Entonces Rochefort hizo algo extraño. Alzó la mano libre pidiendo tiempo -gesto absurdo a tales alturas de la cuestión- mientras movía el revólver del mismo modo que si fuera a guardarlo en el bolsillo. El ademán sólo duró un momento y el arma volvió a orientarse de nuevo, pero el agujero negro del cañón apuntaba sin demasiada convicción. Y Corso, con el pulso como un torrente, tensos los músculos y a punto de saltar a ciegas, se contuvo, aturdido, al comprender que no era ésa la hora en que debía morir.
Todavía incrédulo vio a Rochefort cruzar la habitación, acercarse al teléfono y marcar el número de la línea exterior antes de componer otro de varias cifras. Desde su posición estuvo oyendo el ruido lejano de la llamada a través de la línea hasta que un clic lo interrumpió.
– Corso está aquí -dijo Rochefort, y se quedó callado, esperando, como si hubiera un silencio idéntico al extremo de la línea. El revólver seguía perezosamente orientado hacia un lugar impreciso del espacio. Después el hombre de la cicatriz asintió dos veces, estuvo otro rato escuchando inmóvil y murmuró «de acuerdo» antes de devolver el auricular a su horquilla.
– Quiere verlo -dijo a Milady. Ambos se volvieron a mirar a Corso; con irritación la mujer, preocupado Rochefort.
– Es absurdo -protestó ella.
– Quiere verlo -repitió el otro.
Milady encogió los hombros. Dio unos pasos por la habitación, hojeando airada las páginas de El vino de Anjou.
– En cuanto a nosotros… -empezó a decir La Ponte.
– Usted se queda aquí -dijo Rochefort, señalándolo con el cañón del arma. Después se tocó la herida de la boca-. Y la muchacha también.
A pesar del labio partido, no parecía guardar demasiado rencor a la chica. Corso creyó advertir, incluso, una chispa de curiosidad en su forma de mirarla antes de volverse a Liana Taillefer para confiarle el revólver.
– No deben salir de aquí.
– ¿Por qué no te quedas tú?
– Quiere que lo lleve yo. Es más seguro.
Milady asintió, hosca. Saltaba a la vista que no era ése el papel que tenía previsto desempeñar aquella noche; pero igual que su trasunto novelesco, era una sicaria disciplinada. A cambio del arma entregó a Rochefort el manuscrito Dumas. Después estudió a Corso, inquieta.
– Espero que no te cause problemas.
Rochefort sonrió tranquilo, con seguridad, y sacó del bolsillo una navaja automática de grandes dimensiones para mirarla reflexivo; parecía que hasta ese momento no hubiera recordado bien si la llevaba consigo. La blancura de sus dientes contrastaba sobre la piel del rostro surcado por la cicatriz.
– No creo -repuso, guardando la navaja que ni siquiera había abierto, mientras dirigía a Corso un ademán al tiempo amistoso y siniestro. Después cogió su sombrero de encima de la cama, hizo girar la llave en la cerradura e indicó el pasillo con una reverencia exagerada, del mismo modo que si agitara en la mano un chambergo emplumado.
– Su Eminencia aguarda, caballero -dijo. Y soltó una carcajada perfecta, breve y seca, de esbirro cualificado.
Antes de abandonar la habitación, Corso observó a la chica. Había vuelto la espalda a Milady, que los encañonaba a ella y a La Ponte, desinteresándose de cuanto allí ocurría. Apoyada en la ventana miraba hacia afuera, absorta en el viento y la lluvia, recortada a contraluz en los relámpagos que iluminaban la noche.
Salieron a la calle, en la tormenta. Rochefort había puesto la carpeta con el manuscrito Dumas bajo el impermeable para protegerla de la lluvia, y guiaba a Corso por las callejuelas que conducían a la parte vieja del pueblo. Ráfagas de agua agitaban las ramas de los árboles, repiqueteando ruidosamente en los charcos y sobre los adoquines; gruesas gotas le caían a Corso por el pelo y la cara. Se levantó el cuello del gabán. El pueblo estaba a oscuras y no se veía un alma; sólo el resplandor de la tempestad iluminaba las calles a intervalos, recortando tejados de edificios medievales, el perfil sombrío de Rochefort bajo el ala goteante del sombrero, las siluetas de los dos hombres en el suelo mojado, quebradas en violentos zigzags con las descargas eléctricas que sonaban igual que truenos del diablo al golpear, semejantes a latigazos, la agitada corriente del Loira.
– Hermosa noche -dijo Rochefort, vuelto hacia Corso para hacerse oír sobre el estruendo.
Parecía conocer bien el pueblo. Caminaba con seguridad, girándose a medias de vez en cuando para comprobar si el acompañante continuaba a su lado. Gesto innecesario, pues en ese momento Corso lo hubiera seguido hasta las mismas puertas del infierno; parada y fonda que, por otra parte, no descartaba en absoluto encontrar al término de tan funesto recorrido. Sucesivamente, los relámpagos alumbraron un arco medieval, un puente sobre un antiguo foso, un cartel de Boulangerie-patisserie, una plaza desierta, una torre cónica y una verja de hierro con un cartel: Cháteau de Meung sur Loire. XIIéme-XIIIéme siécles.
Había una ventana con luz a lo lejos, al otro lado de la verja, pero Rochefort torció a la derecha y Corso lo hizo tras él. Siguieron un lienzo de muralla cubierta de hiedra para llegar a cierta poterna semioculta en el muro. Entonces Rochefort sacó una llave, una pieza de hierro enorme y antigua, y la introdujo en la cerradura.
Juana de Arco utilizó esta puerta -informó a Corso mientras hacía girar la llave, y un último relámpago desveló peldaños que bajaban hacia las tinieblas. En el fugaz resplandor, Corso pudo ver también la sonrisa de Rochefort, sus ojos oscuros brillando bajo el ala del sombrero, la cicatriz lívida en la mejilla. Al menos, se dijo, era un digno adversario: nadie podía plantear reclamación en cuanto a la irreprochable puesta en escena. Empezaba, bien a su pesar, a profesarle una retorcida simpatía al individuo, fuera quien fuese, capaz de ejecutar con semejante aplicación tan canallesco papel. Alejandro Dumas habría disfrutado como un niño con todo aquello.
Rochefort empuñaba una pequeña linterna, alumbrando la escalera larga y estrecha que se perdía en dirección al sótano.
– Vaya delante-dijo.
Los pasos resonaban en las revueltas del pasadizo. Al cabo de un instante, Corso se estremeció bajo el gabán mojado; un aire frío, con olor a cerrado y humedad de siglos, ascendía hasta ellos. El haz de luz mostraba peldaños gastados por el uso, manchas de agua en las bóvedas. La escalera moría en un corredor angosto con rejas herrumbrosas. Rochefort iluminó un instante un foso circular, a la izquierda.
– Son los antiguos calabozos del obispo Thibault d'Aussigny -informó a Corso-. Por ahí arrojaban los cadáveres al Loira. Francois Villon estuvo preso en este lugar. Y se puso a recitar entre dientes, en tono zumbón.
Ayez pitié, ayez pitié de mol…
Era un canalla culto, sin duda. Con cierto toque didáctico y seguro de sí mismo. Corso no fue capaz de establecer si eso mejoraba o empeoraba la situación; pero había una idea que le rondaba la cabeza desde que entraron en el pasadizo. A fin de cuentas -su propio chiste le hizo muy poca gracia- de perdidos, al río.
El subterráneo ascendía ahora bajo los arcos de la bóveda por la que goteaban más regueros de humedad. Los ojos brillantes de una rata se materializaron al extremo de la galería, desapareciendo después con un chillido. La linterna iluminó el ensanchamiento final del pasadizo en una sala circular cuyo techo, sostenido por nervios ojivales, descansaba sobre una gruesa columna central.
– La cripta -informó Rochefort cada vez más locuaz, moviendo el haz de luz a su alrededor-. Siglo doce. Las mujeres y los niños se refugiaban aquí durante los ataques al castillo.
Muy instructivo. Sin embargo, Corso no estaba en condiciones de apreciar la información de su extravagante cicerone; se hallaba tenso y alerta, al acecho de la ocasión oportuna. Subían ahora por una escalera de caracol, cuyas saeteras filtraban estrechos resplandores de la tormenta que seguía retumbando al otro lado de los muros.