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Por aquellos días con la que me hice muy amiga fue con María. María seguía viviendo encima y aunque tenía sus novios esporádicos (algunas noches yo la escuchaba como si el techo fuera de papel), desde su ruptura con el profesor de matemáticas vivía sola, circunstancia, la de vivir sola, que había contribuido a cambiarla profundamente. Yo sé lo que digo porque vivo sola desde los dieciocho años. Aunque bien pensado yo nunca he vivido sola, pues primero viví con Jacinto y ahora vivo con el niño. Tal vez lo que quería decir era vivir independientemente, fuera de la casa paterna. Sea como sea, María y yo nos hicimos aún más amigas. O nos hicimos amigas de verdad, pues tal vez antes no lo éramos y nuestra amistad se sustentaba en otras personas y no en nosotras mismas. Cuando Jacinto y yo nos separamos a mí me dio por la poesía. Me puse a leer y a escribir poesía como si eso fuera lo más importante. Antes ya escribía algunos poemitas y creía que leía mucho, pero cuando él se fue me puse a leer y a escribir en serio. El tiempo, que no me sobraba, lo sacaba de donde podía.

Por aquel entonces yo ya había conseguido mi chambita de cajera en un Gigante, gracias a que mi papá habló con un amigo que tenía un amigo que era el encargado del Gigante de la colonia San Rafael. Y María trabajaba de secretaria en una de las oficinas del INBA. Por el día Franz iba a la escuela y me lo iba a buscar una muchachita de quince años que así se ganaba sus pesos y que después me lo llevaba a un parque o lo tenía en casa hasta que yo llegaba del trabajo. Por las noches, después de cenar, María bajaba a mi casa o yo subía y me ponía a leerle los poemas que había escrito aquel día, en el Gigante o mientras se calentaba la cena de Franz o la noche anterior, mientras miraba a Franz dormir. La televisión, una mala costumbre que tenía cuando vivía con Jacinto, ya casi sólo la ponía cuando había una noticia bomba y quería enterarme, y ni eso. Lo que hacía, como digo, era sentarme a la mesa, que había cambiado de sitio y ahora estaba junto a la ventana, y ponerme a leer y a escribir poemas hasta que se me cerraban los ojos de tanto sueño. Llegué a corregir mis poemas hasta diez o quince veces. Cuando veía a Jacinto, se los leía y él me daba su opinión, pero mi lectora de verdad era María. Finalmente pasaba mis poemas a máquina y los guardaba en una carpeta que iba creciendo día tras día, ante mi satisfacción y contento, pues aquello era como la materialización de que mi lucha no era en vano.

Después de que Jacinto se fue tardé mucho en acostarme con otro hombre y mi pasión, además de Franz, fue la poesía. Todo lo contrario de María, que había dejado de escribir y que cada semana se traía un amante nuevo. Yo conocí a tres o cuatro. A veces le decía: mana, qué ves en ese tipo, ése no te conviene, ése a lo peor te termina pegando, pero María decía que ella sabía controlar muy bien la situación y la verdad es que la controlaba aunque más de una vez tuve que subir corriendo a su cuarto, alarmada por los gritos que oía, y decirle a su amante que se fuera de inmediato o yo llamaría a mi papá que era de la secreta y que entonces sí que se iba a enterar de lo que era bueno. Pinches putas de policías, nos gritó uno de ellos desde enmedio de la calle, lo recuerdo, y María y yo nos pusimos a reír como locas desde el otro lado de la ventana. Pero generalmente no tenía grandes problemas. El problema de la poesía era distinto. ¿Por que ya no escribes, mana?, le pregunté una vez y ella me contestó que no tenía ganas, que eso era todo, simplemente no tenía ganas.

Luis Sebastián Rosado, estudio en penumbras, calle Cravioto, colonia Coyoacán, México DF, febrero de 1984. Una mañana Albertito Moore me llamó al trabajo y me dijo que había pasado una noche de perros. Lo primero que pensé fue en alguna fiesta salvaje, pero cuando lo oí tartamudear, vacilar, me di cuenta que tras sus palabras había algo más. ¿Qué ocurre?, dije. He pasado una noche terrible, dijo Albertito, no te lo puedes ni imaginar. Por un momento pensé que se iba a poner a llorar, pero de pronto, sin que me dijera nada me di cuenta que el que se iba a poner a llorar, que el que lloraría irremisiblemente iba a ser yo. ¿Qué ocurre?, dije. Tu amigo, dijo Albertito, metió a Julita en un problema. Piel Divina, dije yo. Ése, dijo Albertito, yo no lo sabía. ¿Qué ocurre?, dije yo. He pasado toda la noche sin dormir, Julita ha pasado toda la noche sin dormir, me llamó a las diez de la noche, tenía a la policía en su casa, no quería que nuestros padres lo supieran, dijo Albertito. ¿Qué ocurre?, dije yo. Este país es una mierda, dijo Albertito. No funciona la policía, ni los hospitales, ni las cárceles, ni las morgues, ni los servicios de pompas fúnebres. Ese tipo tenía la dirección de Julita y la policía tuvo la desfachatez de interrogarla durante más de tres horas. ¿Qué ocurre?, dije yo. Y lo peor de todo, dijo Albertito, es que luego Julita quiso ir a verlo, se puso como loca y los pinches policías que al principio querían detenerla le dijeron que ellos mismos le podían dar un aventón hasta la morgue, lo más probable es que la hubieran violado en un callejón oscuro, pero Julita estaba hecha una loba y no atendía a razones y ya estaba lista para irse cuando yo y el abogado que había llevado, Sergio García Fuentes, me parece que lo conoces, nos pusimos firmes y le dijimos que de allí no salía sola. Eso parece que molestó un poco a los cabrones y se pusieron de nuevo a hacer preguntas. Lo que querían saber, básicamente, era cómo se llamaba el difunto. Entonces pensé en ti, pensé que tú sabrías su nombre verdadero, pero por supuesto no dije nada. Julita pensó lo mismo, pero esa niña es una fiera y sólo dijo lo que quiso. Supongo que la policía no ha ido a verte. ¿Qué ocurre?, dije yo. Pero cuando los policías se marcharon, Julita ya no pudo dormir y ahí nos tienes a los tres, a Julita, al pobre García Fuentes y a mí recorriendo comisarías y morgues para identificar el cadáver de tu amigo. Al final, gracias a un cuate de García Fuentes, lo encontramos en la comisaría de Camarones. Julita lo reconoció enseguida aunque tenía la mitad de la cara destrozada. ¿Qué ocurre?, dije yo. Tómate las cosas con calma, dijo Albertito. El amigo de García Fuentes nos dijo que lo había matado la policía en una balacera ocurrida en Tlalnepantla. La policía iba detrás de unos narcos. Tenían esa dirección: una casa de obreros por el rumbo de Tlalnepantla. Cuando llegaron los que estaban dentro de la casa se resistieron y la policía los mató a todos, entre ellos tu amigo. Lo gacho del asunto es que cuando procedieron a sus identificaciones de Piel Divina sólo encontraron la dirección de Julita. No estaba fichado, nadie sabía su nombre ni su alias, la única pista era la dirección de mi hermana. Los otros parece que eran delincuentes conocidos. ¿Qué ocurre?, dije yo. Así que nadie sabe cómo se llama y Julita se pone como loca, se echa a llorar, destapa el cadáver, dice Piel Divina, grita Piel Divina allí, en la morgue, delante de todo el que quiera escucharla y García Fuentes la cogió de los hombros, la abrazó, ya sabes que García Fuentes siempre ha estado un poco enamorado de Julita y entonces me quedé yo frente a frente con el cadáver, no era una visión agradable, te lo aseguro, su piel ya no tenía nada de divina, aunque hacía poco que lo habían matado, más bien tenía la piel de un color ceniciento, con hematomas por todas partes, como si le hubieran dado una paliza, y tenía una cicatriz enorme del cuello hasta la ingle, aunque en la cara se le había quedado más bien una expresión de placidez, la placidez de los muertos que no es placidez ni es nada, sólo carne muerta sin memoria. ¿Qué ocurre?, dije. A las siete de la mañana nos fuimos de la comisaría. Un policía nos preguntó si nos íbamos a hacer cargo del cuerpo. Yo le dije que no, que hicieran ellos lo que quisieran. Sólo había sido el amante ocasional de mi hermana, nada más, y luego García Fuentes le dio una mordida a un funcionario de la comisaría y se aseguró de que no volvieran a molestar a Julita. Más tarde, mientras desayunábamos, le pregunté a Julita desde cuándo veía al tipo ese y me dijo que después de vivir una temporada contigo estuvo viéndola a ella. ¿Pero cómo te encontró?, le pregunté. Parece ser que cogió su número de teléfono de tu agenda. Ella no sabía que se dedicaba a traficar con drogas. Ella pensaba que vivía del aire, del dinero que le pasaba gente como tú o como ella. Si uno se mete con gente así siempre acaba manchándose, le dije, y Julita se puso a llorar y García Fuentes me dijo que no exagerara, que ya todo se había acabado. ¿Qué ocurre?, dije. No ocurre nada, todo se ha acabado, dijo Albertito. De todas formas no he podido dormir y tampoco he podido tomarme el día libre, en la empresa estamos hasta el cuello de trabajo.

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