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Un recurso de novela gótica

He aquí lo enojoso del asunto -dijo Porthos-. Antiguamente no teníamos que explicar nada. Se batía uno porque se batía.

(A. Dumas. El vizconde de Bragelonne)

Con la nuca apoyada en el asiento del conductor, Lucas Corso miró el paisaje. El automóvil estaba detenido en una pequeña explanada junto a la carretera, donde ésta describía su última curva antes de descender en dirección a la ciudad. Ceñido por viejas murallas, el casco antiguo flotaba sobre la neblina del río, suspendido en el aire igual que un islote azulado y fantasma. Era un mundo intermedio sin luces ni sombras; uno de esos amaneceres castellanos fríos e indecisos, con la primera claridad del día perfilando tejados, chimeneas y campanarios hacia el este.

Quiso echarle un vistazo al reloj, pero tenía agua dentro desde el chaparrón de Meung, con la esfera ilegible y empañado el cristal. Corso encontró sus propios ojos cansados en el retrovisor. Meung-sur-Loire, víspera del primer lunes de abril: se encontraban muy lejos, y era martes. Había sido un largo viaje de regreso, hasta el extremo de que todos parecieron quedarse atrás por el camino: Balkan, el club Dumas, Rochefort, Milady, La Ponte. Sombras de un relato cerrado al volver la página; al dar, o asestar, el autor -teclado Qwerty, segunda abajo, a la derecha- un último golpecito como punto final. Devolviéndole con aquel acto arbitrario su naturaleza de simples líneas en folios mecanografiados: papel inerte, extraño. Vidas súbitamente ajenas.

En ese amanecer tan parecido al despertar de un sueño, enrojecidos los ojos, sucio y con barba de tres días, al cazador de libros tan sólo le quedaba su vieja bolsa de lona con el último ejemplar de Las Nueve Puertas dentro. Y la chica. Eso era cuanto la resaca había dejado en la orilla. La oyó gemir un poco a su lado y se volvió a mirarla. Dormía en el asiento contiguo, la trenca por encima, su cabeza en el hombro derecho de Corso. Respiraba suavemente, entreabiertos los labios, agitada por pequeños estremecimientos que a veces la sobresaltaban. Entonces gemía de nuevo muy bajito, con una pequeña arruga vertical entre las cejas dándole expresión de niña contrariada. Una mano, descubierta por el paño azul, estaba vuelta hacia arriba, los dedos medio abiertos como si algo acabase de escapar entre ellos, o como si aguardara.

Volvió Corso a pensar en Meung y en el viaje. En Boris Balkan dos noches atrás, a su lado en aquella terraza húmeda de lluvia reciente. Con las páginas de El vino de Anjou entre las manos, Richelieu había sonreído a la manera de un antiguo adversario admirado y compasivo al tiempo: «Usted es un tipo especial, amigo mío»… La frase era un último saludo a modo de consuelo, o despedida; las únicas palabras que tenían sentido, pues el resto consistió en una sugerencia para unirse a los invitados, formulada con escasa convicción. No porque Balkan rechazara su compañía -más bien se mostraba contrariado al separarse de él-, sino porque preveía de antemano que Corso iba a negarse a ello, permaneciendo cual lo hizo en la terraza, de codos sobre la balaustrada, solo e inmóvil durante largo tiempo, atento al rumor de su propia derrota. Después volvió en sí lentamente, mirando a su alrededor para situar el lugar exacto donde se hallaba, antes de alejarse de las vidrieras iluminadas y regresar al hotel sin prisas, caminando al azar por las calles oscuras. Nunca encontró de nuevo a Rochefort, y en el albergue de Saint Jacques supo que también Milady se había marchado. Ambos salían de su vida para retornar a las regiones inconcretas de donde emergieron; recobrado su carácter ficticio, irresponsables igual que piezas de ajedrez. En cuanto a La Ponte y la chica, pudo hallarlos sin dificultad. La Ponte le importaba un bledo, pero se tranquilizó al comprobar que ella continuaba allí; había esperado -temido- perderla con los otros personajes de la historia. La asió apresuradamente de la mano antes de que también se esfumara entre el polvo de la biblioteca del castillo de Meung; llevándosela hasta el coche para desconcierto de La Ponte, a quien dejaron atrás en el retrovisor, desamparado, invocando inútilmente su vieja y maltrecha amistad; sin entender nada ni osar siquiera preguntarlo, arponero desacreditado e inútil, poco de fiar, al que se abandona con galleta y agua para tres días, a la deriva: intente llegar a Batavia, señor Bligh. Sin embargo, al extremo de la calle, Corso hizo frenar el coche y se quedó inmóvil con las manos en el volante, mirando el asfalto ante los faros, los ojos inquisitivos de la chica fijos en su perfil. Tampoco La Ponte era un personaje real, así que, con un suspiro, dio marcha atrás para recoger al librero, que permaneció durante todo el día y la noche siguientes, hasta que lo dejaron junto a un semáforo en una calle de Madrid, sin decir esta boca es mía. Ni siquiera protestó al comunicarle Corso que se despidiera para siempre del manuscrito Dumas. Tampoco había mucho que decir.

Miró la bolsa de lona entre las piernas de la chica dormida. Dolía también, por supuesto, aquel sentimiento de derrota, incómodo cual un corte de cuchillo en la conciencia. La certeza de haber jugado según las reglas, legitime certaverit, pero en dirección equivocada. Con la satisfacción del triunfo desvaneciéndose justo en el momento en que ocurría éste, incompleto y parcial. Ficticio. Era lo mismo que vencer a fantasmas inexistentes, pelear con golpes contra el viento o gritar al silencio. Quizá por eso Corso miraba desde hacía un rato, suspicaz, la ciudad suspendida en la niebla, en espera de que asentara los cimientos sobre tierra firme antes de penetrar en ella.

La respiración de la chica sonaba, rítmica y suave, en su hombro. Contempló el cuello desnudo entre los pliegues de la trenca; después acercó la mano izquierda hasta sentir el calor de la carne tibia latirle en los dedos. Olía, como siempre, a piel joven y a fiebre. Era fácil recorrer con la imaginación y el recuerdo las líneas largas, esbeltas y onduladas de su cuerpo hasta los pies descalzos, junto a sus zapatillas de tenis blancas y la bolsa. Irene Adler. Seguía ignorando incluso cómo referirse a ella; pero la recordó desnuda en la penumbra, la curva de sus caderas perfilada a contraluz, la boca entreabierta. Increíblemente bella y silenciosa, absorta en su propia juventud y al mismo tiempo serena como aguas tranquilas, sabia de siglos. Y, dentro de aquellos ojos claros que lo miraban con fijeza desde las sombras, el reflejo, la imagen oscura del propio Corso entre toda la luz arrebatada al cielo.

Los ojos lo observaban de nuevo, iris esmeralda entre largas pestañas. La chica había despertado, removiéndose soñolienta mientras se frotaba contra su hombro, y ahora se erguía por fin, alerta, mirando alrededor hasta que reparó en él.

– Hola, Corso -la trenca resbaló hasta sus pies; la camiseta de algodón blanco modelaba el torso perfecto, flexible, de hermoso animal joven-. ¿Qué hacemos aquí?

– Esperar -señaló la ciudad que parecía flotar sobre la bruma del río-. Hasta que sea real.

Miró ella en la misma dirección, sin comprender al principio. Después sonrió despacio.

– Quizá no llegue a serlo nunca-dijo.

– Entonces nos quedaremos en este lugar. No es tan mal sitio, después de todo… Aquí arriba, con ese extraño mundo irreal a nuestros pies… -se volvió hacia la chica y estuvo un poco callado antes de proseguir-. Todo te lo daré, si postrándote, me adoras… ¿No vas a ofrecerme algo de eso?

La sonrisa de la joven estaba llena de ternura. Inclinó la cabeza, reflexionando, y después alzó los ojos para sostener la mirada de Corso:

– No. Yo soy pobre.

– Sí, lo sé -era cierto. Corso lo sabía sin necesidad de leer la claridad de sus ojos-. Tu equipaje, y aquel vagón de tren… Es curioso. Siempre creí que allá, al final del arco iris, gozabais de recursos ilimitados -sonrió igual que el filo de la navaja que conservaba en el bolsillo-. El saco de oro de Pedro Schlehmil y todo eso.

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