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– ¿Me tomas el pelo, mocosa?

– Qué pasa. Ése es mi nombre…

– Bueno, a ver -tercia el otro poli-, ¿qué le quieres al inspector Galván?

– Que me encontré un mechero muy bonito, y creo que es suyo

– lo saca del bolso-. Es éste.

– Pues sí, parece el suyo -dice el gordo examinando el Dupont, en cuyas junturas aún hay rastros de arena.

– Lo encontré en un torrente del Guinardó, en un sitio en el que no pasa casi nadie -dice Amanda triturando la paja con los dientes.

– ¿Y cómo sabías tú que pertenece al inspector Galván?

– Le cuento: iba yo un día tan tranquila…

– ¿Y qué hacías tú en el Guinardó -corta el subinspector

gordo-, un barrio tan alejado del Chino?

– Mis abuelos viven allí, voy todos los veranos. Tengo una bicicleta y voy a clases de violín… Entonces, iba yo tan tranquila con mi bici cuando, al pasar más arriba de donde vive David, un chico que he conocido este verano, vi a un señor alto cavando un hoyo con una azada muy grande. Se había quitado la americana y la tenía doblada en el suelo junto a un perrito muerto con sangre en la cabeza, y encima de la americana había un paquete de Lucky y este encendedor, me fijé porque parecía de oro y brillaba… No me paré a mirar el enterramiento porque me dio pena, conocía al perrito, era de mi amigo, así que seguí mi camino, y una hora después, cuando volví a pasar de vuelta a casa, me acerqué con la bici pero no supe dar con la tumba del perrito. Di unas cuantas vueltas y en una de éstas me encontré el encendedor en el suelo…

– ¿Y por qué has tardado tanto en devolverlo? Pensabas quedártelo, seguro.

– No señor -abre otra vez el bolso de plexiglás y hurga en su interior, pero no saca nada-. ¡Córcholis! Olvidé la polvera en casa

– dice arrimando el pubis, como sin querer, a la oronda rodilla del subinspector sentado en el taburete con las piernas muy abiertas-. No era mi intención quedármelo, pero qué podía hacer yo si no sabía quién era aquel enterrador de perros…

– ¿Has oído eso, Tejada? -dice el gordo sin apartar los ojos de la niña-. ¡Qué enterrador de perros ni qué leches! ¡De qué estás hablando!

– Le cuento, señor. Pasaba yo cerca del cañaveral con mi bici y veo algo que asoma en la arena del torrente, y me digo: es una pata del perrito, que a lo mejor se ha estirado debajo de la tierra, a veces pasa, yo vi a mi abuela levantar el brazo cuando ya estaba dentro del ataúd. -Adelanta el cuerpo hacia el mostrador y apoya la mano con aire distraído en el muslo butifarrón del policía, alcanzando una oliva con la otra mano. Se la echa a la boca y añade-: No están tan malas. Tienen el paladar muy fino, ustedes… Pues decía que la pata del perro hacía un gesto como que me llamaba. ¿Ustedes han visto alguna vez la patita de un perro enterrado de mala manera asomando tiesa de debajo de la tierra? Es algo que da grima, de verdad de verdad se lo digo. Total, que me bajé de la bici y me acerqué, y entonces vi que no era la patita del perro lo que asomaba, había sufrido una falsa impresión, porque soy una chica un poco sentimental, ¿saben?, no era más que una rama de pino medio enterrada allí. Y entonces, allí mismo, fue cuando me fijé en este mechero tan bonito. Se le caería al inspector al recoger la americana…

– Conque enterrando un perro -corta impaciente el gordo-. Qué extraño. El inspector Galván enterrando perros. ¿Por qué lo haría?

– Porque el perro estaba muerto, señor. Él lo había matado.

– No me digas. ¿Has oído eso, Tejada? ¿Y por qué lo mató?

– Porque era muy viejo y estaba enfermo, y pensaría que no valía la pena perder el tiempo llevándolo al matadero del veterinario…

– ¡Pero bueno, Tejada, ¿no oyes lo que dice?! ¿Desde cuándo nos dedicamos a estos trabajitos? ¿Habrá paga extra por liquidar a un perro? -se ríe el gordo mirando a su compañero, luego se vuelve a ella-: ¿De qué leche de perro muerto me estás hablando, se puede saber, nena?

– Ya se lo he dicho, era el perrito de mi amigo David -se queda unos segundos pensativa, repiqueteando con los dedos en la morcilla del muslo rechoncho, mientras el poli la observa con media sonrisita.

– ¿Cómo has dicho que te llamas, monada?

– Amanda, para servirle. Entonces, como les iba diciendo, estaba yo que no sabía qué hacer con el encendedor, hasta que David me dijo que conocía al señor inspector. Yo se lo daré, me dijo, pero así de entrada no le creí. Verán, no conozco mucho a este chico, pero sé que es un poco pispa y bastante fullero. Y este encendedor es precioso y de mucho valor, parece de oro macizo. Seguro que se lo habría mangado. Total, que le dije no, mira, me dices cómo se llama este señor y dónde le puedo ver, y yo misma se lo devolveré, porque a lo mejor me gano una buena propina. Y entonces he ido a la Jefatura de Policía y me han dicho que lo encontraría aquí… Bueno, pues ya está, ahora me tengo que ir. Ustedes le dan el mechero al inspector y por favor no se olviden de explicarle cómo lo encontré y dónde; que me fijé porque, mientras él cavaba el hoyo, el perrito muerto soltaba sangre de un agujero de la cabeza…

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué habíamos de explicarle al inspector Galván toda esta monserga? -le interrumpe el subinspector flaco.

Amanda tarda unos segundos en responder. Se ajusta las gafas de sol sobre la nariz, agarra firmemente su bolso de plexiglás y dice:

– Porque es la verdad, señor.

– Oye, ¿en tu casa saben que te pintas los morritos? -dice el gordo.

– Es mi color natural -gorjea Amanda.

– No digas mentiras que te crecerá la nariz. ¡Otro tinto para mí y otro cinzano para Tejada, Mario! ¿Sabes una cosa, niña? Un día de estos le voy a romper las pelotas a alguien.

– ¿Y eso? -dice Amanda.

El gordo la mira como si la cara de esta chica fuera un jeroglífico, y no responde. Desde hace un buen rato la está mirando de un modo distinto. Amanda deja el vaso de horchata en el mostrador.

– Bueno, ya les he contado lo que pasó. Ahora tengo que irme.

Sin quitarle la vista de encima, el gordo alcanza el palillero y con el dedo encapuchado de la otra mano se toca la bragueta.

– Espera. ¿Por qué leches miras tanto la hora en tu reloj de cartulina?

– Porque tengo prisa, señor.

– ¿Cómo es que tu madre te deja salir vestida como un lorito?

– esgrime el boquerón ensartado en el palillo y de pronto la proximidad física, la voz y la transpiración misma de este remedo procaz de mujercita sele antoja un agravio-. ¿Te has mirado en el espejo, pimpollo?

Amanda ya se iba, pero se vuelve y se le encara con la mano en la cadera.

– Usted me habla así, señor policía, porque se cree que soy una analfabeta, una chica de barriada pobre que no ha ido a una escuela de pago y no tiene estudios ni amistades finas, ni recomendaciones ni buen gusto para nada. Pues sepa usted que estas gafas de sol, por ejemplo, son una monada, y son igualitas a las que lleva Ginger Rogers. Y no me diga que Ginger Rogers no tiene buen gusto porque entonces es que usted está ciego y además es un zoquete…

– ¡Di que sí, niña! ¡Así se habla! -exclama el flaco con una risotada-. ¿Has oído eso, Quintanilla?

– Vaya con el lorito -dice el otro fijándose en los dedos de la impertinente engarfiados en la cadera. Las uñas ribeteadas de luto son impropias de una niña tan presumida y resabiada-. Dime una cosa, lista. ¿Alguna vez has tenido problemas con la autoridad?

– Nunca, no señor.

– Pues yo diría que no tardarás en tenerlos. Y repito: yo a ti te conozco… ¿Sabes lo que pareces, puñetera? -le echa un chorro de sifón al vaso de tinto y añade riéndose-: ¡Una muñequita escapada de una casa de meucas!

– Venga, Quintanilla, acabemos de una vez -le advierte su compañero sin apartar la vista del periódico-. Que se largue, y tú guárdate el mechero. La temporada que viene, el Coruña a segunda. No hay derecho. Y mira que Acuña es bueno… Lárgate, niña.

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