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Corso miró la mesa de trabajo llena de libros; las estanterías repletas. Calculó un millar sólo en esa habitación, donde parecían estar los ejemplares más raros o valiosos; desde ediciones modernas a otras antiguas, encuadernadas en piel.

– ¿Y esto?

– Se trata de algo distinto: materia de estudio, no de culto. Trabajo con ellos.

Malos tiempos, meditaba Corso, cuando las brujas, o lo que sean, hablan de su familia política y sustituyen el puchero de los conjuros por bibliotecas, ficheros y un lugar en la sección de best-sellers de los grandes periódicos. A través de la puerta abierta podía ver más libros en las otras habitaciones y el pasillo. Libros y plantas. Había macetas por todas partes: junto a las ventanas, en el suelo, sobre los estantes de madera. El piso era muy grande y muy caro, con vistas a los muelles del Sena y demasiado lejos, en el tiempo, de las hogueras de la Inquisición. Varias mesas de lectura estaban ocupadas por jóvenes con aspecto de estudiantes, y todas las paredes se veían cubiertas de libros. Entre hojas verdes brillaban los dorados de viejas encuadernaciones; la fundación Ungern contenía la más importante biblioteca europea especializada en ciencias ocultas. Corso echó un vistazo a los volúmenes que tenía cerca: Daemonolatriae Libri, de Nicolás Remy. Compendium Maleficarum, Francesco María Guazzo. De Daemonialitate et Incubus et Sucubus, Ludovico Sinistrari… Además de uno de los mejores catálogos sobre demonología, y de la fundación que llevaba el nombre del difunto barón, su marido, la baronesa Ungern poseía un sólido prestigio como autora de libros sobre magia y brujería. Su última obra, Isis: la Virgen desnuda, llevaba tres años en las listas de más vendidos; el mismo Vaticano había disparado las ventas al condenar públicamente el texto, que establecía inquietantes paralelismos entre la deidad pagana y la madre de Cristo: ocho ediciones en Francia, doce en España, diecisiete en la católica Italia.

– ¿En qué trabaja ahora?

– El diablo: historia y leyenda. Una especie de biografía canalla que estará lista a principios de año.

Corso se había detenido ante una hilera de libros, atraída su atención por el Disquisitionum Magicarum de Martín del Río, los tres tomos de la edición príncipe de Lovama,1599-1600: un clásico sobre magia demoníaca.

– ¿Dónde lo consiguió?

Frida Ungern tardó un momento en responder, calculando la oportunidad de la información:

– En la subasta del 89, en Madrid. Me costó mucho trabajo arrebatárselo a su compatriota Varo Borja -suspiró igual que si aún estuviese agotada del esfuerzo-. Y mucho dinero. Nunca lo hubiera conseguido sin la colaboración de Paco Montegrifo, ¿lo conoce?… Un hombre encantador.

Sonrió Corso de través. No sólo conocía a Montegrifo, director de la sucursal de Claymore en España, sino que a menudo se asociaba con él en operaciones heterodoxas y muy rentables, como la venta a cierto coleccionista suizo de una Cosmographia de Ptolomeo, manuscrito gótico de 1456, reciente y misteriosamente desaparecido de la Universidad de Salamanca. Montegrifo se había encontrado con él entre manos, recurriendo a Corso como intermediario, y todo se desarrolló con discreción y limpieza tras breve paso por el taller de los hermanos Ceniza para eliminar un sello en exceso comprometedor. El propio Corso hizo de correo con el libro hasta Lausana. Todo incluido por una comisión del treinta por ciento.

– Sí. Conozco al personaje -pasó los dedos por los nervios que ornaban el lomo de los volúmenes del Disquisitionum magicarum, preguntándose cuánto le habría cobrado Montegrifo a la baronesa por amañar la subasta en su favor-. En cuanto a este Martín del Río, sólo he visto uno antes, en la biblioteca de los jesuitas de Bilbao… Encuadernado en una sola pieza, en piel. Pero es la misma edición.

Mientras hablaba movió la mano hacia la izquierda, a lo largo de la fila de libros, rozando otros: había ejemplares interesantes, con buenas encuadernaciones en vitela, chagrin, pergamino. Muchos eran mediocres, o en mal estado de conservación, y se veían muy usados. Casi todos mostraban marcas, señales entre las páginas con tiras de cartulina blanca llenas de una escritura pequeña y picuda, apretada, a lápiz. Material de trabajo. Se detuvo al llegar a un volumen que le resultaba familiar: negro, sin título, cinco nervios en el lomo. El número Tres.

– ¿Desde cuándo lo tiene?

Corso era un tipo templado, por supuesto. Y más a tales alturas de la historia. Pero había pasado la noche trabajando con las cenizas del número Dos, y no pudo evitar que la baronesa detectara un tono especial en su voz. Vio que lo miraba recelosa a pesar de los benévolos hoyuelos de viejecita joven.

– ¿Las Nueve Puertas?… No sé. Mucho tiempo… -movía la mano izquierda con seguridad y rapidez. Sin ningún esfuerzo extrajo el libro del estante, y sosteniendo el lomo contra la palma lo abrió con los dedos por la primera página ornada por varios ex-libris, algunos muy antiguos. El último era un arabesco con el apellido Von Ungern. La fecha estaba escrita encima, a tinta, y al verla movió la cabeza con gesto afirmativo, evocador-. Un regalo de mi marido. Me casé muy joven, y él doblaba mi edad… El libro lo compró en 1949.

Eso era lo malo de las brujas modernas, añadió mentalmente Corso: tampoco tenían secretos. Todo estaba a la vista, en cualquier Quién es quién o revista de sociedad. Por muy baronesas que fueran, se habían vuelto previsibles. Vulgares. Torquemada habría enloquecido de tedio con todo aquello.

– ¿Su marido compartió la afición por estos temas?

– En absoluto. jamás leyó un libro. Se limitaba a satisfacer mis deseos igual que el genio de la lámpara maravillosa -el brazo amputado pareció estremecerse un momento en la manga vacía de la rebeca-. Lo mismo le daba un libro caro que un collar de perlas perfectas… -se detuvo un instante para sonreír con suave melancolía-. Pero fue un hombre divertido, capaz de seducir a las esposas de sus mejores amigos. Y preparaba excelentes cócteles de champaña.

Se quedó callada un momento, mirando a su alrededor lo mismo que si el marido hubiese dejado una copa usada en alguna parte.

– Todo esto -añadió, abarcando la biblioteca con un gesto- lo reuní yo. Cada título, uno por uno. Hasta elegí Las Nueve Puertas, al descubrirlo en el catálogo de un viejo petainista arruinado. Mi marido se limitó a firmar el cheque.

– ¿Por qué el diablo?

– Un día lo vi. Tenía quince años y lo vi como lo veo a usted. Llevaba cuello duro, sombrero y bastón. Era muy guapo; se parecía a John Barrymore haciendo de barón Gaigern en Gran Hotel. Así que me enamoré igual que una idiota… -se quedó otra vez pensativa, su única mano en el bolsillo de la rebeca; la boca evocaba algo lejano y familiar-. Supongo que por eso nunca lamenté del todo las infidelidades de mi marido.

Corso miró a uno y otro lado como si no estuvieran solos en la habitación, antes de inclinarse, confidencial.

– Hace sólo tres siglos la hubieran quemado por contar eso.

Ella emitió un sonido gutural y complacido, sofocando una risa, y casi se puso de puntillas para susurrarle en el mismo tono:

– Hace tres siglos no se lo hubiera contado a nadie -confió-. Pero conozco a muchos que me llevarían gustosos a la hoguera… -los hoyuelos acompañaron otra sonrisa. Aquella mujer sonreía siempre, decidió Corso; mas sus ojos risueños y lúcidos permanecían alerta, estudiando a su interlocutor-. Ahora, en pleno siglo veinte.

Le pasó Las Nueve Puertas y se quedó mirándolo mientras él hojeaba el libro despacio, aunque contenía a duras penas la impaciencia por comprobar posibles alteraciones en las nueve láminas que, con íntimo suspiro de alivio, descubrió intactas. Por tanto, la Bibliografía de Mateu contenía un error: ningún ejemplar estaba falto del último grabado. El número Tres se veía más deteriorado que el de Varo Borja, y también que el de Victor Fargas antes de pasar por la chimenea. La parte inferior estuvo expuesta a la humedad y casi todas las páginas tenían manchas. También la encuadernación necesitaba una limpieza a fondo, pero el ejemplar parecía completo.

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