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Joaquín Font, psiquiátrico La Fortaleza, Tlalnepantla, México DF, marzo de 1983. Ahora que estoy rodeado de locos pobres, ya casi nadie viene a verme. Mi médico psiquiatra, no obstante, dice que cada día que pasa estoy un poquito mejor. Mi médico psiquiatra se llama José Manuel y a mí me parece un bonito nombre. Cuando se lo digo él se ríe. Es un nombre muy romántico, le digo, como para enamorar a cualquier muchacha. Lástima que cuando mi hija viene a visitarme él casi nunca está, porque las visitas son los sábados o domingos, y esos días mi médico psiquiatra descansa, a excepción de un sábado y de un domingo al mes en que tiene guardia. Si vieras a mi hija, le digo, te enamorarías de ella. Ah qué don Joaquín, dice él. Pero yo le insisto: si la vieras caerías a sus pies como un pájaro herido, José Manuel, y comprenderías de golpe un montón de cosas que ahora no entiendes. ¿Como por ejemplo qué?, dice él, con una voz de distraído, con una voz que trata de parecer educadamente indiferente pero yo sé que en el fondo está muy interesado. ¿Como por ejemplo qué? Entonces opto por callarme. A veces lo mejor es el silencio. Descender otra vez a las catacumbas del DF y rezar en silencio. Los patios de esta cárcel son los más idóneos para el silencio. Rectangulares y hexagonales, como si los hubiera diseñado el maestro Garabito, todos confluyen en el patio grande, una extensión como de tres canchas de fútbol, que linda con una avenida sin nombre por la que suele pasar el camión de Tlalnepantla, lleno de obreros y de ociosos que miran con avidez a los locos que vagan por el patio vestidos con el uniforme de La Fortaleza o semidesnudos o vestidos con sus pobres prendas de calle los que han llegado recientemente y no han podido encontrar un uniforme a su disposición, no digo a su medida pues aquí pocos portan el uniforme de su talla. Ese patio grande es el recinto natural del silencio, aunque la primera vez que lo vi pensé que el ruido y la algarabía de los locos podía ser allí inaguantable y tardé en animarme a pasear por aquella estepa. Pronto comprendí, no obstante, que si había un lugar en toda La Fortaleza de donde el sonido huía como conejo aterrorizado, aquel lugar era el gran patio protegido por altas rejas de la avenida sin nombre por donde la gente de afuera sólo pasaba protegida y rauda dentro de sus vehículos, pues peatones propiamente dichos allí casi no se veían, aunque de vez en cuando el familiar despistado de algún loco o personajes que preferían no entrar por la puerta principal se detenían junto a la reja, sólo un momento, y luego seguían su camino. En el otro extremo del patio, junto a los edificios, se encuentran las mesas y los merenderos, en donde en ocasiones los locos suelen compartir unos minutos de esparcimiento con sus familias, que les portan plátanos o manzanas o naranjas. En todo caso, no permanecen allí mucho tiempo, pues cuando hace sol en esa zona el calor es insoportable y cuando sopla el viento los locos que nunca reciben visitas suelen refugiarse bajo el alero de aquellas paredes. Cuando mi hija viene a visitarme yo le digo que nos quedemos en la sala de visitas o que salgamos a uno de los patios hexagonados, aunque sé que a ella la sala de visitas y los patios pequeños le parecen desasosegantes y siniestros. En el gran patio, sin embargo, ocurren cosas que yo no quiero que mi hija vea (señal, según mi médico psiquiatra, de que mi salud va en franca mejoría) y otras cosas que prefiero ser yo el único que, por el momento, tiene acceso a ellas. De todas maneras he de andar con cuidado y no bajar la guardia. El otro día (hace un mes), mi hija me contó que Ulises Lima había desaparecido. Ya lo sé, le dije. ¿Y cómo lo sabes?, dijo ella. Ah, caray. Lo leí en un periódico, dije. ¡Pero si no ha salido en ningún periódico!, dijo ella. Bueno: entonces lo debo de haber soñado, dije. Lo que no dije fue que un loco del patio grande me lo había comunicado hacía como quince días. Un loco del que no sé ni siquiera su nombre verdadero y al que aquí todos llaman Chucho o Chuchito (probablemente se llame Jesús, pero prefiero evitar toda referencia religiosa, que no viene al caso y sólo contribuye a enturbiar el silencio del patio grande), y este Chucho o Chuchito se me acercó, algo usual, en el patio todos nos acercamos y nos separamos, los que están dopados y los que están en franca mejoría, y me susurró al pasar: Ulises ha desaparecido. Al día siguiente me lo volví a encontrar, tal vez inconscientemente lo buscaba, y hacia él dirigí mis pasos, pasos muy lentos, muy pacientes, tan lentos que a veces a los que pasan dentro de los camiones por la avenida sin nombre les da la impresión, creo yo, de que no nos movemos, pero nos movemos, de eso no me cabe la menor duda, y cuando me vio le empezaron a temblar los labios, como si no más verme se le activara la urgencia de su mensaje, y al pasar junto a mí volví a escuchar las mismas palabras: Ulises ha desaparecido. Y sólo entonces comprendí que se trataba de Ulises Lima, el joven poeta real visceralista al que vi por última vez al volante de mi reluciente Ford Impala en los primeros minutos de 1976, y comprendí que el cielo volvía a cubrirse de nubes negras, que por encima de las nubes blancas de México flotaban con su peso inimaginable y con su soberanía terrorífica las nubes negras, y que debía cuidarme y sumergirme en la impostura y el silencio.

Xóchitl García, calle Montes, cerca del Monumento a la Revolución, México DF, enero de 1984. Cuando Jacinto y yo nos separamos mi papá me dijo que si se ponía violento se lo dijera, que él se encargaría de todo. Mi papá a veces se miraba a Franz y decía qué güero que es y pensaba (estoy segura, aunque no lo dijera), que cómo era posible que el niño hubiera salido con ese color de pelo cuando en mi familia somos todos morenos y Jacinto también lo es. Mi papá adoraba a Franz. Mi güerito, le decía, dónde está mi güero, y Franz también lo quería a él. Solía venir los sábados o los domingos y salía a pasear con el niño. Cuando volvían yo le preparaba un café bien cargado y mi papá se quedaba en silencio, sentado a la mesa, mirando a Franz o leyendo el periódico y después se iba.

Yo creo que él creía que Franz no era hijo de Jacinto y eso, a veces, me daba un poco de coraje y otras veces me divertía. Mi ruptura con Jacinto no fue nada violenta, por otra parte, así que no tuve que decirle nada a mi papá. Si hubiera sido violenta tal vez tampoco le hubiera dicho nada. Jacinto venía cada quince días a ver al niño. A veces apenas hablábamos, lo recogía y lo venía a dejar y luego se iba, pero otras veces, cuando lo venía a dejar, se quedaba un rato hablando conmigo, me preguntaba por mi vida y yo le preguntaba por la suya y podíamos estar platicando hasta las dos o las tres de la mañana, de las cosas que nos habían ocurrido y de los libros que habíamos leído. Yo creo que mi papá le daba miedo a Jacinto y por eso no venía más a menudo, por el temor a cruzarse con él. Él no sabía que por entonces mi papá ya estaba muy enfermo y que difícilmente hubiera podido hacerle daño a nadie. Pero la fama de mi papá era grandiosa y aunque a ciencia cierta nadie sabía dónde trabajaba, su aspecto era inconfundible y decía soy de la secreta, tenga usted mucho cuidado conmigo. Soy policía mexicano, tenga usted mucho cuidado conmigo. Y si tenía mala cara porque estaba enfermo o si se movía con más lentitud, eso poco importaba, incluso era una amenaza añadida. Una noche se quedó a cenar conmigo. Yo estaba de muy buen humor y tenía ganas de comer con mi papá, de verlo a él y ver a Franz juntos, de hablar. Ya no me acuerdo qué le hice, seguramente una cena sencilla. Mientras comíamos le pregunté por qué se había hecho policía. No sé si se lo pregunté en serio, simplemente pensé que nunca antes se lo había preguntado y que para pronto es tarde. Me contestó que no lo sabía. ¿No le hubiera gustado ser otra cosa?, le dije. Me contestó que sí. ¿Qué, le dije, qué le hubiera gustado ser? Campesino, dijo y yo me reí, pero cuando él se marchó me quedé pensando en eso y el buen humor que tenía se me marchitó de golpe.

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