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La marca era Montecristo. Naturalmente.

Flavio La Ponte también había tenido visita. En su caso, el fontanero.

– No tiene puñetera gracia -dijo a modo de saludo. Esperó a que Makarova sirviera las ginebras y vació el contenido de una bolsita de celofán en el mostrador. La colilla de cigarro era idéntica, y también la vitola estaba intacta.

– Edmundo Dantés ataca de nuevo -apuntó Corso.

La Ponte sólo compartía a medias el espíritu novelesco del asunto:

– Pues fuma habanos caros, el maldito -le temblaba el pulso; algo de ginebra se le derramó por los rizos de la barba rubia-. Lo encontré en mi mesa de noche.

Corso se burlaba sin tapujos:

– Deberías tomar las cosas con más calma, Flavio. Como un tipo duro -le puso una mano en el hombro-. Recuerda el Club de Arponeros de Nantucket.

El librero se sacudió la mano, ceñudo.

– Fui un tipo duro. Exactamente hasta los ocho años, cuando comprendí las ventajas de la supervivencia. A partir de ahí me ablandé un poco.

Citó Corso a Shakespeare entre trago y trago. El cobarde muere mil veces y el valiente etcétera. Pero La Ponte no era de los que se consuelan con citas. Al menos con ese género de citas.

– En realidad no tengo miedo -dijo, reflexivo y cabizbajo-. Lo que me preocupa es perder cosas… El dinero. Mi increíble potencia sexual. La vida.

Eran argumentos de peso, y Corso hubo de admitirle que, en cuanto a posibilidades, podían resultar molestas. Además, añadió el librero, se daban otros indicios: clientes extraños que deseaban el manuscrito Dumas a cualquier precio, misteriosas llamadas nocturnas…

Se irguió Corso, interesado.

– ¿Telefonean a media noche?

– Sí, pero no dicen nada. Están un rato así y luego cuelgan.

Mientras La Ponte narraba sus desdichas, el cazador de libros tocó la bolsa de lona recuperada momentos antes. Makarova la había tenido allí todo el día, bajo el mostrador, entre cajas de botellas y barriles de cerveza.

– No sé qué hacer -concluyó La Ponte, trágico.

– Vende el manuscrito y termina con esto. Las cosas se están saliendo de madre.

El librero movió la cabeza mientras pedía otra ginebra. Doble.

– Le prometí a Enrique Taillefer que ese manuscrito iría a venta pública.

– Taillefer está muerto. Y tú no has cumplido una promesa en la vida.

Asintió La Ponte, fúnebre, como si no hubiera necesidad de que nadie recordase aquello. Pero entonces algo le despejó un poco el ceño; entre la barba le apuntaba una mueca alelada. Con buena voluntad podía considerarse una sonrisa.

– Por cierto. Adivina quién ha telefoneado. -Milady.

– Casi lo aciertas: Liana Taillefer.

Corso observó a su amigo con infinito cansancio. Después cogió el vaso de ginebra para vaciarlo sin respirar, de un largo trago.

– ¿Sabes, Flavio?… -dijo al fin, limpiándose la boca con el dorso de la mano-. A veces tengo la sensación de que ya he leído esta novela, antes.

La Ponte arrugaba otra vez la frente.

– Quiere recuperar El vino de Anjou -explicó-. Tal cual, sin autentificación ni nada… -mojó los labios en su bebida antes de sonreírle inseguro a Corso-. Extraño, ¿verdad? Ese interés repentino.

– ¿Qué le has dicho?

El librero levantó las cejas.

– Que la cosa escapa a mi control. Que el manuscrito lo tienes tú. Y que te firmé un contrato.

– Es mentira. No hemos firmado nada.

– Claro que es mentira. Pero así te cuelgo a ti el mochuelo si las cosas se complican. Eso no me impide atender ofertas: la viuda y el que suscribe cenaremos juntos una de estas noches. Negocios. Para discutir la cuestión. Soy el arponero audaz.

– Tú no eres arponero ni nada. Eres un sucio bastardo y traidor.

– Sí. Inglaterra me hizo así, que diría ese meapilas de Graham Greene. En el colegio me apodaban Yo-no-he-sido… ¿Nunca te he contado cómo aprobé Matemáticas?… -alzó otra vez las cejas, evocador, con ternura nostálgica-…Siempre fui un delator nato.

– Pues ten cuidado con Liana Taillefer.

– ¿Por qué? – La Ponte se miraba en el espejo del bar. Hizo una mueca lúbrica-. Desde que le llevaba los folletines al marido me gusta esa tía. Tiene mucha clase.

– Sí -concedió Corso-. Mucha clase media.

– Oye, no sé por qué te cae tan mal. Con lo aparente que es.

– Hay gato encerrado.

– Me encantan los gatos. Sobre todo si sus dueñas son rubias y guapas.

Corso le daba golpecitos con un dedo sobre el nudo de la corbata.

– Escucha, idiota. En las historias de misterio siempre muere el amigo. ¿Captas el silogismo?… Ésta es una historia de misterio y tú eres mi amigo -le dedicó un guiño cargado de lógica abrumadora-. Así que llevas todas las papeletas.

Obstinado en el recuerdo de la viuda, La Ponte no se dejaba intimidar.

– Venga ya. No he cantado un bingo en mi vida. Además, ya te dije dónde me pedía el tiro: en el hombro.

– Hablo en serio. Taillefer está muerto.

– Suicidado.

– A saber. Y puede morir más gente.

– Pues muérete tú. Aguafiestas. Cabrón.

El resto de la velada consistió en variaciones sobre el mismo tema. Se despidieron cinco o seis copas más tarde, quedando en telefonearse cuando Corso estuviera en Portugal. La Ponte se fue con paso inseguro y sin pagar, pero le regaló la colilla de Rochefort. Así, le dijo, tienes la parejita.

Sobre apócrifos e infiltrados

¿Azar? Permitid que me ría, pardiez. Ésa es una explicación que sólo satisface a los imbéciles.

(M. Zevaco. Los Pardellanes)

CENIZA HNOS.

ENCUADERNACIÓN

Y RESTAURACIÓN DE LIBROS

El cartel de madera colgaba de una ventana con cristales opacos de polvo. Era un rótulo cuarteado, lleno de grietas, descolorido por el tiempo y la humedad. El taller de los hermanos Ceniza estaba en el entresuelo de un edificio antiguo de cuatro pisos, apuntalado en su parte posterior, en una calle umbría del Madrid viejo.

Lucas Corso llamó dos veces al timbre sin obtener respuesta. Así que miró el reloj y, recostado en la pared, se dispuso a esperar. Conocía bien las costumbres de Pedro y Pablo Ceniza; en ese momento se hallaban a un par de calles de distancia, junto al mostrador de mármol del bar La Taurina, trasegando medio litro de vino a modo de desayuno mientras discutían sobre libros y toros. Solteros, borrachines, gruñones e inseparables.

Los vio llegar diez minutos después, uno junto al otro, con los guardapolvos grises que flotaban igual que sudarios sobre sus flacas osamentas; encorvados por toda una vida sobre la prensa o los hierros de estampar, cosiendo pliegos y dorando tafiletes. Ninguno de los dos había cumplido los cincuenta, pero era fácil atribuirles diez años más al reparar en sus mejillas hundidas, las manos y ojos gastados por el minucioso trabajo artesano, la piel descolorida como si el pergamino con que trabajaban les hubiese transmitido una cualidad pálida y fría. El parecido físico de los hermanos resultaba extraordinario: la misma nariz grande, idénticas orejas pegadas a los cráneos de pelo ralo peinado hacia atrás, sin raya. Las únicas diferencias notables residían en la estatura y la locuacidad: Pablo, el menor, era más alto y silencioso que Pedro. Éste tosía a menudo con estertor ronco, de fumador empedernido, y las manos con que encendía un cigarrillo tras otro temblaban continuamente.

– Cuánto tiempo, señor Corso. Nos alegra su visita.

Lo precedieron por la escalera con peldaños de madera gastados por el uso. La puerta chirrió al abrirse, y el interruptor de la luz alumbró el abigarrado taller que presidía una antigua prensa de libros junto a una mesa de zinc llena de herramientas, cuadernillos a medio coser o ya enlomados, guillotinas de papel, pieles teñidas, frascos de cola, hierros ornamentales y otros utensilios del oficio. Había libros por todas partes: grandes pilas de encuadernaciones en tafilete, chagrin o vitela, paquetes listos para su envío o a medio proceso, sin cubiertas o con sus tapas aún en rústica. Sobre bancos y estantes, volúmenes antiguos deteriorados por la polilla o la humedad esperaban ser restaurados. Olía a papel, a cola de encuadernar, a piel nueva; Corso dilató las aletas de la nariz, complacido. Después extrajo el libro de la bolsa y lo puso en la mesa.

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