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A veces me das miedo, Lucas Corso.

Cinco minutos antes de las once de la noche había resuelto el misterio de la chimenea de Victor Fargas, aunque eso estuviera lejos de aclarar las cosas. Miró el reloj desperezándose con un bostezo. Luego, tras un nuevo vistazo a los fragmentos extendidos sobre la colcha, encontró su mirada en el espejo, junto a la vieja postal de los húsares ante la catedral de Reims encajada en el marco de madera. Observó su propio aspecto: despeinado, azuleándole ya la barba en la cara, torcidas las gafas sobre la nariz, y se echó a reír bajito. Una de esas lobunas risas suyas algo atravesadas y con mala leche, que reservaba para las ocasiones especiales. Porque aquélla lo era. Todos los fragmentos de Las Nueve Puertas que logró identificar correspondían a páginas con texto. De las nueve láminas y el frontispicio de la página de título no quedaba rastro. Eso reducía a dos las posibilidades: ardieron en la chimenea o, lo más probable -aquellas tapas desencuadernadas- alguien se los llevó antes de echar el resto al fuego. Ese alguien, fuera quien fuese, sin duda se creía muy astuto. O muy astuta. Aunque, tras la inesperada visión de La Ponte y Liana Taillefer en el semáforo, tal vez conviniera ir acostumbrándose a la tercera persona del plural: astutos. La cuestión residía en saber si las pistas que Corso olfateaba eran fallos del adversario, o trampas. En todo caso, muy elaboradas.

Y hablando de trampas. La chica estaba en el umbral cuando Corso abrió la puerta después de oír el timbre, con sólo un momento para cubrir, con prudencia, el número Uno y el manuscrito Dumas bajo la colcha. Venía descalza, vestida con sus tejanos y una camiseta blanca.

– Hola, Corso. Espero que no tengas intención de salir esta noche.

Se quedaba en el pasillo, sin entrar, con los pulgares en los bolsillos del pantalón ceñido a la cintura y a las largas piernas. Fruncía el entrecejo, esperando malas noticias.

– Puedes relajar la guardia -la tranquilizó. Ahora sonreía, aliviada.

– Me caigo de sueño.

Corso le dio la espalda y fue hasta la mesa de noche y la botella, que ya estaba vacía; después se puso a hurgar en el mueble bar hasta alzarse, triunfante, con un botellín de ginebra en la mano. Lo vació en un vaso y se mojó los labios. La joven seguía en la puerta.

– Se llevaron los grabados. Los nueve -Corso señalaba los fragmentos del número Dos con la misma mano que sostenía el vaso-. Quemaron el resto para que no se notara; por eso no ardió todo. Pusieron buen cuidado en dejar trozos intactos… Así el libro se identificaría como oficialmente destruido.

Ella inclinó la cabeza a un lado, mirándolo con fijeza.

– Eres listo.

– Claro que lo soy. Por eso me metieron en esto.

La chica anduvo unos pasos por la habitación. Corso miró sus pies desnudos sobre la moqueta, junto a la cama. Observaba con atención los trozos de papel chamuscado.

– No fue Fargas quien quemó su libro -añadió él-. Era incapaz de una cosa así… ¿Qué le hicieron? ¿Un suicidio como a Enrique Taillefer?

No respondió en seguida. Había cogido un trozo de papel y estudiaba las palabras impresas.

– Contesta tus propias preguntas -dijo sin mirarlo-. Para eso te metieron en esto.

– ¿Y tú?

Leía en silencio, moviendo los labios igual que si el texto le fuera familiar. Cuando lo dejó otra vez sobre la colcha, un extremo de su boca insinuaba una sonrisa evocadora, nostálgica, inadecuada en la juventud de su rostro.

– Ya lo sabes: estoy aquí para cuidar de ti. Me necesitas.

– Lo que necesito es más ginebra.

Blasfemó entre dientes mientras bebía el último trago para disimular su impaciencia, o su turbación. Maldito fuera todo. Verde esmeralda, blanco de nieve o luz, los ojos y la sonrisa sobre la piel del rostro, el cuello erguido y desnudo insinuando un latido tibio. Hay que joderse, Corso. A estas alturas, con lo que tienes encima, y pendiente de los brazos morenos, las muñecas finas, las manos de dedos largos. Pendiente de cosas como aquéllas. Reparó en que la camiseta de la chica moldeaba unas tetas magníficas, que no había tenido ocasión de observar bien hasta entonces. Las adivinó morenas y pesadas, piel oscura bajo el blanco algodón, carne de claridad y sombra. Otra vez lo sorprendió su estatura. Era tan alta como él. Casi más.

– ¿Quién eres?

– El diablo -dijo ella-. El diablo enamorado.

Y se echó a reír. El libro de Cazotte estaba sobre la cómoda, junto al Memorial de santa Helena y otros papeles. La joven lo contempló sin tocarlo. Después puso un dedo encima, mirando a Corso.

– ¿Crees en el diablo?

– Me pagan por creer. Al menos mientras dure este trabajo.

La vio asentir despacio con la cabeza, del mismo modo que si ya conociese la respuesta. Observaba a Corso con curiosidad, entreabiertos los labios; al acecho de una señal o un gesto que sólo ella podía interpretar.

– ¿Sabes por qué me gusta este libro, Corso?

– No. Dímelo.

– Porque el protagonista es sincero. Su amor no es una simple estratagema para condenar un alma. Biondetta es tierna y fiel; admira en Álvaro las mismas cosas que el diablo ama en el hombre: su valor, su independencia… -las pestañas velaron un momento los iris claros-. Su afán de conocimiento y su lucidez.

– Te veo muy informada. ¿Qué sabes tú de eso?

– Mucho más de lo que imaginas.

– Yo no imagino nada. Mis referencias sobre lo que el diablo ama o desprecia son exclusivamente literarias: El Paraíso Perdido, La Divina Comedia, pasando por Fausto y Los hermanos Karamazov… -hizo un gesto ambiguo, evasivo-. El mío es un Lucifer de segunda mano.

Ahora lo contemplaba con aire burlón.

– ¿Y cuál de ellos prefieres? ¿El de Dante?

– Ni hablar. Demasiado horrible. Medieval en exceso para mi gusto.

– ¿Mefistófeles?

– Tampoco. Es un tipo relamido, con astucias de picapleitos. Una especie de abogado marrullero… Además, nunca me fío de los que sonríen demasiado.

– ¿Y el que aparece en Los Karamazov?

Corso puso gesto de estar oliendo col rancia.

– Mezquino. Vulgar como un funcionario de uñas sucias… -se detuvo a meditar un poco-. Supongo que prefiero al ángel caído de Milton -la miró, interesado-. Es lo que pretendías que dijera.

Sonreía, enigmática. Sus pulgares continuaban colgados en los bolsillos de los tejanos ceñidos a las caderas; nunca había visto nadie que los llevara como ella. Hacían falta aquellas piernas largas, por supuesto: las de una jovencita haciendo autoestop a un lado de la carretera, con la mochila en la cuneta y toda la luz del mundo en los malditos ojos verdes.

– ¿Cómo te imaginas a Lucifer? -preguntó la chica.

– Ni idea… -el cazador de libros reflexionó antes de concluir en una mueca de indiferencia-. Taciturno y silencioso, supongo. Aburrido -la mueca se le tornaba ácida-. En el trono de un salón desierto; el centro de un reino desolado y frío, monótono, donde nunca pasa nada.

Se lo quedó mirando, en silencio.

– Me sorprendes, Corso -dijo al fin. Parecía admirada.

– No veo por qué. Cualquiera puede leer a Milton. Incluso yo.

La vio moverse despacio alrededor de la cama, en semicírculo, manteniendo siempre la misma distancia, hasta interponerse entre él y la lámpara que iluminaba la habitación. Casual o premeditado, el movimiento la situó de forma que su sombra se proyectara sobre los fragmentos de Las Nueve Puertas esparcidos sobre la colcha.

– Acabas de mencionar el precio -tenía ahora el rostro en penumbra, silueteado en la pantalla de luz-. Orgullo, libertad… Conocimiento. Siempre hay que pagar por todo, al principio o al final. Incluso por el valor, ¿no crees?… ¿No te parece necesario mucho valor para enfrentarse a Dios?

Sus palabras sonaban quedas, un susurro en el silencio que invadía la habitación filtrándose bajo la puerta y por las rendijas de la ventana; incluso el rumor del tráfico pareció apagarse afuera, en la calle. Corso miraba alternativamente ambas siluetas: una de sombra, estilizada sobre la colcha y los fragmentos del libro. En pie la otra, penumbra corpórea ante la fuente de luz. Y en aquel momento se preguntó cuál de las dos era más real.

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