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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. ¿Y qué dijeron Manuel, Germán y Arqueles?, les pregunté. ¿Qué dijeron de qué?, dijo uno de ellos. De Cesárea, pues, dije yo. Poca cosa. Maples Arce apenas la recordaba, lo mismo Arqueles Vela. List dijo que sólo la conoció de nombre, cuando Cesárea Tinajero estaba en México él vivía en Puebla. Según Maples era una muchacha muy joven, muy callada. ¿Y no les contó nada más? No, nada más. ¿Y Arqueles? Lo mismo, nada. ¿Y cómo han llegado hasta mí? Por List, dijeron, él nos dijo que usted, que tú, Amadeo, debías saber algo más de ella. ¿Y qué les dijo Germán de mí? Que tú sí la habías conocido, que antes de pasarte al estridentismo tú formaste parte del grupo de Cesárea, el realismo visceral. También nos habló de una revista, una revista que publicó Cesárea por aquellos tiempos, Caborca nos dijo que se llamaba. Ah, qué Germán, dije yo y me serví otra copa de Los Suicidas, al paso que íbamos la botella no iba a llegar al anochecer. Pero tomen con confianza y sin apuro, muchachos, que si esa botella no llega bajamos a comprar otra. Claro, no iba a ser como la que estábamos bebiendo, pero peor es nada. Ay, qué lástima que ya no hagan mezcal Los Suicidas, qué lástima que pase el tiempo, ¿verdad?, qué lástima que nos muramos y que nos hagamos viejos y que las cosas buenas se vayan alejando de nosotros al galope.

Joaquín Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, octubre de 1976. Ahora que los días se van sucediendo, con frialdad, con la frialdad de los días que se van sucediendo, puedo decir, sin rencores de ninguna especie, que Belano era romántico, a menudo cursi, un buen amigo de sus amigos, supongo, confío, aunque nadie sabía realmente qué era lo que pensaba, probablemente ni él. Ulises Lima, por el contrario, era mucho más radical y más cordial. A veces parecía el hermanito menor de Vaché, otras un extraterrestre. Olía raro. Lo sé, lo puedo decir, lo puedo afirmar, porque en dos inolvidables ocasiones se bañó en mi casa. Precisemos: no olía mal, olía de forma extraña, como si acabara de salir de un pantano y de un desierto al mismo tiempo. Humedad y sequedad al límite, el caldo primigenio y la llanura desolada y muerta. ¡Al mismo tiempo, caballeros! ¡Un olor verdaderamente inquietante! Aunque a mí, por razones que no viene al caso recordar, me irritaba. Su olor, digo. Caracterológicamente, Belano era extravertido y Ulises introvertido. Es decir, yo me parecía más a éste. Belano se sabía mover entre los tiburones mucho mejor que Lima, qué duda cabe, mucho mejor que yo. Quedaba mejor, sabía maniobrar, era más disciplinado, fingía con mayor naturalidad. El bueno de Ulises era una bomba de relojería y lo que, socialmente hablando, es peor: todo el mundo sabía o intuía que era una bomba de relojería y nadie, como es obvio y disculpable, lo quería tener demasiado cerca. Ay, Ulises Lima… Escribía todo el tiempo, es lo que más recuerdo de él, en los márgenes de los libros que sustraía y en papeles sueltos que solía perder. Y nunca escribía poemas, escribía versos que luego, con suerte, ensamblaba en largos poemas extraños… Belano, por el contrario, escribía en cuadernos… Todavía me deben dinero…

Jacinto Requena, café Quito, calle Bucareli, México DF, noviembre de 1976. A veces ellos desaparecían, pero nunca por más de dos o tres días. Cuando les preguntabas adonde iban, contestaban que a buscar provisiones. Eso era todo, acerca de eso nunca hablaban de más. Por supuesto, algunos, los más cercanos, sabíamos si no adonde iban sí qué era lo que hacían durante esos días. A algunos les daba igual. A otros les parecía mal, decían que era un comportamiento lumpen. El lumpenismo: enfermedad infantil del intelectual. Y a otros pues les parecía bien, mayormente porque Lima y Belano eran generosos con el dinero mal ganado. Entre éstos últimos estaba yo. Las cosas no me iban bien. Xóchitl, mi compañera, estaba embarazada de tres meses. Yo no tenía trabajo. Vivíamos en un hotel cerca del Monumento a la Revolución, en la calle Montes, que pagaba el padre de ella. Un cuarto con baño y una cocina pequeñita pero que al menos nos permitía hacernos la comida allí mismo, lo que resultaba mucho más económico que salir cada día a comer fuera. El cuarto, más bien un departamentito, ya lo tenía el padre de Xóchitl mucho antes de que ésta quedara embarazada y nos lo cediera. Yo creo que lo usaba de picadero o algo así. Nos lo pasó, pero antes nos hizo prometerle que nos casaríamos. Yo dije que sí de inmediato, creo que incluso hasta lo juré. Xóchitl prefirió no decir nada y mirar a su padre a los ojos. Un ruco interesante, este hombre. Muy mayor, podía perfectamente haber pasado por su abuelo, pero es que además tenía una pinta que provocaba escalofríos. Al menos, la primera vez que lo veías. Yo sentí escalofríos, vaya. Era grande y macizo, muy grande, cosa curiosa porque Xóchitl es baja de estatura y de huesos delicados. Pero su padre era grande y tenía la piel muy arrugada y muy morena (ahí sí, igual que Xóchitl) y siempre que lo vi iba vestido con traje y corbata, a veces con un traje azul oscuro y otras con uno marrón. Dos trajes de buena calidad, pero no nuevos. En ocasiones, sobre todo de noche, encima del traje se ponía una gabardina. Cuando Xóchitl me lo presentó, cuando le fuimos a pedir ayuda, el viejo me miró y luego me dijo ven, quiero hablar contigo a solas. Ya la amolamos, pensé, pero qué iba a hacer, lo seguí y me dispuse a aguantar lo que fuera. Pero el viejo lo único que me dijo fue que abriera la boca. ¿Qué?, dije yo. Abre la boca, dijo él. Así que abrí la boca y el viejo me miró y me preguntó cómo había perdido los tres dientes que me faltan. En una pelea en la prepa, le dije. ¿Y mi hija te conoció así?, dijo él. Sí, dije, ya estaba así cuando me conoció. Carajo, dijo, pues te debe querer mucho. (El viejo había dejado de vivir con la familia de mi compañera desde que ésta tenía seis años, pero una vez al mes ella y sus hermanas lo iban a ver.) Luego dijo: si la dejas te mato. Me lo dijo mirándome a los ojos, con sus ojillos de rata -hasta las pupilas parecían arrugadas en esa cara- fijos en los míos, pero sin subir la voz, como un pinche gángster de una película de Orol, que es lo que en el fondo probablemente era. Yo, por supuesto, le juré que nunca la iba a dejar, y menos ahora que iba a ser la madre de mi hijo, y con esto ya pusimos fin a nuestro diálogo particular. Volvimos con Xóchitl, el viejo nos dio la llave de su picadero, nos aseguró que por el alquiler no nos preocupáramos, que eso era asunto suyo, y nos pasó un fajo de billetes para que fuéramos tirando.

Fue un descanso cuando se marchó, fue un descanso saber que teníamos un techo bajo el cual vivir. Pero pronto descubrimos que el dinero del viejo apenas nos alcanzaba para sobrevivir. Quiero decir que Xóchitl y yo teníamos algunos gastos extras, algunas necesidades extras que la pensión paterna no cubría. Por ejemplo, no gastábamos en ropa, nos acostumbramos sin mayores problemas a llevar la misma ropa de siempre, pero gastábamos en cine, en obras de teatro, en camiones y metro (aunque la verdad es que al vivir en el centro a casi todos los lugares nos trasladábamos a pie) que generalmente tomábamos para ir a los talleres de poesía de la Casa del Lago o de la universidad. Porque estudiar, lo que se dice estudiar, no estudiábamos, pero no hubo taller al que no nos asomáramos por lo menos una vez, fue como una fiebre la que nos dio por los talleres, nos hacíamos un par de tortas y allí nos presentábamos tan contentos, escuchábamos la lectura de poemas, escuchábamos las críticas, a veces también nosotros criticábamos, Xóchitl más que yo, y luego salíamos, ya de noche, y mientras nos encaminábamos a la parada del camión o del metro o bien echábamos a andar directamente a casa, pues entonces nos comíamos nuestras tortas, disfrutando de la noche del DF, una noche que a mí siempre me ha parecido preciosa, generalmente las noches aquí son frescas, brillantes, pero no frías, noches hechas para pasear o para coger, noches hechas para platicar sin apuro, que era lo que yo hacía con Xóchitl, platicar del hijo que íbamos a tener, de los poetas a los que habíamos escuchado recitar, de los libros que estábamos leyendo.

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