Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Por un momento, no lo niego, se me pasó por la cabeza la idea de una acción terrorista, vi a los real visceralistas preparando el secuestro de Octavio Paz, los vi asaltando su casa (pobre Marie-José, qué desastre de porcelanas rotas), los vi saliendo con Octavio Paz amordazado, atado de pies y manos y llevado en volandas o como una alfombra, incluso los vi perdiéndose por los arrabales de Netzahualcóyotl en un destartalado Cadillac negro con Octavio Paz dando botes en el maletero, pero pronto me repuse, debían de ser los nervios, las rachas de viento que a veces recorren Insurgentes (estábamos hablando en la acera) y que suelen inocular en los peatones y en los automovilistas las ideas más descabelladas. Así que volví a rechazar su invitación y él volvió a insistir. Lo que te voy a contar, dijo, va a remover los cimientos de la poesía mexicana, tal vez dijera latinoamericana, no, mundial no, digamos que en su desvarío se mantenía en los límites del español. Aquello que me quería contar iba a trastornar la poesía en lengua española. Vaya, dije, ¿algún manuscrito desconocido de Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Un texto profético de Sor Juana sobre el destino de México? Pero no, por supuesto, era algo que habían encontrado los real visceralistas, y los real visceralistas eran incapaces de asomarse a las bibliotecas perdidas del siglo xvii. ¿Qué es, pues?, le dije. Te lo diré en mi casa, dijo Piel Divina y me puso una mano en el hombro, como si tirara de mí, como si me sacara otra vez a bailar en la pista atroz del Priapo's.

Me puse a temblar y él se dio cuenta. ¿Por qué tienen que gustarme los peores?, pensé, ¿por qué tienen que atraerme los más atrabiliarios, los menos educados, los más desesperados? Es una pregunta que suelo hacerme dos veces al año. No tengo respuesta. Le dije que tenía las llaves del estudio de un amigo pintor. Le dije que fuéramos allí, estaba lo suficientemente cerca como para ir dando un paseo, y por el camino podía contarme todo lo que quisiera. Pensé que no iba a aceptar, pero aceptó. De golpe, la noche se volvió muy hermosa, el viento cesó, sólo una suave brisa nos acompañó mientras caminábamos. Él se puso a hablar, pero, con franqueza, he olvidado casi todo lo que dijo. En mi cabeza sólo había una preocupación, un único deseo, que aquella noche Emilio no estuviera en el estudio (Emilito Laguna, ahora está en Boston estudiando arquitectura, sus padres se cansaron de la bohemia mexicana y lo mandaron para allá: o Boston y título de arquitecto o te pones a trabajar), que no estuviera ninguno de sus amigos, que nadie se acercara por el estudio, Dios mío, en todo lo que restaba de noche. Y mis plegarias dieron resultado. No sólo no había nadie en el estudio sino que también lo encontré limpio, como si la criada de los Laguna se acabara de marchar. Y él dijo qué estudio más padre, aquí sí que dan ganas de pintar, y yo no sabía qué hacer (lo siento, soy muy tímido y más en situaciones así) y me puse a mostrarle los lienzos de Emilio, no se me ocurrió nada mejor, los iba poniendo apoyados en la pared y oía sus murmullos de aprobación o sus críticas detrás de mí (no sabía nada de pintura), mientras los cuadros no se acababan nunca y yo pensaba, vaya, Emilio últimamente ha trabajado bastante, quién lo diría, a menos que fueran los cuadros de un amigo, cosa por lo demás harto probable pues pude apreciar de reojo más de un estilo y sobre todo, en unas telas rojas muy Paalen, un estilo bien definido, en fin, qué más da, la verdad es que me importaban un huevo los cuadros, pero yo era incapaz de tomar la iniciativa, y cuando por fin tuve todas las paredes del estudio llenas de Lagunas, me volví, sudoroso, y le pregunté qué le parecía y él dijo con una sonrisa de lobo que no tenía que haberme molestado tanto. Es verdad, pensé, he hecho el ridículo y ahora encima estoy cubierto de polvo y apesto a sudor. Y entonces él, como si me hubiera leído el pensamiento, me dijo estás sudando y luego me preguntó si en el estudio había algún baño para que me diera una ducha. La necesitas, dijo. Y yo le dije, supongo que con un hilo de voz, sí, hay una ducha, aunque no creo que haya agua caliente. Y él dijo mejor, el agua fría es mejor, yo siempre me ducho con agua fría, en la azotea no hay agua caliente. Y yo me dejé arrastrar hasta el baño y me desnudé y abrí la ducha y el chorro de agua fría casi me dejó inconsciente, la carne se me contrajo hasta sentir cada uno de mis huesos, cerré los ojos, tal vez grité, y entonces él entró en la ducha y me abrazó.

El resto de los detalles prefiero reservármelos, aún soy un romántico. Unas horas después, mientras reposábamos en la oscuridad, le pregunté quién le había puesto ese nombre tan sugerente, tan acertado, Piel Divina. Es mi nombre, dijo. Bueno, dije yo, es tu nombre, de acuerdo, pero quién te lo puso, quiero saberlo todo sobre ti, esas cosas un poco tiránicas y un poco estúpidas que se dicen después de hacer el amor. Y él dijo: María Font y se quedó callado, como si de repente lo hubieran asaltado los recuerdos. Su perfil, en la oscuridad, me pareció muy triste, reflexivo y triste. Le pregunté, tal vez con una pizca de ironía en la voz (posiblemente los celos y la tristeza también se habían apoderado de mí), si María Font era la que había ganado el premio Laura Damián. No, dijo, ésa es Angélica, María es la hermana mayor. Añadió unas observaciones sobre Angélica que ya no recuerdo. La pregunta me salió se podría decir que sola: ¿te has acostado con María? Su respuesta (pero qué perfil más hermoso y más triste tenía Piel Divina) fue demoledora. Dijo: me he acostado con todos los poetas de México. Era el momento de callar o de acariciarlo, pero yo ni me callé ni lo acaricié, sino que le seguí haciendo preguntas, y cada pregunta era peor que la precedente y con cada una me hundía un poco más. Nos separamos a las cinco de la mañana. Yo cogí un taxi en Insurgentes, él se perdió caminando hacia el norte.

Angélica Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, julio 1976. Fueron unos días misteriosos. Yo era la novia de Pancho Rodríguez. Felipe Müller, el amigo chileno de Arturo Belano, estaba enamorado de mí. Pero yo preferí a Pancho. ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé que preferí a Pancho. Poco antes había ganado el premio Laura Damián para poetas jóvenes. Yo no conocí a Laura Damián. Pero conocía a sus padres y a mucha gente que la había tratado, que incluso habían sido amigos de ella. Me acosté con Pancho después de una fiesta que duró dos días. La última noche me acosté con él. Mi hermana me dijo que tuviera cuidado. ¿Pero quién era ella para dar consejos? Ella se acostaba con Piel Divina y también con Moctezuma Rodríguez, el hermano menor de Pancho. También se acostó con uno al que le decían el Cojo, un poeta de más de treinta años, un alcohólico, pero al menos con ese tuvo la deferencia de no llevarlo a casa. La verdad es que ya estaba harta de tener que soportar a sus amantes. ¿Por qué no te vas a coger a sus pocilgas?, le dije una vez. No me contestó nada y se puso a llorar. Es mi hermana y la quiero, pero también es una histérica. Una tarde Pancho se puso a hablar de ella. Habló mucho, tanto que pensé que con él también se había acostado, pero no, a todos sus amantes yo los conocía, los oía gemir por las noches a menos de tres metros de mi cama, era capaz de diferenciarlos por los ruidos, por las maneras de venirse, contenidas o aparatosas, por las palabras que le decían a mi hermana.

Pancho nunca se acostó con ella. Pancho se acostó conmigo. No sé por qué, pero fue a él a quien elegí e incluso durante algunos días me perdí en la ensoñación del amor, aunque por supuesto nunca lo quise de verdad. La primera vez fue bastante dolorosa. No sentí nada, sólo dolor, pero ni siquiera el dolor fue inaguantable. Lo hicimos en un hotel de la colonia Guerrero, un hotel frecuentado por putas, supongo. Después de venirse, Pancho me dijo que se quería casar conmigo. Me dijo que me quería. Me dijo que me iba a hacer la mujer más feliz del mundo. Yo lo miré a la cara y por un segundo pensé que se había vuelto loco. Después pensé que en realidad tenía miedo, miedo de mí, y eso me dio tristeza. Nunca como entonces lo vi tan pequeño, y eso también me dio tristeza.

42
{"b":"100457","o":1}