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Aquella noche, al menos, yo no enfaticé ni critiqué a nadie ni me burlé del pintor que tan amablemente me había invitado a cenar, aunque sólo fuera para presumir, para hablar de exposiciones en Dallas o en San Diego, ciudades que por lo que me cuentan ya son casi parte de la República. Y luego me fui con Claudia y el acompañante de Claudia, un licenciado unos diez años mayor que ella, tal vez quince años mayor que ella, un tipo divorciado y con hijos universitarios, director de la filial de una empresa alemana en México, preocupado por todo y del que ya no recuerdo ni el diminutivo con el que Claudia lo llamaba de vez en cuando, poco después terminaron, así era Claudia, así es, ningún novio le duraba más de un año. La verdad es que no pudimos hablar demasiado, explayarnos, hacernos las preguntas que hubiéramos debido hacernos. De aquella noche recuerdo la cena, que comí con placer, los cuadros del pintor y de algunos amigos del pintor repartidos por la sala demasiado grande de su casa, el rostro de Claudia sonriendo, las calles nocturnas del DF y el trayecto, menos breve de lo que esperaba, hasta la casa de mis padres, en donde me alojaba hasta aclarar un poco mi situación.

Poco después partí hacia Puerto Ángel. El viaje lo hice en camión, desde el DF a Oaxaca y desde Oaxaca, en otra línea, hasta Puerto Ángel y cuando por fin llegué estaba cansado, con el cuerpo adolorido y con ganas únicamente de tirarme en una cama y dormir. La casa de Norman estaba en las afueras, en un barrio llamado La Loma, un chalet de dos plantas, la primera de cemento y la segunda de madera, con tejado acanalado y un jardín pequeño y agreste en donde abundaban las buganvillas. Norman, por supuesto, no me esperaba, sin embargo cuando nos vimos tuve la sensación de que él era la única persona que se alegraba de que hubiera regresado. La sensación de extrañeza, que no me abandonaba desde que pisé el aeropuerto del DF, comenzó a diluirse imperceptiblemente a medida que el camión se internaba por las carreteras de Oaxaca y yo me abandonaba a la certeza de que estaba otra vez en México y de que las cosas podían cambiar, aunque en el fondo no sabía si los cambios, de realizarse, serían para mejor o peor, como casi siempre pasa con los cambios, como casi siempre ocurre en México. El recibimiento de Norman, sin embargo, fue magnífico y durante cinco días nos dedicamos a bañarnos en la playa, a leer a la sombra del porche en sendas hamacas colgadas de unos clavos y que poco a poco fueron cediendo hasta dar con nuestros traseros en el suelo, a beber cerveza y a dar largos paseos por una zona de La Loma en donde abundaban los despeñaderos y, junto a la playa, en el límite mismo del bosque, las casetas cerradas de los pescadores a las que un ladrón, por ejemplo, hubiera podido acceder por el expeditivo método de la patada en la pared, patada que no dudábamos hubiera abierto un boquete o derrumbado la construcción entera.

La fragilidad de aquellas cabañas, pero esto lo pienso ahora, no entonces, en más de una oportunidad me provocaron una sensación extraña, no de precariedad ni de pobreza sino más bien de turbia ternura y de destino, seguramente no me sé explicar. Aquel lugar Norman lo llamaba «el balneario», aunque durante mi estancia allí no vi a nadie bañándose en las playas más bien broncas de esa parte de Puerto Ángel. El resto del día lo pasábamos hablando, sobre todo de política, de la situación del país, que veíamos desde ópticas distintas pero que a ambos nos parecía igual de grave, y luego Norman se encerraba en su estudio y preparaba un ensayo sobre Nietzsche que pensaba publicar en la Revista del Colegio de México. Pensándolo desde mi óptica actual, creo que no hablamos mucho. Es decir: no hablamos mucho de nosotros. Tal vez yo hablé de mí alguna noche. Le conté seguramente todas mis aventuras, mi vida en Israel y en Europa, pero hablar, lo que se dice hablar, no lo hicimos.

Al sexto día de estar allí, un domingo por la mañana, volvimos al DF. El lunes, Norman tenía que dar clases en la universidad y yo ponerme a buscar trabajo. Salimos de Puerto Ángel en el Renault de color blanco de Norman, que sólo utilizaba cuando venía a Oaxaca pues en el DF prefería moverse utilizando el transporte público. Al principio supongo que hablamos de lo mismo que habíamos hablado durante aquellos seis días, de La genealogía de la moral, de Niezsche, en donde Norman a cada nueva lectura encontraba más puntos de unión (y eso le pesaba) entre el filósofo y el nazismo que poco después se enseñorearía de Alemania, del tiempo, de las estaciones del año, que yo opinaba que iba a echar en falta y que Norman aseguraba que no tardaría en olvidar, de la gente que yo había dejado atrás pero a la que pensaba mandar de vez en cuando y sin falta algunas postales. No sé en qué momento empezó a hablar de Claudia. Sólo sé que de alguna manera lo supe pues a partir de entonces inmediatamente me callé y me puse a escucharlo. Dijo que la relación se había terminado poco después de que él se pusiera a trabajar en la universidad, algo que yo ya sabía, y que la ruptura no fue, como pensaron muchos, dolorosa. Ya sabes cómo es ella, dijo, y yo dije sí, ya lo sé. Luego dijo que a partir de entonces sus relaciones con las mujeres se habían enfriado. Después se rió. Recuerdo su risa con total claridad. No se veía ningún automóvil en la carretera, sólo árboles, montañas y cielo, y el ruido del Renault desplazando el viento. Dijo que se acostaba con mujeres, es decir, que todavía le gustaba acostarse con mujeres, pero que de alguna manera que no conseguía comprender cada vez tenía más problemas en este aspecto. ¿Qué clase de problemas?, le pregunté. Problemas, problemas, dijo Norman. ¿No se te levanta?, dije. Norman se rió. ¿Es eso, no te empalmas?, dije. Eso es un síntoma, dijo, no un problema. Ya me has contestado, le dije, no se te levanta. Norman volvió a reírse. Llevaba la ventana bajada y el aire le revolvía el pelo. Su piel estaba muy bronceada. Parecía feliz. Los dos nos reímos. A veces no se me empalma, dijo, ¿pero qué palabra es ésa: empalmar? No, a veces no se me pone dura, pero eso sólo es un síntoma y en ocasiones ni siquiera un síntoma. En ocasiones es sólo una broma, dijo. Le pregunté si no había encontrado a nadie en todo este tiempo, una pregunta cuya respuesta parecía obvia, y Norman dijo que sí, que de alguna forma sí había encontrado a alguien, pero que tanto él como ella, una profesora de filosofía divorciada y con dos hijos que no sé por qué imaginé fea, en cualquier caso menos hermosa que Claudia, preferían esperar, no adelantar acontecimientos, una relación en el frigorífico.

Después habló de los niños, los niños en general y los niños de Puerto Ángel en particular, me preguntó qué pensaba de los niños de Puerto Ángel y la verdad es que yo no pensaba nada de los niños de aquel pueblo que dejábamos atrás, ¡es que ni siquiera me había fijado en ellos!, y entonces Norman me miró y dijo: cada vez que pienso en ellos me centro. Tal cual. Me centro. Y yo pensé: mejor sería que mirara a la carretera y no a mí, y también pensé: algo pasa. Pero no dije nada. No le dije: conduce con cuidado, no le dije ¿qué pasa, Norman? En vez de eso me puse a mirar el paisaje, árboles y nubes, montañas, suaves colinas, el trópico, mientras Norman hablaba ya de otra cosa, de un sueño que Claudia había tenido, ¿cuándo?, hacía poco, lo llamó por teléfono una madrugada y se lo contó, muy buenos amigos, evidentemente. ¿Y sabes cuál era ese sueño?, me dijo. ¿Qué pasa, mano, dije yo, quieres que te lo interprete? Un sueño con colores, con una batalla al fondo, una batalla que se aleja y que al alejarse arrastra tras de sí todas las interpretaciones. Pero Norman dijo: soñó con los hijos que no tuvimos. No jodas, le dije. Ése era el significado del sueño. ¿La batalla que se aleja, según tú, eran los hijos que no tuvieron? Más o menos, dijo Norman. Esas sombras que combatían. ¿Y los colores? Lo que queda, dijo Norman, la pinche abstracción de lo que queda.

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