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Cuando levantó la mirada Nikon se había ido. Otra chica estaba junto a él. Alta, de piel atezada, el pelo de muchacho y unos ojos color uva recién lavada, casi transparentes. Durante un segundo parpadeó, confuso, dejando que todo recobrase sus límites. El presente trazó una línea neta como un corte de bisturí, y Corso, de perfil, en blanco y negro -Nikon siempre trabajaba en blanco y negro-, cayó ondulando al río y se fue corriente abajo, entre las hojas de los árboles y la mierda que soltaban las gabarras y los desagües. Ahora, la chica que ya no era Nikon tenía en las manos un librito encuadernado en piel. Y se lo ofrecía.

– Espero que te guste.

El diablo enamorado, de Jacques Cazotte, impresión de 1878. Al abrirlo, Corso reconoció los grabados de la primera edición en apéndice facsimilar: Alvaro en el círculo mágico ante el diablo que pregunta ¿Che vuoi?, Biondetta que desenreda su cabellera con los dedos, el hermoso paje al teclado del clavecín… Se detuvo al azar en una página:

… El hombre salió de un puñado de barro y agua. ¿Por qué una mujer no habría de estar hecha de rocío, vapores terrestres y rayos de luz, de los condensados residuos de un arco iris? ¿Dónde reside lo posible…? ¿Dónde lo imposible?

Cerró el libro y alzó los ojos, encontrando los de la joven, que sonreían. Abajo, en el agua, la luz reverberaba en la estela de una embarcación, y trazos luminosos se movían por su piel como el reflejo de las facetas de un diamante.

– Residuos del arco iris… -citó Corso-…¿Qué sabes tú de eso?

La chica se pasó una mano por el cabello y levantó el rostro hacia el sol, entornando los párpados bajo el resplandor. Todo era luz en ella: el reflejo del río, la claridad de la mañana, las dos rendijas verdes entre sus pestañas oscuras.

– Sé lo que me contaron hace tiempo… El arco iris es el puente que va de la tierra al cielo. Se hará pedazos en el fin del mundo, después que el diablo lo cruce a caballo.

– No está mal. ¿Te lo dijo tu abuela?

Negó con la cabeza. Ahora miraba de nuevo a Corso, absorta y grave.

– Se lo oí contar a Bileto, un amigo -al pronunciar el nombre se detuvo un instante para fruncir el ceño, con ternura de niña que revelara un secreto-. Le gustan los caballos y el vino, y es el tipo más optimista que conozco… ¡Aún espera volver al cielo!

Terminaron de cruzar el puente. Corso se sentía extrañamente vigilado de lejos por las gárgolas de Notre-Dame. Eran falsas, por supuesto, como tantas otras cosas. No estaban allí con sus muecas infernales, los cuernos ni las pensativas barbas de chivo cuando honrados maestros constructores bebieron un vaso de aguardiente y miraron hacia lo alto, sudorosos y satisfechos. Ni cuando Quasimodo rumiaba por los campanarios su desgraciado amor por la gitana Esmeralda. Pero después de Charles Laughton ligado a ellas por su fealdad de celuloide, o Gina Lollobrigida -segunda versión, technicolor, habría matizado Nikon- ejecutada a su sombra en la plaza, resultaba difícil considerar aquello sin tan siniestros centinelas neomedievales. Corso imaginó la perspectiva, a vista de pájaro: el Pont Neuf y más allá, estrecho y oscuro en la mañana luminosa, el Pont des Arts sobre la cinta verdegris del río, con dos minúsculas figurillas que se movían de forma imperceptible hacia la orilla derecha. Puentes y arco iris con negras gabarras de Caronte navegando despacio, bajo los pilares y bóvedas de piedra. El mundo está lleno de orillas y de ríos que corren entre una y otra, de hombres y mujeres que cruzan puentes o vados sin percatarse de las consecuencias del acto, sin mirar atrás o bajo sus pies, sin moneda suelta para el barquero.

Salieron frente al Louvre, deteniéndose en un semáforo antes de cruzar. Corso se acomodó la correa de la bolsa de lona en el hombro mientras echaba una ojeada, distraído, a izquierda y derecha. El tráfico era intenso, y casualmente fue a fijarse en uno de los automóviles que pasaban en ese momento. Entonces se quedó tan de piedra como las gárgolas de la catedral.

– ¿Qué ocurre?… -preguntó la chica cuando el semáforo cambió a verde y vio que Corso no se movía-. ¡Parece que hayas visto un fantasma!

Lo había visto. Pero no uno, sino dos. Estaban en la parte de atrás de un taxi que ya se alejaba, ocupados en animada conversación, y no llegaron a reparar en Corso. La mujer era rubia y muy atractiva; la reconoció en el acto a pesar del sombrero con medio velo que le cubría los ojos: Liana Taillefer. Junto a ella, el brazo extendido en torno a sus hombros, ofreciendo su mejor perfil mientras se acariciaba con un dedo coqueto la barba rizada, iba Flavio La Ponte.

El número Tres

Sospechaban de él que no tenía corazón.

(R. Sabatini. Scaramouche)

Corso era de esos individuos que poseen una rara virtud: son capaces de encontrar aliados incondicionales en el acto, a cambio de una propina o una simple sonrisa. Ya vimos antes que había algo en él -su torpeza calculada a medias, la mueca resabiada y simpática, conejil, el aire ausente y desvalido que no lo era en absoluto- que ponía al interlocutor de su parte. Ése fue el caso de algunos de nosotros, al conocerlo. Y también el de Grüber, conserje del Louvre Concorde, a quien Corso trataba desde quince años atrás. Grüber era seco e imperturbable, con el cogote rapado y una permanente expresión de jugador de poker en las comisuras de la boca. Durante la retirada de 1944, cuando era un voluntario croata de dieciséis años en la 18ª. Panzergrenadierdivision Horst Wessel, una bala rusa le había tocado la columna, dejándole una cruz de hierro de segunda clase y tres vértebras rígidas para toda la vida. Ahí estaba la causa de que se moviera tras el mostrador de recepción envarado y tieso, igual que si le sostuviera el torso un corsé de acero.

– Necesito un favor, Grüber.

– A sus órdenes.

Casi escuchó un taconazo al cuadrarse el conserje. La impecable chaqueta color burdeos con llaves doradas en las solapas acentuaba el aire militar del viejo exiliado, muy del gusto de los clientes centroeuropeos que, tras el derrumbe del comunismo y la división de las hordas eslavas, llegaban a París mirando de reojo los Campos Elíseos y soñando con el Cuarto Reich.

– La Ponte, Flavio. Nacionalidad española. También Herrero, Liana; aunque puede registrarse como Taillefer o De Taillefer… Quiero saber si están en un hotel de la ciudad.

Escribió los nombres en una tarjeta, y al entregársela a Grüber añadió quinientos francos. Corso siempre daba propinas o sobornaba a la gente con una especie de encogimiento de hombros, algo del tipo hoy por ti mañana por mí, que convertía su gesto en una forma de intercambio amistoso, casi cómplice, donde resultaba difícil establecer quién hacía el servicio a quién. Grüber, que ante españoles de Eurocolor Iberia, italianos de corbatas infames y norteamericanos con bolsita de la TWA y gorra de béisbol murmuraba un cortés merci m'sieu al recibir diez miserables francos, deslizó el billete en un bolsillo sin pestañear ni dar las gracias, con elegante movimiento semicircular de la mano y su característica gravedad de croupier impasible, reservada a los pocos que, como Corso, aún conocían las reglas del juego. Para Grüber, que aprendió el oficio cuando un cliente sabía enarcar una ceja para hacerse entender por los empleados, la querida y vieja Europa de los hoteles internacionales empezaba a reducirse a unos escasos iniciados.

– ¿El señor y la señora se alojan juntos?

– No lo sé -Corso perfiló una mueca; imaginaba a La Ponte saliendo del cuarto de baño con albornoz bordado y a la viuda Taillefer recostada en la colcha, en camisón de seda-. Pero también me interesa ese detalle.

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