Una vez puestos en antecedentes la reacción de Pancho fue inmediata.
Iba a salir y le iba a dar una madriza al tal Alberto.
Entre Quim y yo intentamos disuadirlo, pero no hubo nada que hacer. Así que tras hablar durante un cuarto de hora a solas con Angélica, Pancho dirigió sus pasos a la calle.
– Acompáñame, García Madero -dijo y yo como un tonto lo seguí.
Cuando salimos la determinación guerrera de Pancho había bajado varias décimas. Abrimos la puerta de calle con las llaves que nos había dado Jorgito, nos volvimos a mirar hacia la casa, me pareció ver a Quim observándonos desde la ventana de la sala y a la señora Font desde una ventana del segundo piso. Este asunto es bastante gacho, dijo Pancho. No supe qué contestarle, quién le había mandado abrir la boca.
– Mi historia con Angélica se ha acabado -dijo Pancho mientras probaba las llaves una tras otra sin acertar con la indicada.
En el Camaro había tres ocupantes y no dos como me pareció a primera hora de la mañana. Pancho se acercó a ellos con paso decidido y les preguntó qué era lo que querían. Yo me quedé unos metros detrás y el cuerpo de Pancho me ocultó la figura del padrote. Ni yo pude verlo ni él pudo verme. Pero escuché su voz, bien timbrada, como la de un cantante de rancheras, una voz arrogante pero no del todo desagradable, en modo alguno la voz que yo le hubiera puesto, una voz en donde no se percibía ni un ápice de vacilación y que contrastaba cruelmente con la de Pancho, que empezó a tartamudear y que hablaba demasiado alto, que se acercaba demasiado aprisa al insulto y a la agresión.
En ese momento, por primera vez después de todos los sucesos de aquella mañana, me di cuenta de que esos tipos eran peligrosos y quise decirle a Pancho que nos diéramos media vuelta y volviéramos a la casa de las Font. Pero Pancho ya estaba retando a Alberto.
– Bájate del carro, buey -dijo.
Alberto se rió. Hizo un comentario que no entendí. La puerta de su acompañante se abrió y fue el otro el que salió del coche. Era de estatura mediana, muy moreno, tirando a gordo.
– Lárgate de aquí, chavo. -Tardé en comprender que se dirigía a mí.
Luego vi que Pancho daba un paso atrás y Alberto se bajó del coche. Lo que siguió a continuación fue demasiado rápido. Alberto se acercó a Pancho (tuve la impresión de que le estaba dando un beso) y Pancho cayó al suelo.
– Déjalo solo, chavo -dijo el tipo moreno desde el otro lado, con los codos apoyados en el techo del coche. No le hice caso. Levanté a Pancho del suelo y volvimos para la casa. Cuando llegamos a la puerta me volví a mirar. Los dos tipos ya estaban otra vez dentro del Camaro amarillo y me pareció que se reían.
– Te dieron en la madre, ¿eh? -dijo Jorgito apareciendo de entre unos arbustos.
– El cabrón tenía una pistola -dijo Pancho-. Si me defiendo me hubiera disparado.
– Eso pensé yo -dijo Jorgito.
Yo no vi ninguna pistola, pero preferí callarme.
Entre Jorgito y yo llevamos a Pancho a la casa. Cuando ya íbamos por el camino de piedra que conduce al porche, Pancho dijo que no, que quería ir a la casita de María y Angélica, así que dimos la vuelta por el jardín. El resto del día fue más bien infame.
Pancho se encerró con Angélica en la casita. La sirvienta llegó tarde y se puso a hacer el aseo molestando a todo el que encontraba
cerca. Jorgito quiso salir a la casa de unos amigos pero sus papas no lo dejaron. María, Lupe y yo nos pusimos a jugar a las cartas en el rincón del jardín en donde tuvimos nuestras primeras conversaciones. Por un instante tuve la ilusión de que estábamos repitiendo los gestos de cuando recién nos conocimos, cuando Pancho y Angélica se encerraban en la casita y nos ordenaban salir, pero ya todo era distinto.
A la hora de la comida, en la mesa de la cocina, la señora Font dijo que quería el divorcio. Quim se rió e hizo un gesto como dando a entender que su mujer se había vuelto loca. Pancho se puso a llorar.
Después Jorgito encendió la tele y él y Angélica se sentaron a ver un documental sobre las arañas. La señora Font nos sirvió café a los que aún quedábamos en la cocina. La sirvienta antes de marcharse avisó que al día siguiente no vendría. Quim habló con ella unos segundos, en el patio, y le entregó un sobre. María preguntó si era una nota de socorro para alguien. Por Dios, hija, dijo Quim, todavía no nos han cortado el teléfono. Era su aguinaldo de fin de año.
No sé en qué momento Pancho se marchó de la casa. No sé en qué momento yo decidí que me quedaría a pasar la noche allí. Sólo sé que Quim, después de cenar, me llevó aparte y me agradeció el gesto.
– No me esperaba menos de ti, García Madero -dijo.
– Estoy para lo que necesiten -contesté estúpidamente.
– Ahora vamos a olvidar todas las bromas que han habido entre tú y yo y nos vamos a concentrar en la defensa del castillo -dijo.
No entendí a qué se refería con lo de las bromas, sí entendí a lo que se refería con lo del castillo. Preferí no replicar y asentí con la cabeza.
– Lo mejor es que las muchachas duerman en la casa -dijo Quim-, por motivos de seguridad, ya me comprendes, cuando la situación es de extremo peligro lo conveniente es reunir a la tropa en un solo reducto.
Estuvimos de acuerdo en todo y aquella noche Angélica durmió en la habitación de huéspedes, Lupe en la sala y María en la habitación de Jorgito. Yo decidí dormir en la casita del patio, tal vez con la esperanza de que María me hiciera una visita, pero tras darnos las buenas noches y separarnos estuve esperando infructuosamente durante mucho rato, recostado en la cama de María, envuelto en el olor de María, con una antología de Sor Juana entre las manos, pero incapaz de leer, hasta que no pude más y salí a dar una vuelta por el jardín. Proveniente de una de las casas de la calle Guadalajara o de la avenida Sonora, llegaba el sonido asordinado de una fiesta. Fui hasta la barda y me asomé: el Camaro amarillo seguía allí aunque en su interior no se veía a nadie. Volví a la casa, la ventana de la sala estaba iluminada y tras pegar la oreja a la puerta escuché unas voces apagadas que no pude identificar. No me atreví a llamar. En vez de eso di la vuelta y entré por la puerta de la cocina. En la sala, sentadas en el sofá, estaban María y Lupe. Olía a marihuana. María iba con un camisón de dormir de color rojo, que al principio tomé por un vestido, con bordados blancos en el pecho que representaban un volcán, un río de lava y una aldea a punto de ser destruida. Lupe aún no se había puesto el pijama, si es que tenía, cosa que dudo, e iba con una minifalda y una blusa negra y el pelo despeinado, lo que le daba un aire misterioso y atractivo. Cuando me vieron se quedaron calladas. Me hubiera gustado preguntarles de qué hablaban pero en lugar de hacerlo tomé asiento junto a ellas y les anuncié que el coche de Alberto seguía afuera. Ya lo sabían.
– Nunca había pasado un fin de año tan extraño -dije. María nos ofreció una taza de café y luego se levantó y fue a la cocina. La seguí. Mientras esperaba que el agua hirviera la abracé por detrás y le dije que quería acostarme con ella. No me contestó. Quien calla otorga, pensé, y besé su cuello y su nuca. El olor de María, un olor al que empezaba a desacostumbrarme, me enardeció tanto que me puse a temblar. En el acto me separé de ella. Recostado contra la pared de la cocina, por un instante temí perder el equilibrio o desmayarme allí mismo y tuve que hacer un esfuerzo para recuperar la normalidad.
– Tienes un buen corazón, García Madero -dijo ella mientras salía de la cocina portando una bandeja con tres tazas de agua caliente, el Nescafé y el azúcar. La seguí como un sonámbulo. Me hubiera gustado saber qué había querido decir con que yo tenía buen corazón, pero ya no me volvió a hablar.
Pronto comprendí que mi presencia allí era molesta. María y Lupe tenían muchas cosas que decirse y todas me resultaban incomprensibles. Por un instante parecía que hablaban del tiempo y al instante siguiente parecía que hablaban de Alberto, el padrote siniestro.