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– ¿Interna?… Eso depende del punto en que nos situemos. A su marido lo mataron fuera de la novela, no dentro. Su muerte sí fue real.

– Está loco, Corso. Nadie mató a Enrique. Se ahorcó él mismo.

– ¿También se ahogó solo Victor Fargas?… Y anoche, a la baronesa Ungern, ¿se le fue la mano con el microondas?

Liana Taillefer se volvió hacia La Ponte y después a la chica, esperando que alguien confirmase lo que acababa de escuchar. Por primera vez desde que entraron por la ventana parecía desconcertada.

– ¿De qué me están hablando?

– De los nueve grabados correctos -apuntó Corso-. De Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras.

A través de la ventana cerrada, entre el viento y la lluvia, llegó el sonido del reloj de un campanario. Casi al mismo tiempo, once campanadas gemelas se escucharon en el interior del edificio, pasillo y escaleras abajo.

– Veo que hay más locos en esta historia -dijo Liana Taillefer.

Estaba pendiente de la puerta. Con la última campanada se había escuchado un ruido en ella, y por los ojos de la mujer cruzó un reflejo de triunfo.

– Cuidado -susurró La Ponte con sobresalto, mientras Corso comprendía por fin lo que estaba a punto de ocurrir. Por el rabillo del ojo vio a la chica erguirse en la ventana, tensa y alerta, y sintió el brusco efecto de la adrenalina disparándose en sus venas.

Todos miraron el pomo de la puerta. Giraba muy despacio, igual que en las películas de misterio.

– Buenas noches -dijo Rochefort.

Vestía un impermeable reluciente de lluvia, abotonado hasta el cuello, y un sombrero de fieltro bajo el que brillaban sus ojos oscuros e inmóviles. La cicatriz le clareaba en zigzag sobre el rostro moreno, cuyo carácter meridional se veía acentuado por el frondoso bigote negro. Estuvo unos quince segundos inmóvil en el umbral de la puerta abierta, con las manos en los bolsillos del impermeable y un charco de agua formándose bajo sus zapatos mojados, sin que nadie pronunciase una palabra.

– Me alegra verte -dijo al cabo Liana Taillefer. El recién llegado hizo un breve gesto afirmativo, sin responder. Todavía sentada en la cama, la mujer señaló a Corso-. Se estaban poniendo impertinentes.

– Espero que no demasiado -dijo Rochefort. Tenía el mismo tono educado y agradable, sin acento definido, que Corso recordaba de la carretera de Sintra. Seguía quieto en el umbral, los ojos fijos en el cazador de libros como si La Ponte y la chica no existieran. Su labio inferior aún se veía hinchado, con huellas de mercromina y dos puntos de sutura que cerraban la herida reciente. Recuerdo de los muelles del Sena, pensó Corso, malévolo, acechando con curiosidad la reacción de la joven. Pero, tras el primer momento de sorpresa, ella volvía a su papel de espectadora sólo vagamente interesada en la escena.

Sin perder de vista a Corso, Rochefort se dirigió a Milady.

– ¿Cómo llegaron hasta aquí? La mujer hizo un gesto vago.

– Son chicos listos -tras deslizar sus ojos sobre La Ponte, los detuvo en Corso-. Al menos uno de ellos.

Rochefort volvió a asentir con la cabeza. Un poco entornados los párpados, parecía analizar la situación.

– Esto complica las cosas -dijo al fin, quitándose el sombrero para arrojarlo sobre la cama-. Las complica mucho.

Liana Taillefer estaba de acuerdo. Alisó su falda y, con un hondo suspiro, se puso en pie. El movimiento hizo que Corso girase un poco hacia ella, tenso e indeciso. Entonces Rochefort sacó una mano del bolsillo del impermeable, y el cazador de libros dedujo que era zurdo. El descubrimiento no tenía mucho mérito: se trataba de la mano izquierda, y ésta sostenía un revólver de cañón chato, pequeño y pavonado, azul oscuro, casi negro. Mientras, Liana Taillefer se acercó a La Ponte para quitarle el manuscrito Dumas de las manos.

– Repite ahora lo de golfa -estaba tan cerca de él y lo miraba con tal desprecio que casi le escupió en la cara-. Si tienes agallas.

La Ponte no las tenía. Era un superviviente nato, y sus modales de arponero intrépido los reservaba para momentos de euforia etílica. Así que se guardó muy bien de repetir nada.

– Yo sólo pasaba por aquí -declaró, conciliador, buscando con los ojos una jofaina para lavarse las manos de todo aquello.

– Qué haría yo, Flavio -dijo Corso, resignado-, sin ti.

El librero se excusaba con cara de circunstancias:

– Creo que eres injusto -arrugando la frente con aire ofendido fue a situarse más cerca de la chica; aquél debía de parecerle el lugar más seguro de la habitación-. Bien mirado, se trata de tu aventura, Corso… ¿Y qué es la muerte para un tipo como tú? Nada. Un trámite. Además, te pagan una pasta. Y la vida es básicamente desagradable -se quedó mirando el cañón del revólver de Rochefort. Después pasó un brazo en torno a los hombros de la joven para suspirar, melancólico-. Espero que no te pase nada. Pero si te ocurre, a nosotros nos tocará lo más duro: seguir vivos.

– Eres un cerdo. Un traidor.

La Ponte lo miró, apenado.

– No tomaré eso en cuenta, amigo. Estás muy tenso.

– Claro que estoy tenso, rata de cloaca.

– Eso tampoco lo tomaré en cuenta.

– Hijoputa.

– Como si no te oyese, viejo compañero. La amistad reside en estos pequeños detalles.

– Celebro -apuntó Milady, cáustica- que conserven el espíritu de equipo.

Corso reflexionaba a toda prisa, aunque reflexionar era inútil en aquel momento. No había ningún ejercicio de la mente capaz de arrancar el arma de la mano al hombre que la empuñaba; aunque Rochefort lo hiciera sin apuntar a nadie en particular, con cierta desgana, creyendo suficiente mostrarla para situar las cosas en su sitio. Por otra parte, si el deseo de zanjar con el hombre de la cicatriz su par de cuentas pendientes era muy intenso, tampoco Corso gozaba de la violenta destreza técnica requerida para ello. Descartado La Ponte, la única esperanza de alterar la relación de fuerzas residía en la chica. Pero, a menos que fuese una consumadísima actriz, poco era de esperar por ese flanco; la esperanza se extinguió al primer vistazo. La supuesta Irene Adler se había sacudido de los hombros el brazo de La Ponte para recostarse otra vez en la ventana, desde donde ahora los observaba inexplicablemente distante. Resuelta, en absurda apariencia, a mantenerse fuera del espectáculo.

Liana Taillefer se acercó a Rochefort con el manuscrito Dumas en las manos, muy satisfecha de su rápida recuperación. A Corso le extrañó que no mostrara idéntico interés por Las Nueve Puertas, que seguían dentro de la bolsa de lona, a los pies de la cama.

– ¿Y ahora? -oyó que la mujer le preguntaba al otro en voz baja.

Para sorpresa de Corso, Rochefort se mostró poco seguro. Movía el revólver de un lado a otro, sin saber dónde apuntar. Después, cambiando con Milady una mirada larga y llena de significados ocultos, sacó la mano derecha del bolsillo y se la pasó por la cara, indeciso.

– No podemos dejarlos aquí-dijo, al cabo.

– Ni llevárnoslos -añadió ella.

El otro asintió muy despacio mientras el revólver parecía descartar la anterior duda. Corso comprobó que se afirmaba en su mano, el cañón apuntándole al estómago. Sintió que se le crispaban los músculos abdominales al tiempo que intentaba, sujeto, verbo y predicado, formular una protesta con sintaxis coherente. Sólo emitió un ruido gutural e informe.

– No irán a matarlo -apuntó La Ponte, probando suerte una vez más para quedarse al margen del asunto.

– Flavio -logró articular Corso a pesar de su boca seca-. Si salgo de ésta, juro que te romperé la cara. En pedazos.

– Sólo quería ayudar.

– Mejor ayudas a tu madre a dejar la calle. -Bueno, pues vale, pues cierro la boca.

– Eso, ciérrela -intervino Rochefort, amenazador. Había cambiado una última mirada con la Taillefer, y acababa, en apariencia, de adoptar una decisión. Cerró la puerta a su espalda sin dejar de seguir a Corso con el revólver, y se guardó la llave en el bolsillo del impermeable. De perdidos al río, se dijo el cazador de libros con el pulso batiéndole en las sienes y las muñecas. El tambor de Waterloo redoblaba en algún lugar de su conciencia cuando, con la última lucidez previa a la desesperación, se vio calculando la distancia que lo separaba de la pistola y el tiempo necesario para franquearla, en qué momento sonaría el primer tiro y en qué posición iba a recibirlo. Las posibilidades de salir con la piel intacta eran mínimas, pero tal vez cinco segundos después se convirtieran en inexistentes; así que la corneta tocó llamada. Última carga con Ney al frente, el bravo entre los bravos, ante los ojos cansados del Emperador. Con Rochefort en vez de escoceses grises, pero, eso sí, una bala era una bala. Todo absurdo, se dijo en el penúltimo segundo antes de pasar a la acción. Y se preguntó si, en ese contexto, la muerte que iba a golpearle el pecho una pequeña partícula de tiempo más tarde sería real o irreal, y si iba a encontrarse flotando en la nada o en el Walhalla de los héroes de papel. Ojalá aquellos ojos claros que sentía fijos en su espalda -¿el Emperador? ¿el diablo enamorado?- estuviesen esperando en el crepúsculo, para guiarlo al otro lado del río de las sombras.

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