Durante ocho días Evgenia Ginzburg espera. Permanece en casa, encerrada en su habitación, sin contestar el teléfono, percibiendo con vaguedad lo que sucede a su alrededor, la cercanía de sus hijos, que se mueven con sigilo como en una casa donde hubiera un enfermo, la presencia de su marido, que entra y sale como una sombra, que cuando vuelve a casa toca muy suavemente la puerta y dice en voz baja: abrid, que soy yo. Porque ya dudan de que la inocencia de alguien pueda bastar para salvarlo queman papeles y libros, cartas antiguas, cualquier hoja manuscrita o impresa que pueda llamar la atención en un registro. De noche permanecen despiertos, callados y rígidos en la oscuridad, y se estremecen cada vez que escuchan un motor acercarse por la ciudad silenciosa o que la luz de unos faros entra por la ventana y cruza diagonalmente las paredes de la habitación. El sobresalto dura desde que empieza a oírse lejos un motor hasta que se amortigua y se pierde al final de la calle. En Kazán, igual que en Moscú, los únicos coches que circulan a esas horas son las furgonetas negras de la NKVD. Rusia es muy grande, Evgenia, toma un tren y vete a esconderte a nuestra aldea, nuestra casita de campo está vacía y con las ventanas tapiadas y tiene un huerto con manzanos.
Los estuvieron esperando noche tras noche, imaginando el motor que se apagaba delante de la casa y los golpes en la puerta, pero ocurrió de día, en la mañana del 15 de febrero, y no llamaron a la puerta, sino al teléfono. Cómo vas a creer que la vida diaria que amas y conoces y que está hecha de repeticiones y sobreentendidos pueda acabarse de pronto y para siempre, que esta mañana con frío y luz de nieve que se parece a tantas vaya a ser la última. Evgenia estaba planchando y bebía un gran tazón de desayuno sobre la mesa de la cocina. La niña había salido a patinar.
Sonó el timbre del teléfono y al principio ella y su marido se lo quedaron mirando sin moverse, sin mirarse entre sí. Pero podía ser una llamada de cualquiera, quizás de la escuela, la niña podía haberse lastimado mientras patinaba y llamaba la maestra para que fueran a recogerla, que no era nada grave; al cabo de varios timbrazos el marido se acercó al teléfono, levantó con brusquedad el auricular, y asintió con la cabeza mientras le decían algo.
Evgenia, dijo, queriendo en vano que sonara normal, preguntan por ti. Tal vez él mojaba un trozo de pan en el tazón de leche, ni siquiera había levantado la cabeza. Camarada X, una voz joven y educada en el teléfono, ¿tendrás un momento a lo largo del día para pasarte por nuestra oficina? Evgenia Ginzburg abrigó bien al niño y lo mandó a patinar con su hermana. Le caló bien el gorro, le envolvió media cara en la bufanda, salió con él a la puerta y le dijo adiós con la mano mientras se alejaba por la calle nevada y ya no lo vio nunca más. Pero nadie había venido a buscarla, no le apuntaban con una pistola, no la habían esposado ni encerrado en una furgoneta negra, podía salir como cualquier mañana y caminar hacia la estación, podía confundirse con la multitud que asaltaba los andenes en cuanto se acercaba un tren y subir a él, tal vez nadie repararía en su cara. No tengo nada que hacer, le había dicho al hombre educado del teléfono, iré ahora mismo. Hubiera querido ir sola, pero su marido se empeñó en acompañarla. Salieron y cuando escuchó a su espalda el ruido familiar y cuando escuchó a su espalda la puerta al cerrarse, pensó con serenidad y lejanía que nunca volverla a oírlo, que no iba a cruzar nunca más esa puerta. Caminaban en silencio sobre la nieve intacta, que irradiaba blancura en la mañana gris de febrero. No se abrazaron al separarse junto a la entrada del edificio en el que la estaban esperando: despedirse habría sido reconocer el abismo de la separación que ya se abría entre ellos. Dijo su marido: ya verás como a la hora de comer estás de vuelta en casa. Ella asintió y empujó la puerta. Cuando ya iba a entrar se volvió hacia él, y lo vio inmóvil sobre la nieve, en medio de la calle, con la boca abierta y los ojos de pánico. Durante años, en celdas de castigo, en vagones hediondos de trenes que nunca llegaban a su destino, en barracones helados, en desiertos de nieve, en las alucinaciones de la fiebre y el hambre, en la extenuación un animal del trabajo, en el crepúsculo eterno del Círculo Polar, Evgenia Ginzburg siguió viendo esa cara, el gesto que no habría sorprendido en ella si no se hubiera vuelto por última vez antes de empujar una puerta al otro lado de la cual había un rumor atareado de pasos y voces, de máquinas de escribir, de manojos de llaves.
Tres semanas más tarde, el 8 de marzo de 1937, Rafael Alberti y María Teresa León, que estaban de viaje en Moscú, fueron recibidos por Stalin en un gran despacho del Kremlin. María Teresa León lo recordaba encorvado, sonriente, con los dientes cortitos, como serrados por la pipa. Hablaron de la guerra de España, de la ayuda soviética, de la República. En una pared había un gran mapa de España con alfileres y banderitas que indicaban las posiciones de los ejércitos. En otra, un plano de Madrid. Stalin le preguntó a María Teresa León si le molestaría que encendiera su pipa. Estuvo conversando con ellos más de dos horas, les procuró armas, aviones, instructores militares. Nos sonreía como se sonríe a los niños a los que hay que animar. Muchos años después, lejos de España, extraños en la duración y la anchura del destierro, María Teresa León se acordaba de Stalin con una especie de lejana ternura. Nos pareció delgado y triste, abrumado por algo, por su destino tal vez.
Vendrán por ti, pero no sabes cuándo, hasta es posible que te olviden, o que prefieran prolongar tu espera, alimentar el suplicio de tu incertidumbre. Abrumado por algo. Cuando eran las deportaciones de judíos en Dresde el profesor Klemperer se sintió provisionalmente a salvo porque estaba casado con una mujer aria. Por el momento todavía estoy seguro. Tan seguro como pudo estarlo alguien en el patíbulo con una cuerda al cuello. Cualquier día una nueva ley puede derribar de una patada los peldaños sobre los que me mantengo pie y entonces estaré colgado. A Greta Buber-Neumann fueron a buscarla el 19 de junio de 1938, pero cuando le enseñaron la orden de detención observó que estaba fechada nueve meses antes, en octubre de 1937. Se habría traspapelado en la confusa burocracia de los interrogadores y los asesinos, intelectuales de gafas redondas con ideas exquisitas sobre la literatura y sobre la necesidad de reivindicar la Revolución a través de la sangre; o tal vez alguien la mantuvo guardada en un caja deliberadamente, la examinó día tras día sobre una mesa de despacho, como se considera un manuscrito valioso, en una oficina con ruido de máquinas de escribir y de puertas pesadas y cerrojos, alguien decidió prolongar día y noche durante más de un año el suplicio de la mujer alemana que iba de cárcel en cárcel de Moscú buscando en vano noticias de su marido, y que en su pequeña habitación helada tenía siempre dispuesta una maleta con unas pocas cosas necesarias para cuando llegara la detención y el viaje a Siberia. Nunca llegó a saber cómo o cuándo murió Heinz Neumann. Con un paquete de comida bajo el brazo y una carta iba por Moscú en medio del tumulto de los preparativos para el Primero de Mayo, apartándose de la multitud como una apestada o una leprosa, una mujer extranjera que no hablaba bien ruso y que no podía confiar en nadie, porque sus antiguos camaradas o estaban detenidos o muertos o le volvían la espalda, que caminaba entre la multitud no queriendo ver las banderas rojas ni las pancartas colgadas sobre las calles ni escuchar la música que retumbaba en los altavoces, la marcha heroica de Aída, recordaba años más tarde, valses de Strauss.
El 30 de abril de 1937, Greta Buber-Neumann camina hacia la prisión Lubianka queriendo averiguar el paradero de su marido, que fue detenido hace ya tres días, y por todas partes ve retratado a Stalin, en los escaparates de las tiendas, en las fachadas de las casas, en las puertas de los cines, retratos rodeados de guirnaldas de flores o de banderas rojas con hoces y martillos. Al pasar junto a un grupo de personas que se han detenido, ve como unos obreros alzan con poleas y cuerdas un retrato inmenso de Stalin que cubre la fachada entera de un edificio. Greta aparta la cara y sujeta más contra su regazo el paquete con ropa y comida que no sabe si podrá entregar. Si por lo menos pudiera no ver más esa cara. En la plaza de la Gran Ópera se acaba de levantar una estatua de Stalin de más de diez metros tallada en madera, rodeada de un pedestal de banderas rojas, Stalin caminando enérgicamente con gorra y capote de soldado. Qué harías tú si fueras esa mujer perdida en una vasta ciudad extranjera y hostil, si te hubieran quitado tu pasaporte y el documento provisional de identidad que te acreditaba como funcionaria del Komintern, si te hubieran echado del trabajo y estuvieran a punto de echarte de la habitación que compartiste con tu marido, y en la que no has ordenado nada todavía, después del registro, no has hecho la cama donde no dormiste ni un solo minuto durante tu última noche con él ni recogido del suelo los libros tirados y pisoteados, la borra del colchón que destriparon con expertas navajas en busca de documentos escondidos, de armas, de pruebas. Esperas en la habitación, sentada en la cama deshecha, escuchando pasos en el corredor del hotel, viendo cómo la luz gris de la tarde declina enseguida hacia la oscuridad, sabes que también van a venir por ti y hasta deseas que lleguen cuanto antes, y ya tienes preparada la maleta o la bolsa que llevarás contigo, pero pasan días, semanas, meses, y nada sucede, sólo que te has vuelto invisible, que nadie te mira a los ojos al cruzarse contigo, que haces cola en comisarías y prisiones junto a los parientes de otros detenidos y cuando te llega el turno algunas veces ya es tarde y cierran groseramente la ventanilla delante de tu cara, o no te contestan si tu marido está encerrado allí o no, o fingen que no entienden las palabras que dices en ruso, y que has preparado tan cuidadosamente, repitiéndolas mientras ibas por la calle como esas mujeres locas que hablan solas. Desde que los alemanes entraron en Praga Milena Jesenska sabía que más tarde o más temprano irían a buscarla, pero no hizo nada, no se escondió, no dejó de escribir en los periódicos, tan sólo tomó ciertas precauciones, envió a su hija de diez años a pasar una temporada con unos amigos y le pidió a alguien de toda confianza, el escritor Willy Haas, que le guardara las cartas de Franz Kafka.