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– Señora Bartra. Señora -llama el inspector inclinando sobre ella su cara afilada con los ojos oblicuos y fríos de párpado sobrado, pesaroso, una cara en la que, en ocasiones, el ave de rapiña y el reptil se confunden, no para hacerla más sombría ni amenazante, sino más atractiva.

Unos suaves cachetes en la mejilla y coge su mano y la frota repetidas veces con energía, ella sigue sin reaccionar, le toma el pulso y luego pone la mano grande y oscura sobre su vientre. Aunque presumiblemente lo hace con suma cautela y la mejor de las intenciones -no quiero ahora dejarme llevar por los prejuicios, después de tanto tiempo-, me gusta pensar que yo estoy en ese momento cabeza abajo y muy quieto en mi cueva febril, y por tanto esa mano supuestamente enamorada y presuntamente asesina no detecta ningún latido, ni la menor señal de vida. Me gusta pensar que, por lo menos, ya que otra cosa no podría hacer, le doy esquinazo al poli y hasta quizá consigo angustiarle y asustarle un poco sin necesidad de mover un dedo.

Pero se muestra sereno y diligente, está haciendo lo imposible por reanimarla llamándola respetuosamente por su nombre de casada y frotando el dorso de su mano, piensa darle un vaso de agua pero sabe que el lavabo y la cocina están en la otra zona de la vivienda y opta por una solución más inmediata y radical, un poco de coñac de la petaca que lleva en el bolsillo trasero del pantalón. Suavemente desliza la mano bajo la nuca y levanta la cabeza acercando el brocal de la petaca a los labios, pero ella no llega a beber. Le basta el olor del alcohol para abrir los ojos.

– Dios mío. Ha vuelto a suceder…

– ¿Se encuentra bien?

– Creo que sí.

– Me ha asustado usted.

– Ya pasó. Ha sido el calor. No debe asustarse, me ocurre a menudo.

– Está muy pálida. Beba un sorbo de coñac.

– Eso sí que no -sonriendo aparta la petaca con 1a mano y prueba a levantarse, pero desiste-. En cuanto se me pase el mareo…

– ¿Toma algún medicamento? ¿Quiere que se 1o traiga?

– No, no. Gracias. Tomo un diurético, pero no es 1a hora… Ya puede irse, si quiere. Estoy bien, no se preocupe.

– Me quedaré a su lado un minuto, si no le importa.

La pelirroja calla y permanece recostada en el sillón con los ojos cerrados. Al cabo de un rato los abre.

– No se quede ahí de pie. Siéntese. Habrá sido el niño, que no para… Aunque a veces lo noto tan quietecito que me da miedo.

– ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?

Ella no contesta y vuelve a cerrar los ojos. Y los mantiene cerrados cuando, al poco rato, insiste:

– Siéntese o márchese, haga el favor. ¿No me oye?

El inspector se sienta muy tieso en el otro sillón de mimbre frente a la pelirroja, que parece dormida, y entonces, déjame adivinarlo, hermano, entonces sí es verdad que siente por ella algo más que respeto y admiración, se quedará quieto observando con cierta íntima impunidad y durante un buen rato la tersa y hermosa frente y su sueño desvalido bajo los párpados de cera, la boca gruesa y dolorida, el pelo rojo y rizado y las manos blancas abandonadas sobre el vientre.

En la expresión fatigada de su rostro, ahora que ella no le mira, en su confiado reposo y en el humilde entorno, en ese remedo de calor hogareño conseguido con esfuerzo en una vivienda realquilada y pobre, los ojos de este hombre buscarán secretamente durante unos segundos, me gusta pensarlo, algo que su corazón perdió en algún momento de su vida.

Al abrir nuevamente los ojos, esperando tal vez encontrarse con la mirada grave y solícita del policía, lo ve agacharse ante ella y acariciar el lomo del perro echado a sus pies, aunque lo que está mirando son sus tobillos hinchados. El inspector se incorpora, recupera su petaca y se la guarda en el bolsillo.

– Me iré cuando usted me asegure que se encuentra bien.

– Estoy bien. Gracias.

Cuando le hicieron esta fotografía tan chula, con su legendario Spitfire derribado y su famosa sonrisa, dice papá, esa que todas las noches te hipnotiza desde la pared de tu cuarto, el teniente Bryan O'Flynn y yo habíamos corrido no pocas aventuras.

Claro, por eso te guardaste la foto de la revista. De recuerdo, dice David.

Te repito que no fui yo, insiste papá restregándose deplorablemente la pelambre del pecho con la mano que empuña la botella. Su aspecto no ha mejorado. Apura una colilla inmemorial recostado en el tronco reseco de un castaño, pelado y blanco como un huevo, y tiene los pies descalzos metidos en la húmeda serpiente de arena y guijarros. Por alguna razón, de la que no es ajeno el susurro enroscado en sus oídos, David cree firmemente que por aquí han vuelto a pasar las aguas del torrente igual que en otros tiempos. Fue tu madre, añade papá. Su torso y su cuello brillan de sudor, pero el resto de su persona está borroso. Desplegada sobre una mata de romero, la camisa blanca se seca al sol. Tu madre, nuestra costurera pelirroja, repite con la voz deprimida.

¿Y por qué lo hizo?

Pregúntaselo a ella.

¿Es que mamá también le conocía?

No más que yo. Digamos que llegó a tratarle mejor, pero no llegó a conocerle más que yo… ¿No has traído ningún pañuelo limpio? ¿Ningún desinfectante, una venda, gasas? ¿En qué demonios piensas, hijo? Porque ya ves cómo estoy, con la botella en las últimas y el culo al aire, chorreando sangre, vertiéndola generosamente por un futuro más digno y por el triunfo de nuestros ideales. En fin, la vieja patraña.

No digas eso. Tú eres un héroe.

Qué va, qué va. El único héroe auténtico es aquel que miente sobre sus intenciones. Nunca fue mi caso.

¿Qué haces de noche, papá, dónde te escondes? ¿Adónde vas?

Del barranco a La Carroña y de La Carroña al barranco.

No, mamá dice que ya no estás allí. ¿Dónde estás?

Ahora mismo ya no sé dónde estoy. Es lo que pasa cuando vives soñando todo el puto día. Tu madre siempre decía vives soñando, Víctor, ya no eres capaz de afrontar la realidad, y ése es tu problema, ése es tu mal vino de cada día. Y yo le decía: pues si estoy soñando, no me despiertes ahora que tengo en las manos una botella de Barón Rothschild auténtico… Nos habíamos divertido mucho, tu madre y yo, con mis sueños. Pero ya ves. Hay en este viejo torrente un tufo a buitre carroñero que tira de espaldas, y ese tufo es mi propio aliento soñador.

Me estabas hablando del piloto de la RAF.

Ese jodido australiano, que se decía irlandés y que vivía en Londres, era un valiente. Los cazas alemanes lo derribaron dos veces en suelo francés, la primera en julio del cuarenta y uno. Cayó cerca del pueblo de Renty, en la región de Calais. Tuvo suerte, echó a caminar por los campos arrasados y fue recogido por uno de los hombres de la red de evasión de Pat O'Leary. Se le procuró asistencia médica y ropa y documentación falsa, y fue conducido a París y de allí a Toulouse, donde se puso en contacto con el grupo de Ponzán Vidal para que le ayudaran a cruzar los Pirineos por una ruta clandestina. Por aquellas fechas muchos prisioneros de guerra evadidos de los alemanes conseguían llegar a la frontera española a través de las redes secretas que se habían creado a través de la Francia ocupada. La Gestapo recelaba, porque muchos de los pilotos cuyos aviones habían sido derribados no eran encontrados, así que había que andarse con cuidado. Yo entonces estaba metido en todo eso, y en mucho más, pero desde este lado de los Pirineos. Más tarde pasé al otro lado colaborando directamente con la red… ¿Me sigues? Ya en Toulouse, nuestro piloto debió esperar dos semanas mientras se preparaba una expedición a España con dos guías conocedores del terreno que le llevarían hasta Osséja, en los Pirineos Orientales, juntamente con un matrimonio judío y su hija de quince años. En Osséja, una joven se hizo cargo de la expedición y los dos guías regresaron a Toulouse. A partir de ahí fue un viaje lento y accidentado a causa del judío, que cojeaba, según O'Flynn me contaría después. El aviador llevaba un pesado maletín del cual no se desprendía ni un instante. A través de las montañas llegaron a Ribes de Freser y luego emprendieron el descenso hasta un refugio convenido, donde yo les esperaba. ¿Me sigues…?

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