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– Sí señor.

David se aturulla, un montón de preguntas se atropellan en su boca. Acierta a ver en la penumbra el fulgor de las pupilas del proyeccionista, sus manos sucias de grasa y la punta de un trapo también engrasado que asoma por uno de los bolsillos del mono.

– Usted es Fermín, ¿verdad?

– Ése es mi nombre. Pero no me lo gastes mucho.

– Quería pedirle una cosa. El señor Auge me dejaba entrar en el cine gratis, pero el nuevo acomodador no me conoce.

– Dile que vienes de parte mía y te dejará pasar.

– ¿Puedo traer a un amigo?

– Sí, hombre. Ahora vete y cuidado no pierdas el sobre.

– La peli no ha terminado.

– Está bien. Pero luego a casa pitando.

Un amigo de mi padre, le dice a Paulino al volver a su lado. Nuevamente la luna llena, lenta y emboscada, atraviesa la noche de un extremo a otro de la pantalla, y Paulino cierra los ojos, se estremece y extiende las garras. Ambos se ríen, juegan a ser valientes en la oscuridad y a rebufo de la película, mezclando sus risas con los aullidos del señor Talbott.

– Hay mucho resentimiento hoy en día, es verdad, para darse cuenta basta con salir a la calle y hablar con la gente, pero ese resentimiento viene porque muchos están pagando errores pasados. Quiero decir que casi todo el mundo tiene algo que ocultar… Vivimos una época terrible, señora Bartra. Con sólo decir la verdad, ya le estás buscando la ruina a alguien.

– Cuando habla de la verdad -dice la pelirroja con sorna-, naturalmente se refiere usted a la verdad que sustenta el régimen. Pues mire, ya la conocemos, esa verdad: todos culpables, todos pecadores, todos dignos de lástima y merecedores de penitencia. Ciertamente, así no hay posibilidad de errar al impartir justicia.

– Está pensando otra vez en su marido.

– No, señor, no estoy pensando en mi marido -responde ella mientras llena las tazas de café-. ¿Dos terrones?

El inspector Galván asiente sin dejar de mirarla. Cuando empieza a remover el café con la cucharilla, se decide a hablar con la voz ligeramente impostada, la más suave.

– ¿Sabía usted que hasta hace muy poco yo tomaba mis cafés, en el bar al lado de Jefatura, siempre sin azúcar? Ni dos ni uno ni medio terrón, nada, ni un gramo. Pues bien, ¿recuerda la primera vez que me invitó? Usted me preguntó si lo tomaba con azúcar y yo le dije que sí, todavía no sé por qué. Me di perfecta cuenta y podía haber rectificado, pero no lo hice, y acto seguido usted me preguntó ¿un terrón o dos?, y yo le dije dos, y tampoco sabría explicarle por qué le dije dos… Fue algo muy extraño, y todavía hoy me pregunto qué me indujo a hacer tal cosa.

Después de un silencio, la pelirroja dice:

– Pues usted sabrá.

– Supongo -titubea el inspector- que no deseaba contrariarla.

– Qué tontería. ¿Por qué iba a contrariarme que tomara usted el café sin azúcar, si es así como le gusta?

– Ya le digo, no tiene ninguna explicación.

– En fin, qué más da.

– Es que nunca me había pasado una cosa así -insiste el inspector-. Nunca.

– Bueno, estaría usted distraído, pensando en otra cosa…

– No, no estaba pensando en otra cosa. Es muy extraño lo que me pasó, ¿no cree?

– ¿Por qué le da tanta importancia? -dice ella, empezando a sentirse incómoda.

– No, ya sé que no la tiene. Pero fíjese, uno cree estar seguro de sus gustos, acostumbrado a una serie de cosas, a sus propias manías y rutinas, digamos, ¿verdad?, y un buen día, de pronto… El caso es que desde entonces tomo el café con dos terrones, y no sólo aquí, en su casa, sino también en la mía, y en los bares.

– Vaya.

– ¿Y quiere saber otra cosa? También yo bebía bastante antes de conocerla a usted.

– ¿Ah, sí? ¿Y ahora ya no bebe?

– No. Ahora ya no.

La pelirroja se queda mirando a su invitado un poco confusa.

– Ha cambiado usted de conversación hace ya un buen rato, inspector. ¿Por qué?

El inspector medita lo que va a decir, bajando el tono:

– Porque no le conviene excitarse, señora Bartra. Recuerde lo que le dice el médico.

– Qué sabe usted lo que me dice el médico.

– Sé que tiene usted que medicarse. Sufre hipertensión desde el tercer mes de embarazo, oí comentarios de sus vecinas…

– Confío en que sólo oyera usted eso -sonríe ella a través del humo y el aroma del café, con el borde de la taza rozando su rosado labio inferior un poco descolgado, ansioso del contacto. Bebe un sorbo sin apartar los ojos del inspector y añade-: En fin, esperemos que algún día me traiga usted una buena noticia. Ya sabe a qué me refiero.

Por el momento, lo que el inspector ha traído, cuando ella ya había dispuesto sobre la mesa camilla la bandeja con el café recién hecho, no han sido precisamente buenas noticias; el collar y la correa del perro, que tanto le habría gustado recuperar a David, es casi seguro que se han perdido. El veterinario no lo tiene ni recuerda habérselo quitado al animal, lo siento mucho. Además del habitual obsequio de la bolsita azul de torrefacto y un cuarto de mantequilla, gracias, por qué se ha molestado, este sábado ha traído para David dos tabletas de chocolate pensando con ello atenuar de algún modo su disgusto por la pérdida de la correa y el collar. Pero lo verdaderamente chocante ha sido verle presentarse con una rosa blanca en la mano, medio oculta a la espalda y sostenida sin miramiento, cabeza abajo y con el tallo envuelto en papel de estaño. Tenga, póngala por ahí, ha farfullado con la voz apagada y el gesto apremiante, como si el papel de estaño le quemara la mano. La cuñada de un subinspector amigo mío tiene una floristería cerca de aquí y siempre que paso se empeña en que me lleve una rosa… Le creo sólo a medias, dice ella con una sonrisa mal disimulada. Sintiendo en el fondo de su corazón una punzada de gratitud y de tristeza y de afecto cuyas consecuencias no sabría calibrar, sostiene la mirada del inspector. Éste acaba por encogerse de hombros y recupera la voz ronca: Haga como le parezca. Otro silencio y añade: Si no la quiere, pues a la basura… ¿Cómo viene usted de tan mal humor? Por supuesto que la quiero, dice ella, qué culpa tiene la rosa.

Se trata de una rosa blanca y abierta, casi puedo olerla cuando la pelirroja se la acerca a la nariz. Ahora está derramando su esbelta fragancia en el búcaro de la mesa camilla, entre la lámpara y la radio. ¿Es prudente aceptarla?, le pregunto a su corazón. Mientras la huele otra vez, cabeceo y ella susurra ahora no, por favor, pórtate bien, cerrando los ojos y mordiéndose el labio.

El policía la mira solícito y grave.

– ¿Decía usted?

– Nada. Este demonio acaba de obsequiarme con un revolcón… Pero vamos a lo que le interesa, inspector, a lo que se supone le trae aquí. Mire, se lo repetiré una vez más: usted sabe cosas de mi marido que no quiere que yo sepa.

El inspector se mira las manos con aire taciturno y calla. Sea cual fuere el sentimiento que le trae a casa con tanta frecuencia, movido por una mezcla de compasión y de mala conciencia y de aquella pulsión más íntima ya desde la primera visita, si lo que desea secretamente es que sus silencios resulten más elocuentes que sus palabras, hoy lo está consiguiendo plenamente. Expectante, sin apartar los ojos de él, mamá se agarra al brazo del sillón y endereza la espalda, mientras con la otra mano, sin ningún pudor, sujeta el bajo vientre como queriendo evitar mi caída, o cuando menos otro inoportuno cabezazo en la pelvis. Quieto, cariño, no me atosigues. Estoy velando tus sueños. Una imperceptible sonrisa ilumina la palidez de su rostro, y, sin dejar de mirar al hombre sentado frente a ella, añade en voz alta:

– Ahora debes portarte bien porque el señor inspector tiene algo importante que decirnos.

– Verá usted -empieza él por fin, con la voz enredada en humo y saliva-, no estoy seguro de obrar del modo más conveniente. No quisiera aumentar sus preocupaciones revelando algo que en el fondo no tiene mucha importancia… Preferiría ahorrarle un disgusto.

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