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– Con todos estos arcángeles -añadió ella, o su sombra. Había desdén y rencor en la frase; incluso un eco de aire expulsado de los pulmones, suspiro despectivo y derrotado-. Guapos, perfectos. Disciplinados como nazis.

No parecía tan joven, en aquel momento. Cargaba consigo un cansancio viejo de siglos: oscura herencia, culpas ajenas que él, sorprendido y confuso, no era capaz de identificar. Después de todo, se dijo, tal vez no fuese real ninguna de las dos: ni la sombra en la colcha ni la silueta que se perfilaba en el contraluz de la lámpara.

– Hay un cuadro en el Prado, ¿recuerdas, Corso?… Hombres con navajas frente a jinetes que les dan sablazos. Siempre tuve una certeza: el ángel caído, al rebelarse, tenía la misma mirada, idénticos ojos extraviados que esos infelices de las navajas. El valor de la desesperación.

Se había movido un poco mientras hablaba; apenas unos centímetros, mas al hacerlo su sombra avanzó, acercándose a la de Corso como si tuviera voluntad propia.

– ¿Qué sabes tú de eso? -preguntó él.

– Más de lo que quisiera.

La sombra cubría todos los fragmentos del libro y casi tocaba la de Corso. Retrocedió éste por instinto, dejando una porción de luz interpuesta entre ambas, en la cama.

– Imagínatelo -dijo ella con el mismo tono absorto-. Solitario en su palacio vacío, el más hermoso de los ángeles caídos urde sus trampas… Se esmera, concienzudo, en una rutina que desprecia; pero que le permite al menos disimular su desconsuelo. Su fracaso… -la risa de la chica sonó queda, sin alegría, igual que si viniera de muy lejos-. Tiene nostalgia del cielo.

Las sombras ya estaban juntas, casi fundidas entre los fragmentos arrebatados a la chimenea de la Quinta da Soledade. La chica y Corso allí, sobre la colcha, entre las nueve puertas del reino de otras sombras, o tal vez se tratase de las mismas. Papel chamuscado, claves incompletas, misterio velado varias veces: por el impresor, el tiempo y el fuego. Enrique Taillefer giraba, los pies en el vacío, al extremo del cordón de seda de su batín; Victor Fargas flotaba boca abajo en las aguas sucias del estanque. Aristide Torchia ardía en Campo dei Fiori gritando el nombre del padre sin mirar al cielo sino a la tierra, bajo sus pies. Y el viejo Dumas escribía, sentado en la cumbre del mundo, mientras allí mismo, en París, muy cerca de donde Corso se hallaba en aquel instante, otra sombra, la de un cardenal cuya biblioteca contenía demasiados volúmenes sobre el diablo, anudaba los lazos del misterio en el revés de la intriga.

La chica, o su silueta recortada en contraluz, se movió hacia el cazador de libros. Sólo un poco, un paso; suficiente para que la sombra de éste desapareciera por completo bajo la suya.

– Peor fue el caso de quienes lo siguieron -Corso tardó en comprender a quiénes se refería ella-. Los que arrastró en su caída: soldados, mensajeros, servidores de oficio y vocación. Mercenarios a veces, como tú mismo… Muchos ni siquiera se plantearon que era optar entre la sumisión o la libertad, entre el bando del Creador y el bando de los hombres: por rutina, por la absurda lealtad de los soldados fieles, siguieron a su jefe en la rebelión y en la derrota.

– Como los Diez Mil de Jenofonte-se burló Corso.

Ella guardó silencio un instante. Parecía sorprendida por la exactitud de lo que acababa de oír.

– Quizá -murmuró al fin- dispersos por el mundo, solitarios, todavía esperan que su jefe los devuelva a casa.

El cazador de libros se inclinaba en busca de un cigarrillo, y al hacerlo recobró su sombra. Entonces encendió la luz de otra lámpara en la mesita de noche, y la silueta oscura de la joven se desvaneció al iluminarse sus facciones. Los ojos claros estaban fijos en él. De nuevo parecía muy joven.

– Conmovedor -dijo Corso-. Todos esos viejos soldados buscando el mar.

La vio parpadear lo mismo que si ahora, con el rostro iluminado, no comprendiera bien de qué le estaba hablando. Tampoco había ya sombra en la cama: los fragmentos del libro eran simples trozos de papel chamuscado; bastaría abrir la ventana para que la corriente del aire los arrastrase en desorden.

Ella sonreía. Irene Adler, 221 b de Baker Street. El café de Madrid, el tren, aquella mañana en Sintra… La batalla perdida, la anábasis de las legiones vencidas: eran muy pocos años para recordar tantas cosas. Sonreía a la manera de una chiquilla a un tiempo maliciosa e inocente, con leves rastros de fatiga bajo los párpados. Soñolienta y cálida.

Tragó saliva Corso. Una parte de sí mismo se acercaba a ella para arrebatar la camiseta blanca sobre la piel morena, deslizar hasta abajo la cremallera de sus tejanos y tumbarla en la cama, entre los despojos del libro que convocaba las sombras. Para sumirse en aquella carne tibia y ajustar cuentas con Dios y Lucifer, con el tiempo inexorable, con sus propios fantasmas, con la muerte y con la vida. Pero se limitó a encender el cigarrillo y expulsar el humo en silencio. Ella se lo quedó mirando largo rato a la espera de algo: un gesto, una palabra. Luego dijo buenas noches y fue hacia la puerta. Entonces, justo en el umbral, la vio girarse hacia él y alzar despacio una mano, vuelta la palma hacia adentro y dos dedos, índice y corazón, unidos en dirección a lo alto. Y su sonrisa se perfiló tierna y cómplice a un tiempo, ingenua y sabia. Como un ángel perdido que señalara con nostalgia el cielo.

A la baronesa Frida Ungern se le marcaban en las mejillas dos simpáticos hoyuelos al sonreír. En realidad parecía haber sonreído sin cesar durante los últimos setenta años, y que el gesto hubiese dejado en sus ojos y boca una expresión de permanente benevolencia. Corso, que fue lector precoz, sabía desde niño que los tipos de bruja eran diversos: madrastras, hadas malas, reinas bellas y perversas, incluso viejas malignas con verrugas en la nariz. Pero, a pesar de las numerosas referencias obtenidas respecto a la anciana baronesa, lo cierto es que no lograba encuadrarla en ninguno de los tipos al uso. Hubiera podido ser una de esas septuagenarias que viven al margen de la vida real como acolchadas por un sueño, sin que los aspectos desagradables de la existencia se interpongan en su camino, si la profundidad de sus ojos inteligentes, rápidos y suspicaces no contradijese aquella primera impresión. Y si la manga derecha de su rebeca de punto no colgara a un lado, vacía, amputado el brazo por encima del codo. Por lo demás resultaba regordeta, menuda, con aspecto de profesora de francés en un pensionado de señoritas. Del tiempo en que había señoritas. Ése fue, al menos, el pensamiento de Corso mientras observaba su cabello gris recogido en la nuca con horquillas, los zapatos casi masculinos con calcetines cortos, blancos.

– ¿Corso, verdad?… Me alegro de conocerlo, señor.

Daba la única mano, menuda como el resto, con inusitada energía ahondándose los hoyuelos en su cara. Tenía un leve acento más alemán que francés. Cierto Von Ungern, recordaba Corso haber leído en alguna parte, se hizo famoso en Manchuria, o Mongolia, a principios de los años veinte: una especie de señor de la guerra, último en pelear contra el Ejército Rojo al frente de un ejército desharrapado de rusos blancos, cosacos, chinos, desertores y bandidos. Con trenes blindados, saqueos, matanzas y cosas por el estilo, incluyendo epílogo al amanecer, ante un pelotón de fusilamiento. Quizá tenía algo que ver con ella.

– Era un tío abuelo de mi marido. Su familia fue rusa, emigrada a Francia con algún dinero antes de la revolución -no había nostalgia ni orgullo en el recuerdo. Eran otros tiempos, otra gente, otra sangre, decía el gesto de la anciana. Extranjeros desaparecidos antes que ella existiera-. Yo nací en Alemania; mi familia lo perdió todo con los nazis. Me casé aquí, en Francia, después de la guerra -retiró con cuidado la hoja seca de una maceta junto a la ventana y sonrió un poco-. Nunca soporté el olor a naftalina de mi familia política. La nostalgia de San Petersburgo, el cumpleaños del zar. Era lo mismo que velar cadáveres.

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