Литмир - Электронная Библиотека

– Si les insisto puede que hagan algún esfuerzo, pero no será como con Woung. Esta gente sólo se mueve por diversión, si no les propones nada interesante no se inspiran.

– No te preocupes por eso, tengo la impresión de que se divertirán. Lo primero que tienes que hacer al colgar es ponerte en contacto con ellos, y lo segundo leerte el texto. Son setenta páginas, te doy tres horas. Tengo que salir de casa de aquí a un rato, ¿para cuándo podrás confirmarme que podemos contar con tu amigo Günter?

– No sé, puedo intentar citarlo en el chat del Metaphisical. Y también a Woung. ¿Digamos a las cinco…?

– ¿No puede ser antes?

– ¿Antes?: eres un cabrón de mierda: a Günter tengo que localizarlo en Berlín por teléfono, y es posible que no esté en casa…, y además me estás jodiendo con tus…

– John!

– ¡Qué!

– Gracias.

– Vete a tomar po'1 saco.

Lo último fue en gaélico y precedió inmediatamente al cataclong de colgar el teléfono.

Enseguida, preso de un ataque de hiperactividad, consulté en la cabecera de El Periódico y marqué en el teléfono uno de los números que encontré.

– Primera Plana, buenos díaaas.

– Buenos días. Quisiera cierta información adicional sobre una noticia que ha aparecido hoy de El Periódico de Catalunya…

– Un momento, por favor, le paso con redacción.

En redacción otra señorita me pasó con Cosas de la Vida y en Cosas de la Vida un tipo me puso con Sucesos. Al fin llegué a alguien que parecía saber algo por sí mismo, pero resultó ser de los impertinentes:

– De qué empresa llama.

– Bueno, llamo en mi propio nombre.

– ¿Y cuál es su propio nombre, si no es mucho pedir?

– Pablo Cabanillas.

– ¿Pariente del político?

– Nada que ver.

– ¿Pariente de alguien que valga la pena mencionar?

Hijo bastardo de tu puta madre y un auxiliar de la Quinta Flota, iba a decir, pero me contuve.

– Soy investigador privado, no tengo inconveniente en darle mi número de licencia si es necesario. La cuestión es que este accidente puede tener que ver con uno de mis clientes.

– Lo siento, licenciado, pero no facilitamos más infomación que la que se publica.

– Lo supongo, pero no espero que me digan nada que no pudiera averiguar yo mismo pasándome por el lugar del accidente, sólo pensé que el reportero que hubiera estado allí podría ahorrarme un poco de trabajo, nada más.

– No hacemos excepciones a la norma. Además, el redactor que cubrió la información no está en este momento.

Bah: a la mierda. Sólo uno de cada diez mil tíos es así, pero cuando uno da con él no hay nada que hacer. Y supuse que la Guardia Urbana aún iba a ser menos explícita, así que decidí adelantar otra de las vías de investigación posibles. Busqué el número del despacho de Robellades entre los papeles salidos de mi impresora y llamé. Contestó una voz distinta a la de la primera vez, una veinteañera.

– Buenos días, ¿con el señor Robellades-padre, por favor?

– ¿De parte de quién?

– Pablo Molucas, un cliente.

– Ah, sí: el señor Robellades dejó anoche un informe para usted. Tendrá que ausentarse durante un par de días a causa de un fallecimiento en la familia. No hay nadie más en la oficina, pero si no puede usted pasar a recogerlo puedo enviárselo con un mensajero, a menos que prefiera esperar unos días y comentarlo con el propio señor Robellades…

Le dije que estaba enterado de la muerte del chaval por el periódico y, después de preguntarle, me explicó que lo enterraban al día siguiente. Trasladarían el cuerpo a la capilla ardiente de Sancho de Ávila esa misma mañana. Le pedí también que me recordara la dirección de sus oficinas y quedé en que seguramente pasaría esa misma mañana a recoger el informe.

A lo visto, los del anatómico-forense habían dado por examinado el cadáver. ¿Qué podía concluirse de eso?: ni puta idea. Aproveché el momento de incertidumbre para hacerme el primer café, fumarme un porro de mil pelas, ducharme y vestirme. Pensé que la actividad me ayudaría a canalizar el mal rollo.

En la calle, el sol, la primavera redondeando su exposición final: aceras iluminadas como pasarelas de desfile, amas de casa fatigando mercados, grupos de oficinistas volviendo del desayuno, viejos ávidos de infrarrojos y palomas mutiladas comiendo guarrerías. Afortunadamente la generación Play Station estaba ya en el colegio y nadie daba po'1 saco con bicicletas y pelotas. Llegué al cruce de Guillamet y Travesera sin darme cuenta del camino que seguía, torciendo aquí y allá al capricho de las aceras en sombra.

Cuando llegué a la esquina del accidente, nada me pareció indicar que hubiera ocurrido un choque esa misma madrugada. Las vallas amarillas que formaban un pequeño paso protegido para los peatones se habían restituido, y la otra valla continua de chapa metálica que limitaba la excavación había sido reparada. Tuve que fijarme para identificar el lugar del golpe, pero una vez encontrado el primer indicio, los demás fueron apareciendo solos: el brillo del polvo de cristales sobre el asfalto, algún travesaño metálico deformado y, sobre todo, un largo frenazo que oscurecía el piso en un trazo curvo. La prolongación imaginaria de su trayectoria indicaba que el coche procedía de Guillamet y se había abierto demasiado al tomar la curva con Travesera. Se reconocían también evidencias de otro frenazo, de huella más fina y corta, que se detenía en seco poco antes de cortar oblicuamente al más largo. Eso sugería dos coches a toda hostia tratando de detenerse en plena curva: uno se lleva las vallas por delante y derriba el murete metálico; el otro se detiene poco antes, o quizá choca con el primero, a juzgar por el brillo de cristalitos amarillo auto.

Para salir de dudas quise ver si el vehículo caído mostraba alguna abolladura lateral, de modo que eché un vistazo al hueco de la excavación por encima del murete. La altura era tremenda, como de cuatro o cinco pisos, y no parecía fácil izar un coche desde el fondo, pero el coche ya no estaba allí. La única línea de investigación posible en estas circunstancias era seguir hacia atrás las huellas del frenazo y tratar de establecer dónde pudo iniciarse la persecución, si es que la hubo. El tráfico escaso en aquel tramo me permitió embocar Jaume Guillamet caminando por la calzada, atento al suelo. A menos de cincuenta metros por debajo del número 15 (justo al lado del taller de chapa y pintura) encontré otra huella de neumáticos: una arrancada furiosa, sin duda. Eso era lo que andaba buscando, pero no quise detenerme allí mucho tiempo y seguí caminando. Se me ocurrió entonces hacerme pasar por periodista y tratar de sacarle información a alguno de los vecinos que mencionaba El Periódico. Pero a la vista de los numerosos edificios desde donde era posible haber visto algo comprendí lo difícil que podía ser la labor de identificar a esos testigos. Y comprendí también lo absurdo de ponerme a investigar la muerte del detective que había contratado justamente para investigar por mí. Absurdo y acaso peligroso.

Me costó el tiempo de un Ducados entero ver pasar un taxi libre. Lo paré y le pedí al conductor que me llevara a la entrada principal del Clínico. Antes de recoger a Bagheera bien podía husmear un poco por allí, quedaba apenas a un par de manzanas por debajo del garaje de Villarroel donde la había aparcado.

– Quisiera saber si sigue aquí el cuerpo de Francesc Robellades o si lo han enviado a algún tanatorio exterior. Ha muerto esta noche en accidente -le dije en el hospital a la tipa del mostrador de información, muy solícita. Consultó en el misterio de una pantalla de ordenador de la que yo sólo veía la trasera:

– El cadáver ha salido ya del Instituto Forense. Deben de estar a punto de trasladarlo a Sancho de Ávila.

– ¿Sería posible hablar con algún médico que conozca el caso?

Algo me dijo la tipa acerca de los horarios de información médica, pero me desanimó advirtiéndome que suelen hablar sólo con la familia más directa. Sé que Sam Spade se hubiera ido directamente a la puerta principal del pabellón adecuado, hubiera recorrido los pasillos haciéndose pasar por neurocirujano y habría conseguido incluso examinar el cadáver con sus propios ojos. Y no digamos lo que hubiera conseguido la señora Fletcher. Pero a mí me daban vahídos sólo de pensar en ir examinando cadáveres de accidentados hasta dar con el que me interesaba. No me quedaba más recurso que la retirada.

54
{"b":"100450","o":1}