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– No pareces contento de verme, Flavio.

– ¿Contento? -el librero se frotaba la barba mirándose de vez en cuando la palma de la mano, como si temiese encontrar en ella un trozo de muela-. Tú te has vuelto loco. De remate.

– Todavía no, pero estáis a punto de conseguirlo. Tú y tus secuaces -señaló a Liana Taillefer con el pulgar-. Incluyendo a la desconsolada viuda.

La Ponte se acercó un poco, deteniéndose a distancia prudencial.

– ¿Te molestaría explicarme de qué estás hablando?

Corso alzó una mano ante la cara del librero y se puso a contar con los dedos.

– Estoy hablando del manuscrito Dumas y de Las Nueve Puertas. De Victor Fargas ahogado en Sintra. De Rochefort, que parece mi sombra, atacándome hace una semana en Toledo y anoche aquí, en París -volvió a señalar a Liana Taillefer-. De Milady. Y de ti, sea cual sea el papel que juegues en esto.

La Ponte había estado atento a los dedos de Corso mientras contaba, parpadeando cinco veces seguidas, una por dedo. Al terminar se acarició de nuevo la cara, pero su gesto ya no era dolorido sino perplejo. Parecía a punto de responder algo, mas lo pensó mejor. Cuando por fin se decidió, lo hizo dirigiéndose a Liana Taillefer.

– ¿Qué tenemos que ver con todo eso?

Ella se encogió de hombros con desdén. No estaba interesada en eventuales explicaciones, ni tampoco dispuesta a cooperar. Seguía recostada en los almohadones con la bandeja del desayuno al lado; sus uñas lacadas en rojo sangre desmenuzaban una de las tostadas, y el otro único movimiento que podía apreciarse en ella era la respiración, que le hacía subir y bajar el pecho en el generoso y bien colmado escote. Por lo demás se limitaba a mirar a Corso igual que quien espera que otro descubra las cartas; tan afectada por todo aquello como podía estarlo un trozo de solomillo crudo.

La Ponte se rascó la cabeza, allí donde le clareaba el pelo. Tenía un aspecto muy poco airoso plantado en mitad de la habitación, con el pijama a rayas lleno de arrugas y el carrillo izquierdo hinchado bajo la barba por el puñetazo. Sus ojos desconcertados iban de Corso a la mujer, y de ella a Corso. Por fin se detuvieron en su amigo.

– Exijo una explicación-dijo.

– Qué coincidencia. Yo he venido a pedirte lo mismo.

Dudó La Ponte dirigiéndole otra ojeada insegura a Liana Taillefer. Parecía humillado, y no era para menos. Se miró uno tras otro los tres botones del pijama y luego los pies descalzos. Afrontar una crisis en semejante atuendo rozaba lo patético. Por fin le señaló a Corso el cuarto de baño.

– Vamos ahí adentro -intentaba dar a su voz un tono digno, pero el carrillo inflamado le alteraba la pronunciación en las consonantes-. Tú y yo.

La mujer seguía inescrutable, inmóvil, sin traslucir inquietud, mirándoles con el interés de quien sigue un aburrido concurso en el televisor. Se dijo Corso que era necesario hacer algo respecto a ella, pero de momento no se le ocurría qué. Tras una breve vacilación cogió del suelo la bolsa de lona para preceder a La Ponte, que cerró la puerta tras de sí.

– ¿Se puede saber por qué me has pegado?

Hablaba en voz baja, temiendo que la viuda los oyera desde la cama. Corso puso la bolsa sobre el bidet, comprobó la blancura de las toallas y revolvió en la bandejita de tocador antes de volverse hacia el librero con mucha calma.

– Porque eres un falso y un traidor -repuso-. No me dijiste que andabas metido en esto. Has permitido que me engañen, que me sigan y que me vapuleen.

– No estoy metido en nada. Y aquí el único vapuleado soy yo -el librero se estudiaba la cara en el espejo-. Dios. Mira lo que has hecho. Me has desfigurado.

– Te desfiguraré más si no me lo cuentas todo.

– ¿Contártelo todo?… – La Ponte se palpaba la inflamación, mirándolo de reojo como si Corso hubiera perdido el juicio-. No es ningún secreto; Liana y yo hemos… -se interrumpió, buscando algo que definiese el asunto-. Ejem. Ya lo has visto.

– Intimado -sugirió Corso.

– Eso es.

– ¿Cuándo?

– El mismo día que te fuiste a Portugal.

– ¿Quién se acercó a quién?

– Prácticamente, yo.

– ¿Prácticamente?

– Más o menos. La visité.

– ¿Para qué?

– Para hacerle una oferta por la biblioteca de su marido.

– ¿Se te ocurrió así, de pronto?

– Bueno. Ella telefoneó antes. Te lo conté en su momento.

– Es verdad.

– Quería recuperar el manuscrito de Dumas que me vendió el difunto.

– ¿Dio alguna explicación?

– Motivos sentimentales.

– Y tú te lo creíste.

– Sí.

– O más bien te daba igual.

– En realidad…

– Ya. Lo que te apetecía era tirártela.

– Eso también.

– Y cayó en tus brazos.

– Redonda.

– Claro. Y vinisteis a París de luna de miel.

– No exactamente. Ella tenía cosas que hacer aquí.

– … Y te invitó a acompañarla.

– Eso es.

– De modo casual, ¿verdad?… Con gastos pagados, para seguir el idilio.

– Algo así.

Corso hizo una mueca desagradable.

– Qué bonito es el amor, Flavio. Cuando se quiere de veras.

– Deja de ponerte en plan cínico. Ella es extraordinaria. No puedes imaginar…

– Puedo.

– No puedes.

– Te digo que sí, que puedo.

– Eso hubieras querido, poder. Con ese pedazo de tía.

– Nos desviamos, Flavio. Estábamos aquí, en París.

– Sí.

– ¿Cuáles eran vuestros planes respecto a mí?

– No había planes. Teníamos previsto localizarte hoy o mañana. Para recuperar el manuscrito.

– Por las buenas.

– Claro. ¿Cómo, si no?

– ¿No esperabais que me negara?

– Liana tenía sus dudas.

– ¿Y tú?

– Yo no.

– Tú no, ¿qué?

– Yo no veía el problema. A fin de cuentas somos amigos. Y el Vino de Anjou es mío.

– Ya veo: eras su segundo cartucho.

– No sé a qué te refieres. Liana es estupenda. Y me adora.

– Sí. La veo muy enamorada.

– ¿Tú crees?

– Eres un imbécil, Flavio. Te han tomado el pelo igual que a mí.

Fue una intuición aguda como una sirena de alarma. Corso apartó con repentina brusquedad a La Ponte y se precipitó en el dormitorio para encontrar a Liana Taillefer fuera de la cama, a medio vestir, metiendo ropa en una maleta. Por un momento pudo ver sus ojos glaciales fijos en él -los ojos de Milady de Winter- y supo que todo el rato, mientras fanfarroneaba como un estúpido, ella se había limitado a esperar algo: un ruido o una señal. Lo mismo que una araña en el centro de su tela.

– Adiós, señor Corso.

Al menos le oía decir tres palabras. Escuchó aquello -recordaba bien su voz grave, ligeramente ronca- sin saber qué podía significar, aparte que estaba a punto de largarse. Dio otro paso en su dirección, ignorando lo que iba a hacer cuando llegara hasta la mujer, antes de intuir otra presencia en el dormitorio: una sombra detrás y a la izquierda, pegada al marco de la puerta. Hizo ademán de volverse para encarar el peligro, con la certeza de que había cometido un nuevo error y era demasiado tarde. Aún oyó reír a Liana Taillefer como en las películas con vampiresa rubia y malvada. En cuanto al golpe -el segundo en menos de doce horas-, lo recibió también detrás de la oreja, en el mismo sitio. Y tuvo tiempo de ver a Rochefort esfumándose ante sus ojos turbios.

Ya estaba inconsciente cuando llegó al suelo.

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