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Por supuesto, entonces no tenía ni idea de lo que el día nos iba a deparar.

Pancho, que durante la mitad del trayecto se mostró entusiasta, afable y extrovertido, durante la mitad final, conforme nos acercábamos a la colonia Condesa, varió su actitud y pareció sumirse otra vez en los antiguos miedos que su extraña (o más bien aparatosa y enigmática) relación con Angélica le provocaba. Todo el problema, me confesó nuevamente malhumorado, consistía en la diferencia social que separaba a su humilde familia trabajadora de la de Angélica, firmemente anclada en la pequeñaburguesía del DF. Para darle ánimos argüí que eso, sin duda, sería un problema para iniciar una relación amorosa, pero puesto que la relación ya estaba iniciada el foso de la lucha de clases se agostaba considerablemente. A lo que Pancho dijo que qué quería decir con que la relación ya estaba iniciada, pregunta un poco imbécil que preferí no contestar o contestar con un retruécano: ¿acaso eran Angélica y él dos personas normales, dos exponentes típicos e inmóviles de la pequeñaburguesía y del proletariado?

– No, pues no -dijo Pancho meditabundo mientras el taxi que habíamos tomado en Reforma con Juárez nos acercaba a velocidad de vértigo a la calle Colima.

Eso era lo que quería decir, le dije, que puesto que Angélica y él eran poetas, qué importaba que uno perteneciera a una clase social y el otro a otra.

– Pues mucho -dijo Pancho.

– No seas mecanicista, hombre -dije yo, cada vez más irreflexivamente feliz.

El taxista, de forma inesperada, apoyó mi discurso:

– Si usted ya se la benefició las barreras valen madre. Cuando el amor es bueno, lo demás no importa.

– ¿Ya ves? -dije yo.

– Pues no -dijo Pancho-, no lo veo muy claro.

– Usted éntrele con fe a su chava y déjese de chingaderas comunistas -dijo el taxista.

– ¿Cómo que chingaderas comunistas? -dijo Pancho.

– Pues eso de las clases sociales, oiga.

– Así que según usted las clases sociales no existen -dijo Pancho.

El taxista, que hablaba mirándonos por el espejo retrovisor, ahora se volvió, la mano derecha apoyada en el borde del asiento del copiloto, la izquierda firmemente aferrada al volante. Vamos a chocar, pensé.

– Para según qué, no. En el querer los mexicanos somos todos iguales. Ante Dios, también -dijo el taxista.

– ¡Pero qué chingaderas son éstas! -dijo Pancho.

– Le dijo Dimas a Gestas -replicó el taxista.

A partir de ese momento Pancho y el taxista se pusieron a discutir de religión y de política y yo aproveché para contemplar el paisaje que se sucedía monótono en la ventanilla: las fachadas de la Juárez y de la Roma Norte, y también me puse a pensar en María y en lo que me separaba de ella, que no era la clase social, sino más bien la acumulación de experiencia, y me puse a pensar en Rosario y en nuestro cuarto de vecindad y en las noches maravillosas que había vivido allí pero que sin embargo yo estaba dispuesto a cambiar por un ratito con María, por una palabra de María, por una sonrisa de María. Y también me puse a pensar en mis tíos e incluso me pareció verlos, alejándose por una de aquellas calles por las que pasábamos, tomados del brazo, sin volverse para mirar el taxi que se perdía zigzagueando peligrosamente por otras calles, inmersos en su soledad así como Pancho, el taxista y yo íbamos inmersos en la nuestra. Y entonces me di cuenta que algo había fallado en los últimos días, algo había fallado en mi relación con los nuevos poetas de México o con las nuevas mujeres de mi vida, pero por más vueltas que le di no hallé el fallo, el abismo que si miraba por encima de mi hombro se abría detrás de mí, un abismo que por otra parte no me atemorizaba, un abismo carente de monstruos aunque no de oscuridad, de silencio y de vacío, tres extremos que me hacían daño, un daño menor, es cierto, ¡un cosquilleo en la boca del estómago!, pero que por momentos se parecía al miedo. Y entonces, mientras iba con la cara pegada a la ventanilla, entramos en la calle Colima y Pancho y el taxista se callaron, o tal vez sólo Pancho se calló, como si diera por bien perdida su discusión con el taxista, y mi silencio y el silencio de Pancho me sobrecogieron el corazón.

Nos bajamos unos metros más allá de la casa de las Font.

– Aquí pasa algo raro -dijo Pancho mientras el taxista se alejaba alegremente mentándonos la madre.

A primera vista la calle presentaba un aspecto normal, pero yo también percibí un aire distinto al que tan vivamente recordaba. En la otra acera, sentados en el interior de un Camaro amarillo, vi a dos tipos. Nos miraban fijamente.

Pancho tocó el timbre. Durante unos segundos interminables no se produjo el menor movimiento en el interior de la casa. Uno de los ocupantes del Camaro, el que estaba sentado en el asiento del copiloto, se bajó y apoyó los codos en el techo del coche. Pancho lo estuvo mirando durante unos segundos y luego me repitió, en voz muy baja, que allí pasaba algo raro. El tipo del Camaro daba miedo. Recordé las primeras veces que estuve en la casa de las Font, de pie en la puerta, contemplando el jardín que a mis ojos se desplegaba lleno de secretos. De eso hacía poco y sin embargo me pareció que habían pasado varios años. Fue Jorgito quien salió a abrirnos.

Al llegar a la puerta nos hizo una seña que no entendimos y miró hacia donde estaba estacionado el Camaro. No contestó a nuestro saludo y cuando traspasamos la verja volvió a cerrar con llave. El jardín me pareció descuidado. El aspecto de la casa era distinto. Jorgito nos guió directamente hacia la puerta principal. Recuerdo que Pancho me miró interrogante y mientras caminábamos se volvió y examinó la calle.

– No te detengas, buey -le dijo Jorgito.

En el interior de la casa nos esperaban Quim Font y su mujer.

– Ya era hora de que vinieras, García Madero -me dijo Quim dándome un fuerte abrazo. No esperaba un recibimiento tan cálido. La señora Font estaba vestida con una bata de color verdinegro y zapatillas y parecía recién levantada, aunque después me enteré de que aquella noche apenas había dormido.

– ¿Qué pasa aquí? -dijo Pancho mirándome.

– Querrás decir qué no pasa -dijo la señora Font mientras acariciaba a Jorgito.

Quim, después de abrazarme, se acercó a la ventana y miró discretamente hacia afuera.

– No hay novedad, papi -dijo Jorgito.

Pensé de inmediato en los ocupantes del Camaro amarillo y poco a poco me fui haciendo una vaga idea de lo que ocurría en la casa de los Font.

– Nosotros estamos desayunando, muchachos, ¿quieren tomarse un cafecito? -dijo Quim.

Lo seguimos hasta la cocina. Allí, en la mesa de diario, estaban sentadas Angélica, María ¡y Lupe! Pancho ni se inmutó al verla, pero yo casi pegué un salto.

Lo que siguió a continuación es difícil de recordar, sobre todo porque María me saludó como si nunca nos hubiéramos peleado, como si nuestra relación pudiera reiniciarse de inmediato. Sólo sé que saludé a Angélica y a Lupe con naturalidad y que María me dio un beso en la mejilla. Después nos pusimos a tomar café y Pancho preguntó qué ocurría. Las explicaciones fueron variadas y tumultuosas y en medio de éstas la señora Font y Quim comenzaron a pelearse. Según la señora Font nunca había pasado unas fiestas de fin de año peores. Piensa en los pobres, Cristina, le replicó Quim. La señora Font se puso a llorar y se marchó de la cocina. Angélica salió tras ella, lo que provocó un movimiento por parte de Pancho que posteriormente se quedó en nada: se levantó de su silla, siguió a Angélica hasta la puerta y luego volvió a sentarse. Entre Quim y María, mientras tanto, me pusieron al corriente de la situación. El proxeneta de Lupe la había encontrado en el hotel La Media Luna. Tras una refriega, cuyos pormenores no entendí, Quim y ella consiguieron escapar del hotel y llegar a la calle Colima. De esto hacía un par de días. Advertida la señora Font, llamó a la policía y no tardó en acudir un patrullero. Éstos indicaron que si los Font querían presentar una denuncia tenían que ir a la comisaría. Cuando Quim les dijo que Alberto y otro tipo estaban allí, enfrente de su casa, los patrulleros fueron a hablar con el padrote y desde la verja Jorgito pudo ver que más bien parecían cuates de toda la vida. O el acompañante de Alberto también era policía, según afirmó Lupe, o los policías habían recibido una mordida lo suficientemente jugosa como para olvidarse del asunto. A partir de ese momento el cerco a la casa de los Font se estableció formalmente. Los patrulleros se marcharon. La señora Font volvió a llamar a la policía. Vinieron otros patrulleros y el resultado fue el mismo. Un amigo de Quim le recomendó a éste, por teléfono, que soportara como pudiera el cerco hasta que pasaran las fiestas. A veces, siempre según Jorgito, el único con agallas suficientes para espiar a los intrusos, venía otro coche, un Oldsmobile que se estacionaba detrás del Camaro, y Alberto y su acompañante, tras platicar un rato con los nuevos sitiadores, se largaban de forma ostentosa, incluso temeraria, haciendo rechinar los neumáticos y tocando el claxon. Al cabo de unas seis horas ya estaban de vuelta y el coche que los había reemplazado se marchaba. Estas idas y venidas, por descontado, quebrantaron el ánimo a los habitantes de la casa. La señora Font se negaba a salir, por miedo a que la secuestraran. Quim, ante el cariz que tomaba la situación, tampoco salía, según él por responsabilidad ante su familia, aunque yo creo qué más bien era por miedo a que le pegaran. Sólo Angélica y María habían traspasado el umbral de la calle, una sola vez y por separado, y el resultado fue nefasto. A Angélica la insultaron y a María, que temerariamente pasó junto al Camaro, la manosearon y la abofetearon. Cuando nosotros llegamos el único que se atrevía a salir a abrir la puerta era Jorgito.

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