– Mamá, mamá, qué novio ni qué niño muerto, de qué novio estás hablando.
– De un muchacho que ha conocido en el mismo Corte Inglés, él está en la planta cuarta y ella en la baja; él en electrodomésticos y ella en perfumería. Parece ser que se han conocido en los ascensores.
– Mamá, que Palmira está casada desde hace diez años con Santi, mamá, que tienen dos hijos, que tienes dos nietos, mamá, qué me estás contando, mujer.
Se quedó paralizada, con las manos agarradas a la mesa, como si tuviera miedo de caerse si se soltaba. Murmuró, no, no, qué va, va a venir con su novio a presentárnoslo, la tenías que haber oído, menuda ilusión tenía, y yo también tenía ilusión, hija mía, pero siempre me la quitas, eres especialista en quitarme la ilusión, siempre me echas por tierra todas mis esperanzas. Y se puso a llorar. La sacudí fuerte agarrándola por los hombros, pero ya no dijo nada, se quedó como buscando en la maraña de su pensamiento todos los recuerdos que le habían desaparecido desde aquella llamada que mi hermana le había hecho hacía ya lo menos doce años hasta ese momento del presente en el que estaba sirviéndome un plato de pescado y una copa del pacharán de mi primera comunión.
Durante aquellos dos meses que me contrataron para la caída de la hoja no busqué ningún otro trabajo. Ni fui a una academia de inglés. Para qué coño quería saber yo inglés si me pasaba las horas con un cepillo en la mano sin hablar con nadie.
Al principio me dolía todo. Los músculos y la moral. Cualquier cosa hería mi dignidad. Cosas a las que luego te vas acostumbrando. Por ejemplo, limpias un trozo de la calle y entonces pasa un individuo a tu lado y sin mirarte, sin reparar en ti, se arranca del pecho un tremendo escupitajo. Limpias una esquina y alguien te adelanta con un perro y el perro va y caga, y nada, ahí se queda la mierda. Empujas el carro a lo largo de la calle y algunas viejas están vigilando en la ventana, esperando a que pases por debajo y entonces, desde un cuarto, desde un quinto piso, tiran la bolsa de la basura para que tú la recojas. Y la bolsa se revienta al caer, claro. Se esparce toda la basura de la vieja por la acera, las pieles de los plátanos, los desechos del pollo, los restos del cocido, los botes vacíos de las medicinas, el pañal enorme que le pondrá al marido, toda la vida de la vieja se desparrama delante de tus narices para que la recojas.
Un día se me hinchó la vena porque la bolsa casi me da en la cabeza y me puse a insultarle a gritos a una de aquellas viejas, la llamé cerda, bruja, muérete ya, cabrona, de todo, y entonces salió el dueño de un bar y me dijo, qué quieres, ¿que se la coma la porquería a la pobre abuela que no puede ni dar dos pasos?, bastante hace que espera a que tú pases. Por Dios, mujer, me decía el humanista, un poquito de compasión.
¿Y de mí, le gritaba yo, quién tiene compasión de mí?
Son cosas a las que te acostumbras, te acostumbras a que la desconsideración de la gente no te haga daño. Se te hace callo en el alma igual que en las manos. Al principio, te digo, cuando salía de noche, en el turno de las seis de la madrugada, que en invierno se hace tan duro por el frío, ese frío cabrón que a mí me traspasa todos los calcetines, me sentía desgraciada por mi manía de compararme con el resto de la humanidad. Milagros decía que era envidia, y no, no es envidia. Ni es soberbia ni es envidia. No lo digo por defenderme, pero no es envidia. Es el sentido de la justicia, que yo lo tengo muy interiorizado. Hay personas que viven una vida asquerosa en todos los sentidos, desde el sueldo que ganan hasta el marido que les tocó en la rifa, o la cara horrenda que les ha dado Dios para que afeen el mundo a su paso, y sin embargo, esas personas son felices con lo que tienen, son felices cuando dicen, qué bien que estamos todos juntos otra vez por Nochevieja; son capaces de ver a todo ese famoseo que sale en la televisión entrando y saliendo de fiestas, entrando y saliendo de hoteles, saliendo del aeropuerto, entrando en el AVE, y en ningún momento se les pasa por la cabeza el pensar, y por qué coño ellos sí y yo no. A ver, que alguien me diga por qué. Son personas que ven al prójimo y no se comparan, ¿no es increíble? Y se alegran cuando los Reyes de España saludan desde el yate en verano porque no son capaces de hacer una mínima reflexión, no son capaces de decirse a sí mismos, qué pasa aquí, qué pasa conmigo, Dios mío, tú que todo lo ves, por qué a mí no me llega el sueldo ni para ir a un camping de Benidorm. Indignaos, cono, que no tenéis sangre en las venas. ¿Estoy hablando de la envidia?, pregunto.
Mi madre solía decirme, hija mía, es que tú tiendes a ver siempre la vida por el lado más desagradable. Y si tu madre te machaca con esa idea de ti misma desde pequeña, te lo crees, porque cuando eres niño te crees todo lo que diga tu madre, aunque vaya en contra de tu autoestima, aunque te deje para siempre hundida en el barro, aunque te coma las entrañas, como un alien, la sospecha de que tal vez tenga razón, que puede que la vida sea de otra manera pero que hay algo en ti, como una tara de nacimiento, que hace que la veas por el lado más miserable. Aun así, en cuanto tuve un poquito de uso de razón, en cuanto tuve conciencia, me esforcé por convencerme de que no era mío el problema, como me repetía mi madre, sino del mundo, que no está bien repartido. Ni el dinero ni la belleza. El problema es que en el cerebro de mi madre sólo cabían tres ideas y la pobre las mareó toda su vida y me torturó a mí, y a pesar de que, repito, no era una mujer inteligente, y ahora lo sé, lo sé todo, lo tengo todo ordenadito en el cerebro, los padres, aunque sean tontos de baba, o locos o asesinos, influyen sobre nosotros. Quien haya sido capaz de librarse de una madre que tire la primera piedra.
No tengo ningún interés en ver la vida negra, mamá, te lo juro, le decía, ningún interés, pero cualquier persona con dos dedos de frente se plantea así de crudamente la realidad: esto es lo que Dios les concedió a éstos y esto es lo que me concedió a mí y esto lo que te concedió a ti. Y no hay más verdad en la vida que ésa, mamá. Ella decía que mis creencias eran incompatibles con la palabra de Dios, que Dios nos manda pruebas y que hay que intentar superarlas y que en ese afán se puede encontrar también la felicidad. Y yo le decía que desde hacía tiempo se sabía que marxismo y religión eran compatibles. Y es extraordinario que aunque mi madre no tenía ninguna noción del marxismo, era escucharme decir eso y echarse a llorar. Nunca llegué a entender por qué.
Como ejemplo de esa resignación cristiana que practicaba mi madre y que yo no compartía (para nada) está el hecho de que a mi madre se le caía la baba con los niños de las Infantas. Yo creo que hay madres que acaban queriendo más a los hijos de las Infantas que a los suyos propios. O a los de Carolina, que encima es de otro país. Mi madre puede servir de ejemplo de ese disparate.
Sí, creo en Dios. No veo por qué, no me importa volver a repetirlo, eso tiene que ser incompatible con todo lo que he dicho. Creo en Dios, hablo con él y muchas veces le he preguntado: por qué a mí. Y me ha costado muchos años encontrar la respuesta. Creo que la he encontrado.
Me acuerdo de un libro que me trajeron los Reyes cuando tenía diez años. Se llamaba Pollyana y era de una niña pobre y huérfana de madre que vive con su padre; resulta que cuando llegan las Navidades la tal Pollyana tiene que ir por su regalo a la beneficencia, porque en su casa no hay dinero ni para eso, y la niña se encuentra con que Papá Noel (en este caso las señoras de la beneficencia), por un error organizativo, le ha dejado unas muletas. La niña, Pollyana, se va llorando a casa, natural, pero creo recordar que es su padre, que en el cuento estaba retratado como un santo pero que para mí era un cínico porque si no es que no me lo explico, quien viendo a la niña llorar tan amargamente con las muletas en la mano le enseña a jugar al Juego de la Alegría. El Juego de la Alegría consiste en buscar un motivo de alegría a cualquier acontecimiento de tu vida, por mucho que te joda un acontecimiento. El padre de la niña, San Cínico, le propone que jueguen al juego de la alegría con las putas muletas y Pollyana de momento se queda sin habla, con los ojos a cuadros, como se hubiera quedado cualquier criatura ante una propuesta tan ridícula, pero luego de pronto a Pollyana, que hasta el momento parecía un ser inteligente, se le enciende una luz espiritual en el cerebro (es un libro de ficción, evidentemente) y siente que hay razones para ser feliz porque, dentro de las innumerables desgracias que le han ocurrido (muerte de la madre, padre enfermo, pobreza, embargo de la casa, etc.), piensa Pollyana, ya absolutamente contagiada de la locura de San Cínico, ese beato, dentro de la tragedia que marcó su vida desde el primer día en que sus ojos se abrieron al mundo, hay un motivo de celebración: ha recibido unas muletas, de acuerdo, ¡pero no tiene que usarlas, sus piernas están sanas!