– Se cayó por la escalera.
– Qué me dice.
– Lo que oye. Pero tranquilícese. Cuando lo dejé, su esbirro aún respiraba.
– Menos mal -recompuse un poco la sonrisa, procurando disimular mi incomodidad; todo rebasaba en exceso los límites previstos. ¿Así que ha hecho un poco de trampa?… Bueno -abrí las manos, magnánimo-. No se preocupe.
– No me preocupo. Es usted quien debería estarlo.
Aparenté no haber oído aquello.
– Lo importante es llegar -proseguí, aunque perdiendo un segundo el hilo del asunto-. En materia de hacer trampas hay ilustres precedentes… Teseo salió del laberinto merced al hilo de Ariadna, Jasón robó el vellocino gracias a Medea… Los Kauraba ganaron con subterfugios el juego de dados del Mahabharata, y los aqueos dieron jaque mate a los troyanos moviendo un caballo de madera… Su conciencia está a salvo.
– Gracias. Pero mi conciencia es cosa mía.
Extrajo del bolsillo, doblada en cuatro, la carta de Milady, y la arrojó sobre la mesa. Reconocí sin dificultad mi propia letra, siempre algo afectada en las mayúsculas. Es por orden mía y por razones de Estado por lo que el portador de la presente, etc.
– Espero -dije, acercando el papel a la llama de un candelabro- que el juego fuese, al menos, divertido.
– A ratos.
– Lo celebro -ambos mirábamos arder la carta en el cenicero donde yo la había puesto-. Cuando hay literatura por medio, el lector inteligente puede disfrutar hasta con la estrategia que lo convierte en víctima. Y soy de los que creen que la diversión es un móvil excelente para jugar. También para leer una historia, o escribirla.
Me levanté con Los tres mosqueteros en las manos, y di unos pasos por la habitación mirando el reloj de pared con disimulo; aún faltaban veinte largos minutos para las doce. Los dorados en el lomo de las antiguas encuadernaciones relucían alineados en sus estantes. Los contemplé un momento, aparentando haber olvidado a Corso, y después me volví hacia él.
– Ahí los tiene -hice un gesto que abarcaba la biblioteca-. Se dirían quietos y silenciosos pero hablan entre sí, aunque parezcan ignorarse unos a otros… Utilizan a los autores para comunicarse entre ellos, igual que el huevo recurre a la gallina para producir otro huevo. Devolví Los tres mosqueteros a su estante. Dumas estaba en buena compañía: entre Los Pardellanes de Zevaco y El caballero del jubón amarillo, de Lucus de René. Como era tiempo lo que sobraba, abrí este último por la primera página y me puse a leer en voz alta:
Dando las doce de la noche en Saint Germain l'Auxerrois, bajaban por la calle de Astruces tres caballeros embozados en sendas capas, al parecer tan seguros de sí mismos como el trote de sus caballos…
– Primeras líneas -dije-. Siempre esas extraordinarias primeras líneas… ¿Recuerda nuestro diálogo en torno a Scaramouche?: «Nació con el don de la risa…». Hay frases iniciales que a veces marcan toda una vida, ¿no cree?… «Canto a las armas y al héroe», por ejemplo. ¿Nunca practicó ese juego con alguien de su confianza?… «Un modesto joven se dirigía en pleno verano…», o aquella otra: «He estado mucho tiempo acostándome temprano…». Y por supuesto: «El 15, de mayo de 1796, el general Bonaparte hizo su entrada en Milán».
Corso hizo una mueca.
– Olvida la que me trajo hasta aquí: «El primer lunes del mes de abril de 16-25, el burgo de Meung, donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en revolución tan completa…».
– Capítulo primero, en efecto -confirmé-. Usted lo ha hecho verdaderamente bien.
– Eso dijo Rochefort antes de caerse por la escalera. Se hizo un silencio, roto por las campanadas del reloj marcando los tres cuartos de las once. Corso señaló la esfera:
– Faltan quince minutos, Balkan.
– Sí -asentí; aquel tipo tenía una intuición endiablada-. Quince minutos para el primer lunes de abril.
Puse El caballero del jubón amarillo en su estante y di unos pasos por el cuarto. Corso seguía observándome, inmóvil, aún con la navaja en la mano.
– Podría guardar eso -aventuré.
Dudó un segundo antes de cerrar la hoja, metiéndosela en el bolsillo sin dejar de mirarme. Le brindé una sonrisa de aprobación mientras volvía a señalar la biblioteca.
– Nunca se está solo con un libro cerca, ¿no cree?… -dije, por decir algo-. Cada página nos recuerda un día pasado, revive las emociones que lo llenaron. Horas felices señaladas con tiza, sombrías con carbón… ¿Dónde estaba yo entonces? ¿Qué príncipe me llamó su amigo, qué mendigo su hermano…? -dudé un momento, buscando nuevos términos para redondear la retórica del asunto.
– ¿Qué hijo de puta su compadre? -sugirió Corso. Lo miré con censura. Aquel aguafiestas se empeñaba en fastidiar el tono elevado que yo pretendía dar a la cuestión.
– No necesita ponerse desagradable.
– Me pongo como me da la gana. Eminencia.
– Detecto retintín en ese Eminencia -respondí sinceramente picado-. De ello deduzco, señor Corso, que se deja vencer por sus prejuicios… Fue Dumas quien convirtió a Richelieu en el malvado que no era, falseando la realidad por razones novelescas… Creo habérselo explicado cuando nuestra última entrevista en el café de Madrid.
– Sucio truco -opuso Corso, sin precisar si hablaba de Dumas o de mí.
Alcé un enérgico dedo índice, dispuesto a puntualizar.
– Un recurso legítimo -objeté- inspirado por la astucia y el genio del novelista más grande que ha existido. Y sin embargo… -en ese punto sonreí amargamente, con sincera tristeza-. Sainte-Beuve le tenía respeto, mas no lo aceptaba como literato. Victor Hugo, su amigo, se limitaba a alabar la capacidad de Dumas para la acción dramática, pero nada más. Abundante y prolijo, decían. Con poco estilo. Lo acusaban de no hurgar en las angustias del ser humano, de falta de sutileza… ¡Falta de sutileza! -toqué los tomos de Los mosqueteros alineados en su estante-. Coincido con el buen padre Stevenson: no hay un canto a la amistad tan largo, accidentado y hermoso como éste. En Veinte años después, los protagonistas reaparecen distanciados al principio; son hombres maduros, egoístas, con las mezquindades que la vida impone, que incluso militan en bandos opuestos… Aramis y d'Artagnan se mienten y fingen, Porthos teme que le pidan dinero… Al citarse en la plaza Real acuden armados, están a punto de batirse. Y en Inglaterra, cuando la imprudencia de Athos los pone a todos en peligro, d'Artagnan se niega a estrechar su mano… En El vizconde de Bragelonne, con la intriga de la máscara de hierro, son Aramis y Porthos quienes se enfrentan a sus viejos camaradas… Eso ocurre porque están vivos; porque son personajes contradictorios y humanos. Mas siempre, en el momento supremo, la amistad vence de nuevo. ¡Gran cosa, la amistad!… ¿Tiene usted amigos, Corso?
– Ésa es una buena pregunta.
– Para mí, la amistad siempre la encarnó Porthos en la gruta de Locmaría: el gigante a punto de sucumbir bajo la roca por salvar a sus compañeros… ¿Recuerda sus últimas palabras?
– ¿Es demasiado peso?
– ¡Exacto!
Casi me emocioné, lo confieso. A la manera de aquel joven descrito entre humo de pipa por el capitán Marlow, Corso era uno de los nuestros. Pero también un individuo testarudo y rencoroso que se obstinaba en permanecer insensible.
– Usted -dijo- es amante de Liana Taillefer.
– Sí -admití, olvidando con esfuerzo al buen Porthos-. Espléndida mujer, ¿no es cierto? Con sus peculiares obsesiones… Hermosa y leal como la Milady de la historia. Es curioso. En literatura existen personajes de ficción con identidad independiente, familiares incluso a millones de personas que no han leído los libros donde aparecen. En Inglaterra hay tres: Sherlock Holmes, Romeo y Robinson. En España, dos: don Quijote y don Juan. En Francia uno: d'Artagnan. Pero yo, fíjese…