó a la puerta de tela metálica y no obtuvo respuesta. Lo supo cuando entró en el pequeño y oscuro salón y no fue inmediatamente rodeado por los gatos.

Sabía que la señorita Moon, la bibliotecaria, solía venir de su «apartamento» -en realidad una planta que tenía alquilada en un viejo caserón de Broad y que compartía con la señora Grossaint, la maestra de cuarto curso- para desayunar con su madre a eso de las ocho. Ahora no eran todavía las siete y media.

Mike pasó de una habitación a otra, sintiendo las mismas náuseas que había experimentado en la rectoría. «No seas tan aprensivo. Ha salido temprano a dar un paseo. Los gatos han ido con ella.» Sabía que los gatos no aparecerían muertos fuera de la pequeña y blanca casa de madera. «Bueno, los gatos se escaparon durante la noche y ella ha salido a buscarlos. O tal vez la señorita Moon la llevó al cine al Hogar de Oak Hill ayer o anteayer. Ya era hora.» Era la respuesta lógica. Pero Mike sabía que no era la acertada.

La encontró en el pequeño rellano, en lo alto de la escalera. La segunda planta era exigua -sólo cabían en ella el dormitorio de la señora Moon y un minúsculo cuarto de baño- y el rellano apenas lo bastante grande para que cupiese en él aquel pequeño cuerpo.

Mike se agachó en el escalón de arriba, palpitándole el corazón con tanta furia que amenazó con hacerle perder el equilibrio y rodar escalera abajo. Salvo en el entierro de su abuelo paterno, hacía unos años, no había visto ningún muerto…, si no se contaba al Soldado como tal. Contempló a la señora Moon con una terrible mezcla de tristeza, horror y curiosidad.

Llevaba muerta el tiempo suficiente para que sus manos y sus brazos se hubiesen puesto rígidos: la izquierda estaba agarrada a la baranda como si la mujer se hubiese caído e intentado levantarse de nuevo, mientras que la derecha se alzaba verticalmente sobre la alfombra verde, con los dedos torcidos, como arañando el aire… o rechazando algo terrible.

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