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– Yo no tuve nada que ver con todo aquello. El tío ya estaba sentado en la ventana y tenía un pie en el otro barrio, como quien dice, y a Galván no le dio tiempo a pensar en nada y además no estaba para puñetas, llevaba el brazo en cabestrillo y le dolía mucho la clavícula, ¿te acuerdas?, se la había roto en las escaleras de la comisaría de Horta, y encima aquel renegado hijo de puta lo había puesto a parir durante el interrogatorio, así que ya no pudo aguantarse más, no te muevas que te frío, le dijo, y perdió el control, date cuenta, un hombre como Galván, que sabe arrancarle una confesión al más pintado, siempre tan paciente y tan flemático, y que de pronto no puede contenerse y se acerca a la ventana y lo empuja, vuela si tanto lo deseas, cabrón, le dijo. Yo no tuve nada que ver…

– La verdad es que fue como empujar un cadáver. Un suicida que te está pidiendo el último empujón, así es como lo explicó después el comisario jefe.

– Sí, porque de todos modos el infeliz se habría tirado -añade el flaco.

– No sé -dice el gordo-, yo no estoy tan seguro de eso.

– Porque no estabas presente. Míralo así: su única escapatoria era la ventana. Creo que yo también lo habría intentado.

– El más atolondrado fue Montero -dice el gordo-, que sacó la pistola y le disparó cuando ya no hacía falta. Dos balas en los riñones, así cayó más aplomado.

– La palmó por la caída al patio, no por los disparos -dice el flaco.

– Qué más da -resopla su compañero encogiéndose de hombros-. Puede pasarle a cualquiera. ¿Y qué hicieron con él?

– Al depósito del Clínico -gruñe el flaco enfrascado de nuevo en el periódico-. Hubo que inventar algo sobre la marcha, buscar a alguien que lo identificara como otra persona, un vagabundo sin familia al que nadie va a reclamar…

– ¡Vaya manera de perder el tiempo y complicarse la vida! -opina el gordo.

– Di que sí. Pero ya sabes que a Portela le gusta ser legal. ¿Qué hora tenemos, colega?

– La una menos veinte.

– Va usted cinco minutos atrasado -la voz dulce a su espalda pertenece a una niña sonriente que está consultando el relojito de feria plastificado y de vivos colores que luce en su muñeca-. Es la una menos cuarto, señor.

Vía Layetana bajando, acera de la derecha batida por el sol, y allí en la esquina, en medio del transitar agobiado y pesaroso de la gente, esa niña que parece haberse apropiado de todos los colores y fulgores del día se para un momento y consulta su relojito de celuloide con números amarillos y agujas de purpurina. La esfera es celeste y la correa que ciñe la muñeca, de color violeta transparente con franjas amarillas. ¿Por qué lo miras, hermano, si sabes que los números mienten y las manecillas son pintadas y marcan siempre la misma hora, la una menos cuarto? ¿Consultas tu reloj de pacotilla para fingir que eres una persona ocupada, alguien con cierta prisa por llegar a una cita importante? La una menos cuarto, dicen las agujas plastificadas, y me gusta pensar que, por un capricho del destino, ésa es precisamente la hora exacta en todos los relojes, la misma hora cabal que marca el reloj de verdad del inspector Galván saliendo apresuradamente del Bar Sky para coger el metro en Jaime I y llegar a tiempo de ver salir a su hija del colegio de monjas, mientras aquí los viandantes ven pasar a una adolescente de largas piernas oscuras que camina deprisa y muy tiesa, levemente recostada hacia atrás y risueña, como si un viento frontal alterara su verticalidad y eso le gustara.

Hablo desde una trinchera moral en el tiempo que me permite neutralizar la nostalgia, y, por supuesto, el repudio y la burla o el simple estupor que seguramente suscitó el paso de esta niña valiente por la calle. Es probable que yo mismo, de haberme cruzado con ella, no la hubiese reconocido. Ahí va, investido poco menos que de inconsciente putilla y con el persistente zumbido en sus oídos y en su corazón, exhibiendo un violento carmín en los labios y un hormigueo de maracas en las caderas. Luce la faldita amarilla con grandes bolsillos verdes y la blusa sin mangas de color azafrán estampada con espigas y amapolas desvaídas, el bolso de plexiglás rojo y larga correa colgado del hombro, los cabellos de paje recogidos en la nuca con una goma, las gafotas de sol de montura blanca, el rebelde flequillo cabalgando su frente y la boina roja ladeada sobre la oreja. En su brazo derecho, un poco por debajo de la marca de la vacuna, una mariposa de calcomanía pegada a la piel despliega sus alas negras con lunares rojos. Las rodillas mohínas y los finos tobillos brillan al sol, y las sandalias de goma de color marfil dejan al aire el puente saltarín, atolondradamente sonrosado y sensual, de sus ágiles pies. La serena firmeza del mentón, su aire levantisco, es lo único que a ratos podría traicionar esa apariencia postinera y festiva, pero ¡qué fulgor en su mirada desafiando el trajín de la calle, qué intensa la emoción que le embarga en medio de toda esa patraña bajo el sol! ¡Y de qué modo tan alegre y confiado sus grandes ojos reflejan la luz del día, cómo ama la vida esta muchacha que sonríe impúdicamente a los viandantes!

El gesto tan espontáneo de consultar el relojito plastificado y sin horas lo entiendo ahora como un guiño irreprimible a un ideal de la personalidad, o tal vez no es más que un respingo de la propia impostura, el toque convencional de veracidad que requiere semejante artificio ornamental, dedicado no tanto a la galería -este señor que enciende un puro y la mira de refilón al cruzarse con ella- como a sí mismo: un reflejo nervioso de la tensión manipuladora que cultivó siempre y de manera muy especial cuando se veía enfrentado a sus espejismos personales, esos que, con el tiempo, forjarían su destino.

Está llegando al bar de los policías y entra con la mayor cautela. Despacio, con una mano en la cintura, colocando cuidadosamente un pie delante de otro, moviendo las caderas con más imaginación que curvas, avanza hasta el extremo del mostrador. Tienen que ser esos dos, piensa; le ha bastado arrimar el hocico a sus sobacos sudorosos. Pide una horchata, la paga y se queda allí un buen rato sorbiendo del vaso con una paja y escuchando el murmullo de sus comentarios sobre el cadáver machacado cuya identidad hubo de ser camuflada, y total para qué tantos miramientos, etcétera. Cuando sus oídos ya han soportado bastante -no ha venido a escuchar trapacerías de guripas tabernarios, y además está impaciente por llevar a cabo lo que se ha propuesto-, se sitúa sigilosamente a su espalda con el vaso de horchata en la mano y la paja en la boca, estira los bordes de la falda amarilla y carraspea.

– Perdonen. ¿Conocen ustedes a un inspector que se llama Galván?

– Se acaba de ir -dice el subinspector flaco con una oliva pinchada en un palillo y bastante recochineo en la mirada al ver la pinta de la niña-. ¡Ahí va, qué es eso!

– ¿Para qué quieres verle, al inspector? -dice el gordo girando despacio en su taburete. Parece no dar crédito a sus ojos y con su negro dedo encapuchado apunta a la niña como si indicara un bicho raro-. ¿Qué tenemos aquí, Tejada?

– Estoy buscando al inspector Galván. Le conocen, ¿verdad? ¿Podrían darle un recado de parte mía?

– Qué recado -dice el poli canijo, pero en vez de esperar respuesta se vuelve al mostrador, cierra momentáneamente el periódico y ordena al mozo una ración de boquerones en vinagre, rápido, estas olivas rellenas están pochas, Mario, ¿dónde las tenías, en el chocho de tu abuela?, escupe en el suelo y luego se encara de nuevo con ella-. A ver, ¿tú quién eres, niña?

– A esta golfa yo la conozco de algo -dice el gordo-. Fíjate en su boquita de boquerón, Tejada. Yo te he visto en alguna parte… ¿Tú no andabas por el Chino vendiendo claveles?

– No, señor.

– Pero vives por ahí, juraría que te he visto.

– Bueno, sí…

– ¿Cómo te llamas?

– Amanda Espinosa de los Monteros, para servirle.

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