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En el verano de 1932, Heinz Neumann y su mujer habían sido huéspedes personales de Stalin en un balneario del Mar Negro. La noche del 27 al 28 de abril de 1937, cuando los golpes sonaron en la puerta, Greta Neumann tenía los ojos abiertos en la oscuridad, pero su marido no se despertó, ni siquiera cuando ella encendió la luz y los hombres entraron. Los tres hombres rodearon la cama y uno de ellos gritó su nombre, tal vez el más joven, el de las gafas sin montura, y Heinz Neumann se revolvió entre las mantas y se volvió de cara a la pared, como negándose a despertar con todas las fuerzas de su alma. Cuando por fin abrió los ojos, un horror casi infantil inundó sus rasgos, y luego su rostro se volvió flaco y gris. Mientras los hombres de uniforme registran la habitación y examinan cada uno de los libros, Heinz y Greta Neumann están sentados el uno frente al otro, y las rodillas les tiemblan a los dos. De uno de los libros cae al suelo un papel y el guardia que lo recoge del suelo comprueba que es una carta enviada a Heinz Neumann por Stalin en 1926. Tanto peor, murmura el guardia, doblándola de nuevo. Las rodillas del hombre y de la mujer se rozan entre sí con su temblor idéntico, como de una tiritera que no llega a apaciguarse. Fuera de la habitación, en los pasillos del hotel, al otro lado de la ventana, empiezan a oírse los rumores de la gente que despierta, de la ciudad reviviendo antes de la primera luz del día. El alba venía lentamente detrás de los visillos.

Ven ante sí, lo mismo a la luz de la mañana que en la negrura del insomnio, el vacío vértigo del miedo, y les agobia la conciencia permanente de que han sido señalados, elegidos, que en cualquier momento pueden sonar golpes en la puerta o los timbrazos repentinos del teléfono, puede acercarse alguien por detrás mientras caminan por la calle y arrastrarlos hacia un móvil en marcha, o dispararles en la nuca, sin embargo no huyen, no hacen nada, se refugian en la sugestión de una normalidad que no es más que un simulacro, al menos para ellos, pero a la que se aferran como a una esperanza frágil de salvación. En 1935 el profesor Klemperer fue expulsado de la universidad, pero le quedó una pequeña pensión, en su calidad de veterano de guerra. Aún faltaban unos pocos años para que le prohibieran conducir un coche, poseer una radio o un teléfono, o ir al cine, o tener animales de compañía. Al profesor Klemperer y a su mujer, tan delicada siempre de salud, propensa a la neuralgia y a la melancolía, gustaban mucho los gatos y las películas, sobre todo los musicales.

Han sido amenazados, saben que pueden caer presos o muertos en cualquier instante, pero en la calle la luz del sol es la misma de todos los días, hay coches que pasan, tiendas abiertas, vecinos que se saludan, madres que llevan de la mano a sus hijos camino de la escuela, que se acuclillan para subirles las solapas del abrigo o envolverlos mejor en la bufanda y en el gorro antes de dejarlos en la verja de entrada. Un día de noviembre de 1936, el profesor Klemperer, que aprovechaba el ocio forzoso de la jubilación para escribir una obra erudita sobre la literatura francesa del siglo XVIII, llegó a la biblioteca de la universidad y la bibliotecaria que le había atendido cada día durante muchos años le dijo con pesadumbre que ya no estaba autorizada a prestarle más libros, y que a partir de entonces no debía volver. Tú has sido señalado, pero las cosas a tu alrededor no han sufrido ningún cambio que pueda ser el reflejo objetivo, la confirmación exterior de tu desgracia inminente, de tu solitaria condena. En la sala de lectura a la que ya no puedes entrar la gente sigue inclinándose pensativamente sobre los volúmenes abiertos, a la luz suave de lámparas bajas con pantallas verdes. Sales a la calle sabiendo que tienes los días contados, que deberías aprovechar para huir el tiempo que te queda todavía, para intentarlo al menos, pero el kiosquero te vende el periódico como todas las mañanas, y el autobús sigue deteniéndose con puntualidad cada pocos minutos en la misma parada, Y entonces te parece que el maleficio está dentro de ti, que hay algo en ti mismo que te vuelve distinto a los otros, más vulnerable, peor que ellos, indigno de la vida normal que ellos disfrutan, y de la que tú tienes indicios sutiles pero también indudables para saber que te han excluido, aunque no puedas explicarte por qué razón, aunque te obstines en creer que sin duda se trata de un error, de un malentendido que se despejará a tiempo. En mayo de 1940 el profesor Klemperer es denunciado por un vecino, a causa de que no había cerrado debidamente sus ventanas durante las horas nocturnas de apagón obligatorio: lo detienen, lo encierran solo en una celda, pero lo sueltan después de una semana.

La espera de un desastre inevitable es peor que el desastre mismo. El 1 de septiembre de 1936, Evgenia Ginzburg, profesora en la universidad de Kazán, dirigente comunista, editora de una revista del Partido, esposa de un miembro del Comité Central, recibe la noticia de que tiene prohibido dar clases. Es una mujer joven, entusiasta, madre de dos hijos pequeños, seguidora fervorosa de todas y cada una de las directrices del Partido, convencida de que el país está lleno de saboteadores y espías al servicio del imperialismo, de traidores que es justo desenmascarar y castigar con la misma firmeza. Cada día, en las reuniones de células de comités, en los periódicos, en la radio, hay noticias de nuevas detenciones, y a Evgenia Ginzburg le extrañan o le desconciertan algunas de ellas, pero sigue convencida de la necesidad y la justicia de tal represión.

Un día, Evgenia Ginzburg descubre que no estaba tan a salvo como imaginaba, que también ella es sospechosa: nada muy grave, parece al principio, pero si irritante, y hasta desagradable, una equivocación que sin duda acabará por resolverse, ya que es impensable que el Partido acuse a alguien inocente, y ella, Evgenia Ginzburg, no encuentra en sí misma la menor sombra de culpa, la más leve incertidumbre o flaqueza en su fe de revolucionaria. Crees saber quién eres y resulta de pronto que te has convertido en lo que otros quieren ver en ti, y poco a poco vas siendo más extraño a ti mismo, y tu propia sombra es el espía que te sigue los pasos, y en tus ojos ves la mirada de quienes te acusan, quienes se cambian de acera para no saludarte y te miran de soslayo y con la cabeza baja al cruzarse contigo. Pero la vida tarda en cambiar, y al principio uno se niega a advertir las señales de alarma, a poner en duda el orden y la solidez del mundo que sin embargo ya ha empezado a disolverse, la realidad diaria en la que empiezan a abrirse grandes oquedades y zanjas de oscuridad, en la plena luz del día, en los espacios usuales de la vida, en la puerta en la que en cualquier momento retumbar unos golpes, el comedor en el que los niños toman la merienda o hacen los deberes de la escuela y en el que el teléfono va cobrando una presencia enconada y ominosa, porque cada timbrazo atravesará el aire como una hoja helada de acero, con la instantaneidad letal de un disparo.

A Evgenia Ginzburg la convocan a deshoras para reuniones que acaban siendo interrogatorios, le sugieren que probablemente será sancionada, porque alguna vez tuvo trato en la universidad o en el Partido con alguien que resultó un traidor, o porque no denunció a alguien con la adecuada vigilancia revolucionaria. Pero termina la reunión, el interrogatorio, y la dejan volver a su casa, y hay personas que han empezado a fingir que no la ven o a apartarse si ella se acerca, otras la tranquilizan, le ofrecen consuelo, le dicen que seguramente no será nada, que ya verá como al final todo se resuelve. Sólo una mujer le advierte de lo que va a ocurrirle, del peligro que corre, la madre de su marido, que es una aldeana vieja y tal vez analfabeta, que mueve resignadamente la cabeza y recuerda que estas cosas ya pasaban en tiempos de los zares. Evgenia, te están tendiendo una trampa, y es preciso que escapes mientras puedas, antes de que te partan el cuello. Pero cómo voy yo, una comunista, a esconderme de mi Partido, lo que tengo que hacer es demostrarle al Partido que soy inocente. Hablan en voz baja, procurando que los niños no escuchen nada, temiendo que el teléfono, aunque está colgado, sirva para que les espíen las conversaciones. El 7 de febrero Evgenia Ginzburg es convocada a una nueva reunión, que transcurre menos desagradablemente que otras veces, y al final el camarada que la ha interrogado se pone en pie con una sonrisa y ella piensa que va a estrecharle la mano, quizás a decirle que poco a poco los malentendidos o las sospechas han ido despejándose, y el hombre le pide con cierto aire de trivialidad, como recordando un detalle burocrático menor que había estado a punto de olvidársele, que por favor le deje su carnet del Partido. Ella al principio no entiende, o no puede creer lo que ha oído, mira al camarada y de su cara serena ha desaparecido la sonrisa, y entonces abre su cartera o su bolso y busca el carnet que siempre lleva consigo, y cuando lo entrega el otro lo recoge ya sin mirarla y lo guarda en un cajón de su mesa.

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