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María Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, diciembre de 1976. A mi padre lo tuvimos que internar en un manicomio (mi madre me corrige y dice: clínica psiquiátrica, pero hay palabras que no necesitan ningún barniz: un manicomio es un manicomio) poco antes de que Ulises y Arturo volvieran de Sonora. No sé si lo he dicho, pero se fueron en el coche de mi padre. Según mi madre, ese hecho, que ella califica de sustracción e incluso robo, fue el detonante para que la salud mental de mi padre se fuera al demonio. Yo no estoy de acuerdo. La relación de mi padre con sus posesiones, su casa, su coche, sus libros de arte, su cuenta corriente siempre fue, por lo menos, distante, por lo menos, ambigua. Parecía como si mi padre siempre se estuviera desnudando, siempre quitándose cosas de encima, de buen o de mal grado, pero con tanta mala suerte (o con tanta lentitud) que nunca podía alcanzar la ansiada desnudez. Y eso, como es fácil de comprender, terminaba desquiciándolo. Pero volvamos al asunto del coche. Cuando Ulises y Arturo volvieron, cuando los volví a ver, en el café Quito y poco menos que por casualidad, aunque si yo estaba en ese horrible lugar era porque en el fondo los estaba buscando, cuando los volví a ver, digo, casi no los reconocí. Iban con un tipo al que yo no conocía, un tipo vestido enteramente de blanco y con un sombrero de paja en la cabeza, una cabeza semejante a un palo, y al principio pensé que me habían visto pero que se estaban haciendo los distraídos. Estaban sentados en la esquina del ventanal de Bucareli, junto al espejo y al letrero que pone «Cabrito al horno», pero ellos no comían nada, tenían dos vasos grandes de cafés con leche delante y de vez en cuando daban unos sorbitos desvalidos, como si estuvieran enfermos o muertos de sueño, aunque el tipo de blanco sí que comía, pero no cabrito al horno (de volver a repetir la palabra «cabrito al horno» me entran náuseas), sino enchiladas, las famosas y baratas enchiladas del café Quito, y tenía junto a sí una botella de cerveza. Y yo pensé: se están haciendo los desentendidos, no puede ser que no me hayan visto, ellos han cambiado mucho, pero yo no he cambiado nada. No quieren saludarme. Entonces me puse a pensar en el Impala de mi padre y pensé en lo que mi madre decía, que ese coche se lo habían robado con la mayor sinvergüenzura del mundo, lo nunca visto, y que lo mejor sería poner una denuncia en la policía, y pensé en mi padre, que cuando le hablaban del coche decía cosas incoherentes, por Dios, Quim, le decía mi madre, déjate ya de decir payasadas que estoy cansada de ir de un lado a otro en autobús o en taxi, que al final los desplazamientos me van a salir por un ojo de la cara. Y cuando mi madre decía eso mi pobre papá se reía y le decía ten cuidado, te vas a quedar tuerta. Y mi madre no le veía la gracia pero yo sí que se la veía: él no se refería a que tuviera que pagar un ojo por el transporte, sino a que los taxis y los escasos camiones que mi madre tomaba le fueran a salir por un ojo, como lágrimas o legañas. Contado tal como yo lo cuento probablemente no tenga ninguna gracia, pero dicho por mi padre, de sopetón, con una seguridad, al menos verbal, inusitada, pues sí que era gracioso y divertido. En cualquier caso lo que mi madre pretendía era poner una denuncia para recuperar el Impala y lo que yo pretendía era que no se pusiera ninguna denuncia, pues el coche volvería solo (eso también es divertido, ¿no?), únicamente había que esperar y darle tiempo a Arturo y Ulises para que volvieran, para que lo devolvieran. Y ahora allí estaban, hablando con el tipo vestido de blanco, de regreso en el DF, y no me veían o no me querían ver, de tal manera que yo tuve tiempo de sobras para observarlos y para pensar en lo que tenía que decirles, que mi padre estaba en un manicomio y que devolvieran el coche, aunque a medida que el tiempo pasaba, no sé cuánto rato estuve allí, las mesas de los alrededores se desocupaban y se volvían a ocupar, el tipo de blanco no se quitó nunca el sombrero y su plato de enchiladas parecía eterno, todo se fue enredando dentro de mi cabeza, como si las palabras que yo tenía que decirles fueran plantas y éstas de pronto comenzaran a secarse, a perder color y fuerza, a morirse. Y de nada me valió pensar en mi padre encerrado en el manicomio con una depresión suicida o en mi madre blandiendo la amenaza o el estribillo de la policía como si fuera una porrista de la UNAM (como en sus años estudiantiles efectivamente fue, pobre mamá), porque de pronto yo también empecé a quedarme mustia, a desintegrarme, a pensar (más bien a repetirme, como un tam-tam) que nada tenía sentido, que podía quedarme sentada en esa mesa del café Quito hasta el fin del mundo (cuando yo iba a la preparatoria teníamos un maestro que decía saber exactamente lo que haría si estallaba la Tercera Guerra Mundial: volver a su pueblo, porque allí nunca pasaba nada, probablemente un chiste, no lo sé, pero de alguna manera tenía razón, cuando todo el mundo civilizado desaparezca México seguirá existiendo, cuando el planeta se desvanezca o se desintegre, México seguirá siendo México) o hasta que Ulises, Arturo y el desconocido vestido de blanco se levantaran y se fueran. Pero no pasó nada de eso. Arturo me vio y se levantó, vino a mi mesa y me dio un beso en la mejilla. Luego me preguntó si quería ir a la mesa de ellos o, mucho mejor, esperarlos sentada en donde yo estaba. Le dije que esperaría. De acuerdo, dijo él, y volvió a la mesa del tipo vestido de blanco. Traté de no mirarlos y durante un rato lo logré, pero finalmente levanté la vista. Ulises tenía la cabeza agachada, el pelo le cubría la mitad de la cara, y parecía a punto de caerse dormido. Arturo miraba al desconocido y a veces me miraba a mí y ambas miradas, las que dedicaba al tipo vestido de blanco y las que buscaban mi mesa, eran ausentes, o distantes, como si hace mucho hubiera abandonado el café Quito y sólo su fantasma permaneciera allí, inclemente. Después (¿después de cuánto tiempo?) ellos se levantaron y se sentaron junto a mí. El tipo vestido de blanco ya no estaba. El café se había vaciado. No les pregunté por el coche de mi padre. Arturo me dijo que se iban. ¿Otra vez a Sonora?, les pregunté. Arturo se rió. Su risa fue como un escupitajo. Como si se escupiera sus propios pantalones. No, dijo, mucho más lejos. Ulises viaja esta semana a París. Qué bien, dije, podrá conocer a Michel Bulteau. Y el río más prestigioso del mundo, dijo Ulises. Qué bien, dije yo. No, no está mal, dijo Ulises. ¿Y tú?, le dije a Arturo. Yo me voy un poco después, a España. ¿Y cuándo piensan regresar?, dije yo. Ellos se encogieron de hombros. Quién sabe, María, dijeron. Nunca los había visto tan hermosos. Sé que es cursi decirlo, pero nunca me parecieron tan hermosos, tan seductores. Aunque no hacían nada para seducir. Al contrario: estaban sucios, quién sabe cuánto hacía que no se daban una ducha, cuánto que no dormían, estaban ojerosos y necesitaban un afeitado (Ulises no porque es lampiño), pero yo igual los hubiera besado a los dos, y no sé por qué no lo hice, me hubiera ido a la cama con los dos, a coger hasta perder el sentido, y después a mirarlos dormir y después a seguir cogiendo, lo pensé, si buscamos un hotel, si nos metemos en una habitación oscura, sin límite de tiempo, si los desnudo y ellos me desnudan, todo se arreglará, la locura de mi padre, el coche perdido, la tristeza y la energía que sentía y que por momentos parecía que me asfixiaban. Pero no les dije nada.

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