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Concluido el rescate de los restos, se entretuvo en echar una ojeada por el salón. El Virgilio y el Agricola seguían donde los había puesto Fargas: en su sitio el De re metalica, alineado con otros sobre la alfombra; el Virgilio sobre la mesa, tal como lo dejó el bibliófilo cuando, sacerdote a punto de consumar el sacrificio, había pronunciado la fórmula sacramental: «Creo que venderé éste»… Había un papel entre sus páginas, así que abrió el libro. Era un recibo manuscrito, sin terminar:

Victor Coutinho Fargas, documento de identidad 3554712, con domicilio en Quinta da Soledade, carretera de Colares, km. 4, Sintra.

He recibido la cantidad de 800.000 escudos por la venta de la obra de mi propiedad «Virgilio. Opera nunc recens accuratissime castigata… Venezia, Giunta, 1544». (Essling 61. Sander 7671). Infolio, 10, 587, 1 c, 113 xilografías. Completa y en buen estado.

El comprador…

No encontró nombre ni firma; el recibo no había llegado a cumplimentarse. Corso puso el papel donde estaba. Después cerró el libro y fue hasta la habitación donde estuvo la tarde anterior, para asegurarse de que no quedaban huellas, papeles con su letra o algo por el estilo. También retiró las colillas del cenicero, guardándoselas en el bolsillo envueltas en otra hoja de periódico. Aún curioseó un poco; sus pasos resonaban por la casa vacía. Ni rastro del propietario.

Al pasar otra vez junto a los libros alineados en el suelo, se detuvo por impulso de la tentación. Demasiado fácil: un par de raros elzevires de pequeño tamaño, cómodos de ocultar, atraían mucho su atención; pero Corso era un tipo sensato. Si las cosas llegaban a torcerse, sólo serviría para complicarlo todo. Así que, con un suspiro íntimo, se despidió de la colección Fargas.

Salió por la vidriera al jardín en busca de la chica, arrastrando los pies sobre las hojas del suelo. La encontró sentada en una pequeña escalinata que daba al estanque, entre el rumor del agua que el angelote mofletudo vertía en la superficie verdosa, cubierta de plantas flotantes. Miraba el estanque con aire absorto, y sólo el sonido de pasos la arrancó de su contemplación, haciéndole volver la cabeza.

Corso puso la bolsa de lona sobre el peldaño inferior de la escalera, sentándose a su lado. Después encendió el cigarrillo que llevaba colgado de la boca desde hacía rato. Aspiró el humo con la cabeza inclinada mientras arrojaba el fósforo. Entonces se volvió a la joven.

– Ahora cuéntamelo todo.

Sin dejar de mirar el estanque, ella hizo un suave gesto negativo con la cabeza. Nada brusco, ni desagradable. Por el contrario, el movimiento de la cabeza, el mentón y las comisuras de su boca, parecían dulces y pensativos como si la presencia de Corso, el triste y descuidado jardín, el rumor del agua, la conmovieran de un modo especial. Con su trenca y la mochila aún colgada a la espalda parecía increíblemente joven; casi indefensa. Y muy cansada.

– Tenemos que irnos -dijo, en voz tan baja que Corso apenas la oyó-. A París.

– Antes dime qué tienes que ver con Fargas. Con todo esto.

Movió de nuevo la cabeza, en silencio. Corso expulsaba el humo del cigarrillo. Había en el aire tanta humedad que se quedó flotando ante él, condensado, antes de irse desvaneciendo poco a poco. Miró a la chica.

– ¿Conoces a Rochefort?

– ¿Rochefort?

– O como se llame. Un tipo moreno, con una cicatriz. Estuvo anoche rondando por aquí -a medida que hablaba, Corso tenía conciencia de lo estúpido que era todo aquello. Terminó con una mueca incrédula, dudando de sus propios recuerdos-. Incluso hablé con él.

La joven volvió a negar con la cabeza, sin apartar los ojos del estanque.

– No lo conozco.

– ¿Qué haces aquí, entonces?

– Cuido de usted.

Corso miró las puntas de sus zapatos, frotándose las manos entumecidas. El canturreo del agua en el estanque empezaba a irritarlo. Se llevó los dedos a la boca para dar una última chupada al cigarrillo, cuya brasa estaba a punto de quemarle los labios. El sabor era amargo.

– Tú estás loca, chiquilla.

Arrojó el resto del cigarrillo, mirando el humo que se disipaba ante sus ojos.

– Como una cabra -añadió.

Ella seguía en silencio. Al cabo de un momento, Corso extrajo del bolsillo la petaca de ginebra y bebió un trago, sin ofrecerle. Después la miró de nuevo.

– ¿Dónde está Fargas?

Tardó un poco en responder; su mirada seguía absorta, perdida. Por fin hizo un gesto con el mentón.

– Ahí.

Corso siguió la dirección de su mirada. En el estanque, bajo el hilo de agua que salía por la boca del angelote mutilado de ojos vacíos, la silueta imprecisa de un cuerpo humano flotaba boca abajo entre las plantas acuáticas y las hojas muertas.

El librero de la Rue Bonaparte

– Amigo mío -dijo gravemente Athos-. Recordad que los muertos son los únicos con los que no se expone uno a tropezar de nuevo sobre la tierra.

(A. Dumas. Los tres mosqueteros)

Lucas Corso pidió una segunda ginebra recostándose, complacido, en el respaldo de la silla de mimbre. Se estaba bien al sol en la terraza, dentro del rectángulo de claridad que enmarcaba las mesas del café Atlas, en la Rue De Buci. Era una de esas mañanas luminosas y frías, cuando la orilla izquierda del Sena hormiguea de samurais desorientados, anglosajones con zapatillas deportivas y billetes de metro entre las páginas de un libro de Hemingway, damas con cestas llenas de baguettes y lechugas, y esbeltas galeristas de nariz quiroplástica rumbo al café de su pausa laboral. Una joven muy atractiva miraba el escaparate de una charcutería de lujo, del brazo de un caballero maduro y apuesto, con pinta de anticuario, o de rufián; o quizá se tratara de ambas cosas a la vez. Había también una Harley Davidson con los cromados relucientes, un foxterrier de mal humor atado en la puerta de una tienda de vinos caros, un joven con trenzas de húsar que tocaba la flauta dulce en la puerta de una boutique. Y en la mesa contigua a la de Corso, una pareja de africanos muy bien vestidos que se besaban en la boca sin prisas, como si tuvieran todo el tiempo del mundo y el descontrol nuclear, el sida, la capa de ozono, fuesen anécdotas sin importancia en aquella mañana de sol parisién.

La vio aparecer al extremo de la calle Mazarino, doblando la esquina hacia el café donde él aguardaba; con su aspecto de chico, la trenca abierta sobre los tejanos, los ojos como dos señales luminosas en el rostro atezado, visibles en la distancia, entre la gente, bajo el resplandor de sol que desbordaba la calle. Endiabladamente bonita, habría dicho sin duda Flavio La Ponte carraspeando mientras ofrecía su perfil bueno, aquel donde la barba era un poco más espesa y rizada. Pero Corso no era La Ponte, así que ni dijo ni pensó nada. Se limitó a mirar con hostilidad al camarero que en ese momento depositaba la copa de ginebra sobre su mesa -pas d'Bols, m'sieu- y a ponerle en la mano el precio exacto que marcaba el ticket -servicio compris, muchacho- antes de seguir viendo acercarse a la chica. En lo que a ese género de cosas se refería, Nikon le había dejado ya en el estómago un boquete del tamaño de un escopetazo de postas. Y era suficiente. Tampoco estaba muy seguro Corso de tener un perfil mejor que otro, o haberlo tenido nunca. Y maldito lo que le importaba.

Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo. Su gesto convirtió la calle en una sucesión de contornos difuminados, de siluetas con rostro impreciso. Una de ellas seguía destacándose entre las otras, y a medida que se acercaba se perfiló cada vez más, aunque sin llegar nunca a la nitidez: cabello corto, piernas largas, zapatillas blancas de tenis adquirieron contornos propios en un costoso e imperfecto enfoque cuando llegó hasta él, sentándose en la silla libre.

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