Se complica la trama
En este momento tiembla usted por la situación y la perspectiva de la caza. ¿Dónde estaría ese temblor si yo fuera preciso como una guía de ferrocarriles?
(A. Conan Doyle. El valle del terror)
Primero fue una voz lejana; un murmullo confuso que no conseguía identificar. Hizo un esfuerzo, intuyendo que le hablaban a él. Algo sobre su aspecto. Corso no tenía la menor idea de cuál era su aspecto, pero le daba igual. Era cómodo seguir allí, donde estuviese, tumbado boca arriba; y no deseaba abrir los ojos. Sobre todo por miedo a que aumentara el dolor que le oprimía las sienes.
Sintió unas palmaditas en la cara y no tuvo más remedio que abrir un ojo con desgana. Flavio La Ponte se inclinaba sobre él, con gesto de preocupación. Todavía llevaba puesto el pijama.
– Deja de sobarme la cara -dijo Corso, malhumorado.
El librero expulsó con visible alivio el aire que retenía en los pulmones.
– Creí que estabas muerto -confesó.
Abriendo el otro ojo, Corso hizo amago de incorporarse. Al momento sintió movérsele el cerebro dentro del cráneo, igual que gelatina en un plato.
– Te dieron bien -informó innecesariamente La Ponte mientras lo ayudaba a ponerse en pie. Apoyado en su hombro para mantener el equilibrio, Corso echó un vistazo a la habitación. Liana Taillefer y Rochefort habían desaparecido.
– ¿Pudiste ver al que me pegó?
– Claro. Alto, moreno. Una cicatriz en la cara.
– ¿Lo habías visto antes?
– No -el librero frunció el ceño, despechado-. Pero ella parecía conocerlo bien… Tuvo que abrirle la puerta mientras discutíamos en el cuarto de baño… Por cierto, el individuo tenía un labio a la funerala. Partido. Un par de puntos, con mercromina -se tocó la mejilla, cuya hinchazón empezaba a ceder, y soltó una risita vengativa-. Por lo que veo, aquí ha cobrado todo el mundo.
Corso, que buscaba sus gafas sin encontrarlas, le dirigió una rencorosa mirada.
– Lo que no entiendo -dijo- es por qué no te sacudieron también a ti.
– Tenían esa intención. Pero dije que no era necesario. Que fueran a lo suyo. Que yo soy un simple turista accidental.
– Podías haber hecho algo.
– ¿Yo? Venga ya. Con el puñetazo que tú me diste tenía de sobra. Por eso hice con los dedos dos uves así, ¿ves?… Señal de paz. Bajé la tapa del inodoro y estuve ahí sentado, quietecito. Hasta que se largaron.
– Mi héroe.
– Más vale un por si acaso que un quién lo iba a decir. Ah, mira esto -le alargó una cuartilla doblada en cuatro-. Lo dejaron al irse, bajo un cenicero con una colilla de Montecristo.
A Corso le costaba enfocar la escritura. Era una nota caligrafiada a tinta, con bonita letra inglesa y complicados trazos en las mayúsculas:
Es por orden mía y para bien del Estado por lo que el portador de la presente hizo lo que hizo.
3 diciembre 1627
Richelieu
A pesar de la situación, estuvo a punto de echarse a reír. Aquél era el salvaconducto extendido en el sitio de la Rochela al pedir Milady la cabeza de d'Artagnan. El mismo que resulta robado después por Athos a punta de pistola -«Muerde si puedes, víbora»-, y sirve para justificar ante Richelieu la ejecución de la mujer, al final de la historia… En resumidas cuentas: demasiado para un solo capítulo. Tambaleándose, Corso fue hasta el cuarto de baño, abrió el grifo del lavabo y puso la cabeza bajo el agua fría. Luego se miró la cara: ojos hinchados, sin afeitar, chorreando agua, las sienes zumbándole como si tuviese dentro un avispero. Estoy para una foto, pensó. Vaya forma de empezar el día.
En el espejo, a su lado, La Ponte le ofrecía una toalla y sus gafas.
– Por cierto -dijo-. Se llevaron tu bolsa.
– Hijo de puta.
– Oye, no sé por qué la tomas conmigo. En toda esta película, lo único que he hecho yo es echar un polvo.
Corso estaba inquieto. Recorría el vestíbulo del hotel intentando pensar a toda prisa, pero a cada minuto eran menores las posibilidades de alcanzar a los fugitivos. Todo estaba perdido salvo un eslabón de la cadena: el número Tres. Aún era necesario que se hicieran con él, y eso ofrecía, al menos, una posibilidad de salirles al encuentro si lograba moverse con rapidez. Fue hasta la cabina y telefoneó a Frida Ungern mientras La Ponte liquidaba la habitación; pero el auricular dio la señal intermitente de comunicar. Tras un momento de duda llamó al Louvre Concorde, pidiendo la habitación de Irene Adler. Tampoco estaba seguro del estado de la cuestión en ese flanco, y se tranquilizó un poco al oír la voz de la chica. En pocas palabras la puso al tanto, pidiéndole que se reuniera con él en la fundación Ungern. Después colgó el teléfono mientras llegaba La Ponte, muy deprimido, guardándose en la cartera su tarjeta de crédito.
– La muy zorra. Largarse sin liquidar la cuenta.
– Te está bien empleado, por listo.
– La mataré con mis propias manos. Lo juro.
El hotel era carísimo, y la traición empezaba a parecerle monstruosa al librero; ya no se veía tan al margen como media hora antes, sino sombrío igual que un Achab vengativo. Subieron a un taxi, y Corso le dio al conductor las señas de la baronesa Ungern. Por el camino le contó al otro el resto de la historia: el tren, la chica, Sintra, París, los tres ejemplares de Las Nueve Puertas, la muerte de Fargas, el incidente en los muelles del Sena… La Ponte escuchaba asintiendo, incrédulo al principio y abrumado después.
– He cohabitado con una víbora -se lamentó, estremeciéndose.
Corso estaba de mal humor, y apuntó que muy rara vez las víboras mordían a los cretinos. La Ponte consideró el asunto. No parecía ofendido.
– Y sin embargo -dijo- es una mujer de rompe y rasga. Con un cuerpazo impresionante.
A pesar del rencor recién adquirido tras la dentellada a su tarjeta de crédito, los ojos le brillaron, lúbricos, mientras se acariciaba la barba.
– Impresionante -repitió, con sonrisita boba.
Corso miraba por la ventanilla, hacia el tráfico.
– Eso mismo dijo el duque de Buckingham.
– ¿Buckingham?
– Sí. En Los tres mosqueteros. Después del episodio de los herretes de diamantes, Richelieu encomienda a Milady el asesinato del duque; pero éste la encarcela cuando regresa a Londres. Allí seduce a su carcelero Felton, un idiota como tú en versión puritana y fanática, y lo convence para que la ayude a escapar y, de paso, asesine a Buckingham.
– No recordaba el episodio. ¿Y qué tal le fue a ese Felton?
– Le dio de puñaladas al duque. Después lo ejecutaron; ignoro si por asesino o por estúpido.
– Al menos no le hicieron pagar la factura del hotel.
El taxi circulaba por el Quai de Conti, cerca de donde Corso había tenido la penúltima escaramuza con Rochefort. En ese momento La Ponte recordó algo:
– Oye, ¿no tenía Milady una marca en un hombro?
Asintió Corso. En ese momento pasaban ante la escalera por donde había rodado la noche anterior.
– Sí -respondió-. Impresa por el verdugo con hierro candente; la marca de los criminales. Ya la llevaba cuando estuvo casada con Athos… d'Artagnan lo descubrió al irse a la cama con ella, y el asunto por poco le cuesta el cuello.
– Es curioso. ¿Sabes que Liana también lleva una marca?
– ¿En el hombro?
– No. En una cadera.
Un tatuaje pequeño, muy bonito, en forma de flor de lis.
– No me digas.
– Te lo juro.
Corso no recordaba el tatuaje, pues cuando el fugaz escarceo en su casa con Liana Taillefer -parecían haber transcurrido años desde aquello- apenas tuvo tiempo de fijarse en esa clase de detalles. De un modo u otro, todo empezaba a quedar fuera de control. Y no se trataba ya de coincidencias folklóricas, sino de un plan establecido; demasiado complejo y peligroso para considerar una simple parodia la actuación de la mujer y su esbirro de la cicatriz. Aquello era un complot con todos los ingredientes del género, y tenía que haber alguien moviendo los hilos. Nunca mejor dicho, una Eminencia Gris. Tocó el bolsillo donde llevaba la carta de Richelieu. Era demasiado excesivo. Y sin embargo, precisamente en lo insólito, en lo novelesco de todo aquello, tenía que estar la solución. Recordaba algo leído una vez, en Allan Poe o en Conan Doyle: «Este misterio parece insoluble por las mismas razones que lo hacen solucionable: lo excesivo, lo outré de sus circunstancias».