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Piel Divina, en un cuarto de azotea de la calle Tepeji, México DF, mayo de 1976. Arturo Belano nunca me quiso. Ulises Lima sí. Uno se da cuenta de esas cosas. María Font me quiso. Angélica Font nunca me quiso. Pero esto no importa. Los hermanos Rodríguez me quisieron. Pancho, Moctezuma y el pequeño Norberto. A veces me criticaban, a veces Pancho decía que no me entendía (sobre todo cuando me acostaba con hombres), pero yo sabía que me querían igual. Arturo Belano, no. Él no me quiso nunca. Una vez pensé que era por culpa de Ernesto San Epifanio, Arturo y él fueron amigos cuando ninguno de los dos tenía veinte años, antes de que Arturo se marchara a Chile dizque a hacer la Revolución, y yo había sido amante de Ernesto, eso decían, y lo había dejado. Pero en realidad yo me acosté con Ernesto sólo en un par de ocasiones y qué culpa tengo yo de que la gente luego se azote. También me acosté con María Font y Arturo Belano me miró con malos ojos. Y también me hubiera acostado la noche del Priapo's con Luis Rosado y entonces Arturo Belano me hubiera expulsado del grupo.

Yo no sé, francamente, qué era lo que hacía mal. Cuando a Belano le contaron lo que pasó en el Priapo's, dijo que nosotros no éramos ni matones ni padrotes, pero yo lo único que hice fue dar salida a mi sensualidad. En mi defensa sólo pude balbucir (en tono de chanza, sin mirarlo a los ojos, además) que yo era un monstruo de la naturaleza. Pero Belano no me captó la broma. A su parecer, todo lo que yo hacía lo hacía mal. Además, no fui yo el que sacó a bailar a Luis Sebastián Rosado. Fue él, que estaba bien pedernal y le dio por ahí. Me gusta Luis Rosado, debí decirle, pero quién le decía nada al André Bretón del Tercer Mundo.

Me tenía ojeriza, Arturo Belano. Y es curioso, porque delante de él procuraba hacer las cosas bien. Pero nada me salía bien. Yo no tenía dinero, ni trabajo, ni familia. Vivía de mis conejeos. Una vez robé una escultura en la Casa del Lago. El director, el cabrón de Hugo Gutiérrez Vega, dijo que había sido un real visceralista. Belano dijo que imposible. Se debió poner colorado de vergüenza. Pero me defendió, dijo que imposible, aunque sin saber que había sido yo. (¿Qué hubiera pasado si lo hubiera sabido?) Unos días después Ulises se lo dijo. El que robó la escultura fue Piel Divina. Eso le dijo Ulises, pero sin darle importancia, como quien cuenta un chiste. Ulises es así, no le da importancia a esas cosas, más bien le parecen divertidas. Pero Belano se puso hecho una fiera, dijo que cómo era posible, que los de la Casa del Lago nos habían contratado para varios recitales, que ahora él se sentía responsable del robo. Como si fuera la madre de todos los real visceralistas. De todas maneras, no hizo nada. Me miró mal, nada más.

A veces me daban ganas de ponerlo parejo. Por suerte, soy una persona pacífica. Además, decían que Belano era duro, pero yo sé que no era duro, era entusiasta y, a su manera, valiente, pero no duro. Pancho es duro. Mi carnal Moctezuma es duro. Yo soy duro. Belano sólo lo parecía, pero yo sabía que no lo era. ¿Entonces por qué no le di una madriza una noche cualquiera? Debió ser por respeto. Aunque él era menor que yo y siempre me miraba mal y me trataba como a una mierda, en el fondo yo creo que lo respetaba y lo escuchaba y a cada rato estaba esperando una palabra de reconocimiento de su parte y nunca levanté la mano contra el grandísimo cabrón.

Laura Jáuregui, Tlalpan, México DF, mayo de 1976. ¿Ha visto usted alguna vez un documental de esos pájaros que construyen jardines, torres, zonas limpias de arbustos en donde ejecutan su danza de seducción? ¿Sabía que sólo se aparean los que construyen el mejor jardín, la mejor torre, la mejor pista, los que ejecutan la más elaborada de las danzas? ¿No ha visto usted nunca a esos pájaros ridículos que bailan hasta la extenuación para conquistar a la hembra?

Así era Arturo Belano, un pavorreal presumido y tonto. Y el realismo visceral, su agotadora danza de amor hacia mí. Pero el problema era que yo ya no lo amaba. Se puede conquistar a una muchacha con un poema, pero no se la puede retener con un poema. Vaya, ni siquiera con un movimiento poético.

¿Por qué seguí frecuentando durante algún tiempo a la gente que él frecuentaba? Bueno, también eran mis amigos, todavía eran mis amigos, aunque no tardaron, ellos también, en cansarme. Permítame que le diga algo. La universidad era real, la Facultad de Biología era real, mis profesores eran reales, mis compañeros eran reales, quiero decir tangibles, con objetivos más o menos claros, con planes más o menos claros. Ellos no. El gran poeta Alí Chumacero (que supongo no tiene ninguna culpa de llamarse así) era real, ¿me entiende?, sus huellas eran reales. Las de ellos, en cambio, no eran reales. Pobres ratoncitos hipnotizados por Ulises y llevados al matadero por Arturo. Trataré de resumir y ser concisa: el mayor problema era que casi todos tenían más de veinte años y se comportaban como si no hubieran cumplido los quince. ¿Se da cuenta?

Luis Sebastián Rosado, fiesta en casa de los Moore, más de veinte personas, jardín con luces a ras de césped, colonia Las Lomas, México DF, julio de 1976. En contra de todas las posibilidades que la lógica o los juegos de azar ofrecen, volví a ver a Piel Divina. No sé cómo consiguió mi número de teléfono. Según él, llamó primero a la redacción de Línea de Salida y allí le dieron el número de mi casa. Contra todas las prevenciones que mi sentido común me dictaba (pero ¡qué diablos!, así somos los poetas, ¿no?), concertamos una cita esa misma noche, en una cafetería de Insurgentes Sur a donde iba de vez en cuando. Por mi cabeza pasó ciertamente la posibilidad de que no acudiera solo a la cita, pero cuando llegué (con una media hora de retraso), dispuesto a marcharme en el acto si lo veía acompañado, la visión de Piel Divina solo, escribiendo casi recostado sobre la mesa, consiguió de golpe llenar de calor mi pecho hasta entonces entumecido, helado.

Pedí un café. Le dije que pidiera algo. Él me miró a los ojos y sonrió avergonzado. Dijo que ya no tenía dinero. No importa, le dije, pide lo que quieras, yo te invito. Entonces él dijo que tenía hambre y que quería unas enchiladas. Aquí no hacen enchiladas, le dije, pero te pueden traer un sándwich. Pareció pensárselo durante un momento y luego dijo de acuerdo, un sándwich de jamón. En total se comió tres sándwiches. Estuvimos hablando hasta las doce de la noche. Yo tenía que llamar a algunas personas, tal vez verlas, pero no llamé a nadie, o sí, llamé a mi madre, desde la cafetería misma, para decirle que llegaría tarde y de los demás compromisos me desentendí.

¿De qué hablamos? De muchas cosas. De su familia, del pueblo de donde era originario, de sus primeros días en el DF, de lo mucho que le había costado acostumbrarse a la ciudad, de sus sueños. Quería ser poeta, bailarín, cantante, quería tener cinco hijos (como los dedos de una mano, dijo, y extendió la palma de la mano hacia arriba, casi rozándome la cara), quería probar suerte en Churubusco, decía que Oceransky lo había probado para una obra de teatro, quería pintar (me contó con todo lujo de detalles las ideas que tenía para unos cuadros), en fin, en un momento de nuestra charla estuve tentado de decirle que en realidad no tenía ni idea de lo que verdaderamente quería, pero preferí callarme.

Después me invitó a ir a su casa. Vivo solo, dijo. Le pregunté, temblando, dónde vivía. En la Roma Sur, dijo, en un cuarto de azotea muy cerca de las estrellas. Le respondí que en verdad ya era demasiado tarde, más de las doce, y que debía acostarme pues al día siguiente iba a llegar a México el novelista francés J. M. G. Arcimboldi y unos amigos y yo le íbamos a organizar un recorrido por lugares de interés de nuestra caótica capital. ¿Quién es Arcimboldi?, dijo Piel Divina. Ay, estos real visceralistas realmente son unos ignorantes. Uno de los mejores novelistas franceses, le dije, su obra, sin embargo, casi no está traducida, al español, quiero decir, salvo una o dos novelas aparecidas en Argentina, en fin, yo lo he leído en francés, por supuesto. No me suena de nada, dijo, y volvió a insistir en que lo acompañara a su casa. ¿Por qué quieres que vaya contigo?, le dije mirándolo a los ojos. Por regla general, no suelo ser tan temerario. Tengo algo que decirte, dijo él, es algo que te interesará. ¿Cuánto me interesará?, dije yo. Él me miró como si no entendiera y dijo, de pronto agresivo: ¿cuánto de qué?, ¿cuánta feria? No, me apresuré a aclarar, cuánto me interesará lo que tienes que decirme. Tuve que refrenarme para no revolverle el pelo, para no decirle tontito, no estés tan a la defensiva. Es algo sobre los real visceralistas, dijo. Huy, no me interesa nada, dije. Siento decírtelo, no te lo tomes a mal, pero los real visceralistas (Dios, qué nombre) me resultan indiferentes. Lo que tengo que contarte sí que te interesará, seguro que te interesará, están preparando algo grande, ni te lo imaginas, dijo él.

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