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– Sólo unos metros y habremos llegado -comentó Rochefort a su espalda y algo más abajo; la linterna iluminaba los peldaños entre las piernas de Corso y el tono de sus palabras era conciliador-. Y ahora que el asunto está a punto de acabar -añadió- debo decirle una cosa: a pesar de todo, usted lo hizo muy bien. La prueba es que ha llegado hasta aquí… Espero que no me guarde demasiado rencor por lo del Sena y el hotel Crillon. Son gajes del oficio.

No precisó de qué oficio, pero daba igual. Porque ya Corso se volvía hacia él, deteniéndose con ademán de responder algo o formular una pregunta. Se trataba de un movimiento casual nada sospechoso, al que en justicia Rochefort no podía oponer ningún reparo. Quizá por eso no supo reaccionar cuando, en el mismo gesto, Corso se le dejó caer encima mientras extendía brazos y piernas contra el muro para no verse arrastrado escaleras abajo. El caso de Rochefort resultó distinto: los peldaños eran estrechos, la pared lisa y sin asideros, y además estaba lejos de esperar el ataque. La linterna, milagrosamente intacta, iluminó varios momentos de la escena al caer rodando por la escalera: Rochefort con los ojos desencajados y una expresión de sorpresa en la cara, Rochefort piernas por alto intentando asirse desesperadamente al vacío, Rochefort a punto de desaparecer tras la revuelta de la escalera de caracol, el sombrero de Rochefort rodando de peldaño en peldaño hasta detenerse en uno de ellos… Y algo después, seis o siete metros más abajo, un ruido sordo, algo así como clunc. O tal vez plaf. El caso es que Corso, que se había quedado presionando con los brazos y piernas abiertos contra las paredes por no acompañar a su adversario en tan incómodo viaje, recobró de pronto la movilidad. El corazón le latía desbocado mientras bajaba saltando los peldaños de tres en tres. Se agachó un instante para coger la linterna del suelo y por fin llegó al pie de la escalera donde Rochefort, hecho un ovillo, rebullía débilmente, dolorido y maltrecho.

– Gajes del oficio -precisó Corso, iluminándose la cara con la linterna para que, desde el suelo, el otro pudiera ver su sonrisa amistosa. Después le dio una patada en la sien, oyendo cómo la cabeza de Rochefort golpeaba fuerte contra el primer peldaño. Levantó el pie para darle otra más, a fin de asegurarse, pero con un vistazo comprobó que no era necesaria: Rochefort estaba con la boca abierta, y un hilo de sangre le salía por la oreja. Se inclinó sobre él para ver si respiraba, comprobó que sí, y tras abrirle el impermeable se puso a registrar sus bolsillos, apoderándose de la navaja, una cartera con dinero, un documento de identidad francés y la carpeta con el manuscrito Dumas, que puso bajo su gabán, entre el cinturón y la camisa. Después apuntó el haz de la linterna hacia la escalera de caracol y volvió a subir por ella, esta vez hasta el final. Encontró allí un rellano con puerta de gruesos herrajes y clavos hexagonales, bajo la que se filtraba una rendija de luz, y permaneció inmóvil cosa de medio minuto, intentando recobrar el aliento y serenar un poco los latidos de su corazón. Al otro lado estaba la respuesta al enigma, y se dispuso a encararla con los dientes apretados, en una mano la linterna y en la otra la navaja de Rochefort, que se abrió en su palma con amenazador chasquido automático.

Y fue así, navaja en mano, el pelo revuelto y mojado de lluvia y los ojos brillando con resolución homicida, como vi a Corso entrar en la biblioteca.

Corso y Richelieu

Y yo, que había forjado sobre él una pequeña novela, me equivoqué por completo.

(Souvestre y Allain. Fantomas)

Ha llegado el momento de situar nuestro punto de vista narrativo. Fiel al viejo principio de que en los relatos de misterio el lector debe poseer la misma información que el protagonista, he procurado ceñirme a los hechos desde la óptica de Lucas Corso, excepto en dos ocasiones: los capítulos primero y quinto de esta historia, donde no tuve otro remedio que plantear mi propia aparición. En ambos casos, como ahora me dispongo a hacer por tercera y última vez, recurrí a la primera persona del pretérito imperfecto por razones de coherencia; resulta absurdo citarme a mí mismo como él, truco publicitario que, si bien aportó rentas de imagen a Cayo Julio César en su campaña de las Galias, en mi caso habría sido calificado, y con razón, de pedantería injustificable. También hay otra causa, quizá relativamente perversa: contar la historia a la manera de un doctor Sheppard frente a Poirot se me antojaba, más que ingenioso -ahora esas cosas las hace todo el mundo-, un truco divertido. Y a fin de cuentas, la gente escribe por diversión, para vivir más, para quererse a sí misma o para que la quieran otros. Yo incluyo algunos de tales propósitos. Citando al viejo Eugenio Sue, los malvados de una sola pieza, si me permiten la expresión, son fenómenos muy raros. Suponiendo -tal vez sea mucho suponer- que yo sea de verdad un malvado.

El caso es que quien suscribe, Boris Balkan, estaba allí en la biblioteca, aguardando a nuestro invitado, y de pronto vi entrar a Corso navaja en mano, con un peligroso brillo justiciero en los ojos. Observé que aparecía sin escolta y eso me inquietó un poco, aunque procuré mantener la máscara imperturbable compuesta para la ocasión. Por lo demás tenía bien planificado el efecto: la biblioteca en penumbra, luz de candelabros en la mesa ante la que me encontraba sentado, un ejemplar de Los tres mosqueteros en las manos… Incluso vestía -era puro azar en lo tocante a Corso, pero que ni pintado al caso- una chaqueta de terciopelo rojo que resultaba fácilmente asociable a la púrpura cardenalicia.

Mi gran ventaja era que yo esperaba al cazador de libros con o sin compañía, pero él a mí no; por lo que decidí aprovechar el factor sorpresa. Aquella navaja en la mano, en combinación amenazadora con la expresión de sus ojos, me causaba inquietud. Así que antepuse las palabras a los hechos.

– Lo felicito-dije, cerrando el libro como si su llegada hubiera interrumpido mi lectura-. Ha sido capaz de seguir el juego hasta el final.

Se me quedó mirando desde el otro extremo de la habitación, y he de añadir que disfruté muchísimo con la incredulidad que veía en su cara.

– ¿Juego? -articuló con voz ronca.

– Sí, juego. Tensión, incertidumbre, destreza, habilidad… Acción libre, según reglas obligatorias, que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y de la alegría de actuar de otro modo que en la vida corriente… -Aquello no era mío, pero Corso no tenía por qué saberlo-. ¿Le parece una definición adecuada?… Ya lo dice el segundo libro de Samuel: «Que aparezcan los niños y jueguen ante nosotros…». Los niños son jugadores y lectores perfectos: todo lo hacen con la mayor seriedad. En el fondo, el juego es la única actividad universalmente seria; ahí no vale el escepticismo, ¿no cree?… Por muy incrédulo y descreído que uno sea, si se quiere participar no hay más opción que atenerse a las reglas. Sólo quien respeta esas reglas, o al menos las conoce y utiliza, puede vencer… Ocurre lo mismo al leer un libro: hay que asumir la trama y los personajes para disfrutar la historia -me detuve, suponiendo que el caudal de palabras habría hecho sobre él un adecuado efecto sedante-. Por cierto, usted no vino solo. ¿Dónde está el otro?

– ¿Rochefort?… -Corso torcía la boca de un modo muy poco simpático-. Tuvo un accidente.

– ¿Le llama Rochefort?… Es gracioso y apropiado. Veo que es de los que asumen las reglas, naturalmente. No sé por qué habría de sorprenderme.

Corso me obsequió con una risita poco tranquilizadora.

– Él sí parecía sorprendido la última vez que lo vi. -Me alarma usted -sonreí, cínico; pero estaba de verdad alarmado-. Espero que no haya ocurrido nada grave.

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