– Pues te equivocas -ahora apretaba los labios con obstinación-. Sólo me tengo a mí misma.
También era verdad, y también Corso lo supo desde el principio. Ella nunca mintió. Inocente y sabia a la vez, leal y enamorada jovencita a la caza de una sombra.
– Ya veo -hizo con la mano un gesto en el aire, remedando una estilográfica imaginaria-. ¿Y no me das ningún documento a firmar?
– ¿Un documento?
– Sí. Un pacto, se decía antes. Ahora será un contrato con mucha letra pequeña, ¿verdad? En caso de litigio, las partes deberán someterse a la jurisdicción de los tribunales de… Mira, eso tiene gracia. Me gustaría saber a qué tribunal corresponde todo esto.
– No seas absurdo.
– ¿Por qué me elegiste a mí?
– Soy libre -suspiró con melancolía, como si ya hubiera pagado por su derecho a decir aquello-. Y puedo escoger. Cualquiera puede hacerlo.
Corso buscó en los bolsillos del gabán hasta tocar su arrugado paquete de cigarrillos. Sólo quedaba uno dentro; lo sacó para mirarlo indeciso, sin terminar de llevárselo a la boca, hasta que lo devolvió a su sitio. Quizá necesitara fumar más tarde. Seguro que sí.
– Tú lo sabías todo desde el principio -dijo-. Eran dos historias sin relación ninguna; por eso nunca te importó la variante Dumas… Milady, Rochefort, Richelieu, no eran sino comparsas para ti. Ahora entiendo tu desconcertante pasividad; debías de aburrirte horrores. Pasabas las páginas de tus Mosqueteros, dejándome jugar sobre casillas incorrectas…
Ella miraba a través del parabrisas la ciudad velada de bruma azul. Inició el gesto de alzar una mano para afirmar un argumento, pero optó por dejarla caer, como si lo que estaba a punto de decir fuera inútil.
– Apenas podía hacer otra cosa que acompañarte -respondió al cabo-. Cada uno debe recorrer ciertos caminos solo. ¿Nunca oíste hablar del libre albedrío?… -su sonrisa era triste-. Algunos pagamos por él un precio muy alto.
– Pues no siempre estabas al margen. Aquella noche, en los muelles del Sena… ¿Por qué me ayudaste contra Rochefort?
La vio tocar la bolsa de lona con un pie desnudo.
– Pretendía robar el manuscrito Dumas; pero también estaban dentro Las Nueve Puertas. Quise evitar interferencias estúpidas… -se encogió de hombros-. Además, no me gustó que te pegara.
– ¿Y en Sintra? Me avisaste de lo de Fargas.
– Claro. Estaba el libro de por medio.
– Y la clave de la cita de Meung…
– No sabía nada de eso; me limité a deducirlo de la novela.
Corso hizo una mueca desagradable.
– Os creía omniscientes.
– Pues te equivocas -ahora lo miraba irritada-. Tampoco sé por qué te diriges a mí en plural. Hace mucho que estoy sola.
Siglos, tuvo la certeza Corso. Siglos de soledad; no era posible engañarse sobre eso. La había abrazado desnuda, perdiéndose en la claridad de sus ojos. Estuvo dentro de aquel cuerpo, saboreó su piel, sintió en los labios la pulsación suave de su cuello; oyéndola gemir quedamente, niña asustada o ángel caído y solitario en busca de calor. Y la había visto dormir con los puños apretados, angustiada por pesadillas de arcángeles rubios y relucientes en sus armaduras, implacables, dogmáticos como el mismo Dios que les hacía marcar el paso de la oca.
Ahora, a través de ella y demasiado tarde, comprendía bien a Nikon, sus fantasmas y el ansia desesperada con que intentaba aferrarse a la vida. Su miedo, sus fotos en blanco y negro, el vano intento de conjurar los recuerdos transmitidos por los genes supervivientes a Auschwitz, al número tatuado en la piel de su padre, al Orden Negro que jamás fue nuevo, sino viejo como el espíritu y la maldición del hombre. Porque Dios y el diablo podían ser la misma cosa, y cada cual la interpretaba a su manera.
Sin embargo, igual que en tiempo de Nikon, Corso siguió siendo cruel. Era demasiado peso para sus espaldas, y carecía del noble corazón de Porthos.
– ¿Ésa ha sido tu misión? -preguntó a la chica-. ¿Proteger Las Nueve Puertas?… Pues no creo que te pongan una medalla.
– Eres injusto, Corso.
Casi las mismas palabras. Otra vez Nikon perdida a la deriva, pequeña y frágil. ¿A quién se aferraría ahora de noche, para escapar a las pesadillas?
Miró a la joven. Quizás el recuerdo de Nikon fuera su particular condena, pero no estaba dispuesto a asumirla con resignación. Se encontró de reojo en el retrovisor: un rictus desarraigado y amargo.
– ¿Injusto? Hemos perdido dos de los tres libros. Y esas muertes absurdas: Fargas y la baronesa -poco le importaban, pero se obligó a acentuar la mueca-. Tú podías haberlas evitado.
Negaba con la cabeza, muy seria, sin apartar sus ojos de los suyos.
– Hay cosas que no se pueden eludir, Corso. Hay castillos que deben arder y hombres que ahorcar; perros destinados a despedazarse entre sí, virtudes que decapitar, puertas que se han de abrir para que otros pasen por ellas… -arrugó el entrecejo, inclinando la cabeza-. Mi misión, como tú dices, era asegurarme de que recorrías el camino a salvo.
– Pues ha sido un largo camino, para terminar en el punto de partida. -Corso señaló la ciudad suspendida en la niebla-. Y ahora debo entrar ahí.
– No debes. Nadie te obliga. Puedes olvidar todo esto y marcharte.
– ¿Sin conocer la respuesta?
– Sin afrontar la prueba. La respuesta la tienes en ti mismo.
– Qué bonita frase. Ponla en mi lápida cuando esté quemándome en los infiernos.
Ella le dio un golpe en la rodilla, sin violencia; casi amistoso.
– No seas idiota, Corso. Más a menudo de lo que la gente cree, las cosas son lo que uno quiere que sean. Incluso el diablo puede adoptar diversas apariencias. O esencias.
– El remordimiento, por ejemplo.
– Sí. Pero también el conocimiento y la belleza -la vio mirar de nuevo, preocupada, la ciudad-. O el poder y la fortuna.
– De cualquier modo, el resultado final es el mismo: la condenación -repitió el ademán de firmar en el aire un contrato imaginario-. Se paga con la inocencia del alma.
Ella suspiró otra vez.
– Tú pagaste hace tiempo, Corso. Todavía lo haces. Resulta curioso ese hábito de aplazarlo todo para el final, a modo de último acto en una tragedia… Cada uno arrastra su propia condena desde el principio. En cuanto al diablo, sólo es el dolor de Dios; la cólera de un dictador cogido en su propia trampa. La historia contada del lado de los vencedores.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Hace más tiempo del que puedes concebir. Y fue muy duro. Peleé cien días y cien noches sin cuartel ni esperanza… -una sonrisa suave, apenas perceptible, apuntó en un extremo de su boca-. Ése es mi único orgullo, Corso: haber luchado hasta el final. Retrocedí sin volver la espalda, entre otros que también caían de lo alto, ronca de gritar mi coraje, el miedo y la fatiga… Por fin me vi, después de la batalla, caminando por un páramo desolado; tan sola como fría es la eternidad… Todavía, a veces, encuentro una señal del combate, o un antiguo compañero que cruza por mi lado sin atreverse a levantar los ojos.
– ¿Por qué yo, entonces? ¿Por qué no buscaste en el otro bando, entre los que vencen?… Yo sólo gano batallas a escala 1:5.000.
La chica se volvió a lo lejos, hacia la distancia. El sol despuntaba en ese instante, y el primer rayo de luz horizontal cortó la mañana con un trazo fino y rojizo que incidía directamente en su mirada. Cuando se volvió de nuevo a Corso, éste sintió vértigo al asomarse a toda aquella luz reflejada en los ojos verdes.
– Porque la lucidez no vence jamás. Y nunca mereció la pena seducir a un imbécil.
Entonces acercó sus labios y lo besó muy despacio, con dulzura infinita. Como si hubiera esperado una eternidad para hacer aquello.
La niebla empezó a disiparse lentamente. Se diría que por fin la ciudad suspendida en el aire decidiese afirmar sus cimientos en la tierra. El amanecer perfilaba ya en ocre y gris la mole del alcázar, el campanario de la catedral; el puente de piedra con los pilares en el agua oscura del río, tan parecido a una mano sospechosa que se tendiera entre las dos orillas.