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– Pues podía haber leído otra cosa. Lo que el viento se llevó, por ejemplo. Identificándose con Escarlata O'Hara habría andado fastidiando a Clark Gable y no a mí.

– He de admitir que se excedió un poco. Es una lástima que lo tomara tan en serio.

Corso se frotó la nuca tras la oreja. Era fácil adivinar lo que pensaba: quien se lo había tomado realmente en serio era el otro. El fulano de la cicatriz.

– ¿Quién es Rochefort?

– Se llama Laszlo Nicolavic. Un actor especializado en papeles secundarios… Interpretó a Rochefort en la serie que Andreas Frey rodó para la televisión británica hace un par de años. En realidad ha encarnado a casi todos los espadachines villanos conocidos: Gonzaga en Lagardére, Levasseur en El capitán Blood, La Tour d'Azyr en Scaramouche, Rupert de Hentzau en El prisionero de Zenda… Es un apasionado del género, y aspirante a ingresar en el club Dumas. Liana se entusiasmó con él, e insistió en tenerlo de colaborador en este asunto.

– Pues ese Laszlo también interpretó a conciencia su personaje…

– Me temo que sí. Y sospecho que pretende acumular méritos para acelerar su ingreso… También sospecho que ejerce de amante ocasional -esbocé una sonrisa de hombre de mundo, esperando resultar convincente-. Liana es joven, hermosa y apasionada. Digamos que yo cultivo su lado erudito en apacibles efusiones románticas, y Laszlo Nicolavic se ocupa, presumiblemente, de los aspectos más prosaicos de su impetuosa naturaleza.

– ¿Y qué más?

– No hay mucho más. Nicolavic-Rochefort se encargó de buscar la ocasión para quitarle el manuscrito Dumas. Por eso lo siguió desde Madrid a Toledo y Sintra, mientras Liana se dirigía a París, llevándose a La Ponte a modo de recurso por si el otro fallaba y usted no era razonable. El resto ya lo conoce: no se dejó arrebatar el manuscrito, Milady y Rochefort se extralimitaron, y eso lo trajo hasta aquí -reflexioné sobre los hechos-. ¿Sabe una cosa?… Me pregunto si en lugar de Laszlo Nicolavic no debería proponerlo a usted como miembro del club.

Ni siquiera me preguntó si era una ironía o hablaba en serio. Se había quitado las maltrechas gafas y las limpiaba maquinalmente, a miles de kilómetros de allí.

– ¿Eso es todo? -le oí decir por fin.

– Claro -señalé hacia el salón-. Ahí tiene prueba de ello.

Se ajustó de nuevo las gafas y respiró hondo. No me gustaba en absoluto la expresión de su cara.

– ¿Y el Delomelanicon?… ¿Y la conexión de Richelieu con Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras? -se acercó más, golpeándome la pechera de la camisa con un dedo hasta que retrocedí un paso- ¿Me toma por estúpido? No irá a decir que ignora la relación entre Dumas y ese libro, el pacto con el diablo y todo lo demás: el asesinato de Victor Fargas, en Sintra, y el incendio del piso de la baronesa Ungern, en París. ¿Fue usted personalmente quien me denunció a la policía?… ¿Y qué me dice del libro escondido en tres? O de las nueve láminas grabadas por Lucifer, reimpresas por Aristide Torchia a su regreso de Praga con privilegio y licencia de los superiores, y todo ese maldito embrollo…

Soltó aquello como un torrente, adelantando agresivo el mentón, su mirada perforándome con dureza. Retrocedí un poco más y me lo quedé mirando con la boca abierta.

– Ha perdido el juicio -protesté, indignado-. ¿Puede explicar de qué me habla?

Había sacado una caja de fósforos, y encendía el cigarrillo protegiendo la llama en el hueco de las manos, sin dejar de observarme a través del resplandor que se le reflejaba en los lentes. Entonces me contó su versión del asunto.

Cuando terminó de hablar nos quedamos los dos en silencio. Estábamos apoyados en la balaustrada húmeda, uno junto al otro, mirando las luces del salón. El relato de Corso había durado lo que su cigarrillo, cuya brasa aplastaba en el suelo con la punta del zapato.

– Supongo -dije- que ahora yo debería confesar «sí, es cierto», y alargar las manos para que usted me pusiera las esposas… ¿Espera realmente eso?

Tardó algo en responder. Escucharse en voz alta no parecía haber reforzado la fe en sus conclusiones. -Sin embargo -murmuró- la conexión existe.

Miré su silueta estrecha y oscura en el suelo de la terraza. Los rectángulos de luz procedentes del salón la recortaban sobre las losas de mármol, alargándola más allá de los peldaños hasta la oscuridad del jardín.

– Me temo -concluí- que su imaginación le ha jugado una mala pasada.

Negó con un lento gesto de la cabeza.

– Yo no imaginé a Victor Fargas ahogado en el estanque, ni tampoco a la baronesa Ungern carbonizada con sus libros… Son cosas que sucedieron. Hechos reales. Las dos historias se mezclan una con otra.

– Acaba de decirlo: dos historias. Quizá sólo las une su propia intertextualidad.

– Déjese de tecnicismos. Ese capítulo de Alejandro Dumas lo desencadenó todo -me miró, resentido-. Su condenado club. Sus jueguecitos.

– No me eche la culpa. jugar es legítimo. Si en vez de una historia real esto fuese un relato de ficción, usted, como lector, sería el principal responsable.

– No sea absurdo.

– No lo soy. De lo que acaba de contarme deduzco que, jugando también con los hechos y con sus personales referencias literarias, elaboró una teoría y extrajo conclusiones erróneas… Pero los hechos son objetivos y no puede achacarles sus errores personales. La historia de El vino de Anjou y la de ese libro misterioso, Las Nueve Puertas, nada tienen que ver una con otra.

– Ustedes me hicieron creer…

– Nosotros, y me refiero a Liana Taillefer, a Laszlo Nicolavic y a mí mismo, no le hicimos creer nada. Fue usted quien llenó por su cuenta los espacios en blanco, del mismo modo que si esto fuera una novela construida a base de trampas y Lucas Corso un lector que se pasara de listo… Nadie le dijo en ningún momento que las cosas ocurriesen como usted creía. Por eso la responsabilidad es sólo suya, amigo mío… El verdadero culpable es su exceso de intertextualidad, de conexión entre demasiadas referencias literarias.

– ¿Y qué otra cosa podía hacer…? Para moverse es necesaria una estrategia, y no podía quedarme quieto esperando. En cualquier estrategia, uno termina elaborando un modelo de adversario que condiciona sus siguientes pasos… Wellington hace esto pensando que Napoleón piensa que hará esto. Y Napoleón…

– También Napoleón comete el error de confundir a Blucher con Grouchy, porque la estrategia militar implica tantos riesgos como la literaria… Escuche, Corso: ya no hay lectores inocentes. Ante un texto, cada uno aplica su propia perversidad. Un lector es lo que antes ha leído, más el cine y la televisión que ha visto. A la información que le proporcione el autor, siempre añadirá la suya propia. Y ahí está el peligro: el exceso de referencias puede haberle fabricado a usted un adversario equivocado, o irreal.

– La información era falsa.

– No se empeñe. La información que proporciona un libro suele ser objetiva. Quizá pueda estar planificada por un autor malvado para inducirle a errar, mas nunca es falsa. Es usted quien hace una lectura falsa.

Pareció reflexionar con atención. Se había movido un poco, acodándose de nuevo en la balaustrada, vuelto el rostro al jardín en sombras.

– Entonces hay otro autor -dijo entre dientes, en voz muy baja.

Se quedó así, inmóvil. Al cabo de un rato vi que sacaba la carpeta con El vino de Anjou de entre el gabán para dejarla a un lado, sobre la piedra cubierta de musgo.

– Esta historia tiene dos autores -insistió.

– Es posible -comenté mientras recuperaba el manuscrito Dumas-. Y tal vez uno sea más malvado que el otro… Pero lo mío es el folletín. La novela policíaca debe usted buscarla en otra parte.

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