Corso hizo girar la llave de contacto y el automóvil se puso en marcha. Después lo dejó deslizarse cuesta abajo por la carretera desierta. A medida que descendían, la luz del sol levante iba quedando atrás, arriba, retenida a sus espaldas. La ciudad se aproximaba poco a poco mientras penetraban, despacio, en el mundo de tonos fríos e inmensa soledad que persistía entre los últimos restos de bruma azulada.
Dudó un momento antes de cruzar el puente, deteniendo el automóvil bajo el arco de piedra que cubría la entrada; con las manos sobre el volante, un poco inclinada la cabeza y el mentón inquisitivo: perfil de cazador tenso y alerta. Se quitó las gafas y fue limpiándolas innecesariamente, sin prisa, los ojos fijos en el puente que ahora se convertía en vago camino de contornos imprecisos, inquietantes. No quiso mirar a la chica, aunque la sentía atenta al menor de sus gestos. Se puso las gafas, ajustándolas con el índice sobre la nariz, y el paisaje recobró contornos, pero no ganó en aspecto tranquilizador. Desde allí la otra orilla se antojaba lejana, sombría; la corriente oscura bajo los pilares recordaba las aguas negras del tiempo y del Leteo. La sensación de peligro era concreta, aguda cual una aguja de acero en los restos de aquella noche que se resistía a morir. Corso notó el latido del pulso en su muñeca cuando puso la mano derecha sobre el pomo del cambio de marchas. Aún estás a tiempo de dar la vuelta, se dijo. Así, nada de cuanto ocurrió habrá ocurrido nunca, y nada de lo que va a suceder sucederá jamás. En cuanto a las virtudes prácticas del Nunc scio, del Ahora sé acuñado por Dios o por el diablo, resultaban muy discutibles. Torció la boca, brindándose la mueca. De cualquier modo, todo eso era hacer frases. Sabía que un par de minutos después iba a encontrarse al otro lado del puente y del río. Verbum dimissum custodiat arcanum. Todavía levantó los ojos al cielo, acechando un arquero con o sin flechas en el carcaj, antes de poner la primera marcha y pisar suavemente el acelerador.
Fuera del coche hacía frío, así que levantó el cuello del gabán. Sentía los ojos de la chica fijos en su espalda al cruzar la calle sin mirar atrás, alejándose con Las Nueve Puertas bajo el brazo. Ella no se había ofrecido a acompañarlo, y por alguna oscura razón supo que era mejor de ese modo. En cuanto a la casa, ocupaba casi toda una manzana y su mole de piedra gris presidía una angosta plaza, entre edificios medievales cuyas ventanas y puertas cerradas les daban apariencia de inmóviles comparsas, ciegos y mudos. La fachada era de piedra gris, con cuatro gárgolas en el alero: un macho cabrío, un cocodrilo, una gorgona, una serpiente. Había también una estrella de David en el arco mudéjar de la entrada, sobre la cancela de hierro que daba acceso al patio interior y los dos leones venecianos de mármol junto al pozo cubierto por tapas de hierro. Todo aquello le era familiar al cazador de libros; pero nunca, hasta entonces, franqueó sus límites con la aprensión que en ese momento experimentaba. Una vieja cita le vino a la memoria: «Quizá los hombres que fueron acariciados por muchas mujeres crucen el valle de las sombras con menos remordimiento, o con menos miedo»… Era algo así, aunque tal vez a él no lo acariciaron bastante: sentía la boca seca y hubiera vendido el alma por media botella de Bols. En cuanto a Las Nueve Puertas, pesaba como si en vez de nueve grabados encerrase nueve láminas de plomo.
Cuando empujó la verja, el silencio se mantenía perfecto. Ni siquiera las suelas de sus zapatos levantaron el menor eco al caminar sobre la piedra que enlosaba el patio, gastada por pasos muertos y lluvia de siglos. La escalera arrancaba de allí, estrecha y empinada, bajo una bóveda de medio punto a cuyo término se veía la puerta, pesada y con gruesos clavos, oscura y cerrada: la última puerta. Por un instante Corso le hizo un guiño al vacío, a sí mismo, descubriendo el colmillo de lobo sarcástico, autor involuntario y víctima, a la vez, de su propia broma o de su propio error. Un error planificado cuidadosamente por mano desaprensiva, con todas aquellas piruetas de falsa solicitud de cooperación que lo instaban a hacer previsiones luego refutadas para, al final, verlas confirmarse por el mismo texto; si aquello hubiera sido una maldita novela, que no era el caso. ¿O sí lo era?… Lo cierto es que fue su imagen real la que vio por última vez en la placa de metal bruñido atornillada en la puerta: reflejo deformante que contenía un nombre y un apellido además de una silueta, la suya, inmóvil y recortada en la claridad que dejaba atrás, a su espalda, en el arco de escalera que descendía hasta el patio interior y la calle. En la última parada de tan extraño viaje hacia el envés de las sombras.
Llamó. Una, dos, tres veces: sin respuesta. El timbre de latón yacía inerte, sin eco interior al pulsarlo. Una de sus manos, en el bolsillo, tocaba el paquete arrugado con el último cigarrillo; pero de nuevo rechazó la tentación de llevárselo a la boca. Apretó el timbre una cuarta vez. Y una quinta. Después cerró el puño para golpear fuerte: dos golpes, uno tras otro. Entonces la puerta se abrió. No con un chirrido siniestro, sino limpiamente, sobre goznes engrasados. Y, sin golpes de efecto, del modo más natural del mundo, Varo Borja estaba en el umbral.
– Hola, Corso.
No pareció sorprendido al verlo. Tenía gotas de sudor en el cráneo y en la frente, e iba sin afeitar, en mangas de camisa, vueltos los puños sobre los codos, desabrochado el chaleco. Su gesto era de fatiga, con cercos oscuros bajo los párpados, de haber pasado la noche en vela; pero los ojos le brillaban de un modo especial, febriles e intensos. No preguntó a su visitante qué hacía allí a esa hora, y apenas mostró interés por el libro que traía bajo el brazo. Estuvo así un momento inmóvil, con el aspecto de quien acaba de ser interrumpido en un trabajo minucioso, o en un ensueño, y sólo desea volver a sus asuntos.
Aquél era el hombre, y Corso asintió para sus adentros, viendo materializarse su propia estupidez. Varo Borja, naturalmente: millonario, librero internacional, prestigioso bibliófilo y metódico asesino. Con curiosidad casi científica, el cazador de libros se aplicó al estudio del rostro que volvía a tener ante sí. Intentaba ahora aislar los rasgos, los indicios que hubieran debido alertarlo mucho antes. Huellas que pasaron inadvertidas, ángulos de locura, de horror o de sombra en aquella fisonomía vulgar que creyó conocer en otro tiempo. Pero no pudo hallar nada, excepto esa mirada febril, distante, exenta de curiosidad o de pasión, enajenada en imágenes que nada tenían que ver con la inoportuna presencia del hombre que llamaba a la puerta. Y sin embargo, Corso traía bajo el brazo su ejemplar del libro maldito. Y fue él, Varo Borja, quien a la sombra de ese mismo libro, pegándose a sus talones como una serpiente criminal, mató a Victor Fargas y a la baronesa Ungern. No sólo para reunir las veintisiete láminas y combinar las nueve correctas, sino también para destruir las pistas, haciendo imposible que nadie más resolviera el acertijo planteado por el impresor Torchia. En toda la trama, Corso había sido instrumento para confirmar una hipótesis que resultó acertada, la del libro repartido en tres. También, de paso, el personaje previsto para asumir las secuelas policiales de la cuestión. Ahora, con retorcido homenaje a su propio instinto, recordó la extraña sensación bajo las pinturas del techo en la Quinta da Soledade; el sacrificio de Abraham sin víctima alternativa: de chivo expiatorio oficiaba él. Y era Varo Borja, naturalmente, el librero que cada seis meses iba a casa de Victor Fargas para adquirir alguno de sus tesoros. Aquel día, mientras Corso visitaba al bibliófilo, el otro se mantenía ya al acecho en Sintra, ultimando los detalles del plan, en espera de la confirmación de su teoría sobre la necesidad de los tres ejemplares para resolver el enigma del impresor Torchia. A él se le destinaba el recibo inacabado. Por eso Corso no pudo localizarlo al telefonear a su casa de Toledo, sino que más tarde, aquella misma noche, antes de acudir a su última cita con Fargas, Varo Borja telefoneó a Corso al hotel, fingiendo una conferencia internacional. El cazador de libros no sólo había confirmado sus sospechas, sino también la clave misma del misterio, sentenciando así a Fargas y a la baronesa Ungern. Con amarga certeza, Corso vio encajar las piezas del enigma. Salvo los aspectos casuales del asunto -las falsas conexiones con la trama del Club Dumas-, Varo Borja era la clave que ordenaba todos los hechos inexplicables del otro hilo argumental; la faceta diabólica del problema. Era para echarse a reír a carcajadas si, en el fondo, todo aquel tinglado tuviese condenada gracia.