Tendrás que conformarte con eso. Es más de lo que mereces ver.
En mis sueños te veía de otra manera…
Pues esto es lo que hay, muchacho. O lo tomas o lo dejas. Así que abre bien los ojos. No eres tú quien me sueña.
No te entiendo.
No importa. Yo veo muchos huevos fritos en mis sueños, pero los únicos que me comería a gusto son los huevos de Velázquez.
Y pensando también en el inspector Galván, el cual probablemente ahora mismo estaría plantado en alguna esquina o detrás de los cristales de una taberna acechando el paso de mamá, pero que igualmente podía andar husmeando por aquí cerca, David se agacha y escoge cinco guijarros puntiagudos y se los guarda en el bolsillo. Los ojos amarillos del tigre nos miran fijamente, pero saldremos de ésta, padre, ya verás.
No escapé por temor a eso. Ni por salvarme yo, ni por salvar a unos compañeros o algunos papeles comprometedores. No me rajé el trasero como un cerdo por miedo a que me pillaran, añade con la voz fugitiva. Sin incorporarse todavía, se desplaza de lado dando saltitos como los monos, buscando algún arroyo de aguas no estancadas en el estiaje del torrente, descalzo y despeinado, con la camisa fuera del pantalón y apretando el pañuelo ensangrentado en la raja escalofriante de su nalga izquierda. No abandoné a tu madre por nada de eso. Lo hice porque la quería mucho. Y aún la quiero.
A David sus movimientos le recuerdan la última lagartija cazada por Paulino aquí mismo hace unos días: cortado el bicho por la mitad con la navaja barbera, las dos partes, cada una con sus dos patas, estuvieron dando saltitos y retorciéndose convulsivamente sobre una roca plana mientras él y Pauli esperaban a ver cuál se moría antes, y fue la parte de la cabeza. El rabo siguió serpenteando mucho rato en la palma de la mano de David. De nada te sirvió pensar, pobre lagartija. ¿Quién decide ahora estas contorsiones, qué cabeza las piensa si ya no tienes cabeza?
Ella sabe que la quiero, a pesar de todo, añade papá mientras lava el pañuelo en el recuerdo de otras aguas, en el caudal crespo y veloz de otros tiempos, otros amores. El desgarro del pantalón deja entrever el mal aspecto de la herida.
Sangras mucho, dice David. Se te va a infectar. Tonterías. La sangre derramada por la patria no se infecta jamás, es inmune a cualquier microbio, porque ya está podrida y bien podrida.
A madre no le gustaría oírte hablar así. Soy un hombre derrotado. Qué quieres. Un hombre derrotado no va por ahí presumiendo de nada. Vaya papelón el mío, con el culo al aire y sangrando como un gorrino. Yo pensaba entregarlo todo por la patria, todo menos el trasero… Y hablando de traseros, juraría que tu amigo Paulino lo está pasando francamente mal con el suyo… Te supongo enterado.
No queremos hablar de eso con nadie, dice David. Observa que papá lleva la dentadura postiza mal encajada, y a ratos le castañetea. Ten cuidado no pierdas la dentadura. Y te ruego por favor que no vayas más arriba por ese torrente. Créeme, padre, aquí estás bien. Media legua, media legua, media legua más arriba, más allá de la calavera que asoma en la arena con un agujero en la frente, junto a las huertas, podría verte algún vecino.
No me reconocería. Estos últimos tiempos me han cambiado mucho, hijo. Hoy mi lema es: la puñetera verdad te enseñará a dudar de todo. Y a propósito, he visto esa jodida calavera con el agujero de bala y creo que es de una cabra, dice chasqueando la lengua, sin darse cuenta de que su voz rota causa un efecto especial en David. Es una voz que no se dirige a los oídos como las demás voces, en línea digamos recta, sino que primero da un amplio rodeo en torno a la febril y orgullosa cabeza de David, como si quisiera marearla un poco. Pero David parece conforme en que sea así.
En fin, concluye papá incorporándose con el pañuelo apretado al trasero. ¿Qué hay de nuevo, hijo?
Estás sangrando mucho.
Dime algo que no sepa, coño.
Qué quieres que te diga.
Tuviste mala suerte, padre.
La que merezco. Esa cuchillada traidora en la nalga me la gané a pulso. Se queda un rato pensando, simulando una expresión de fatalismo y moviendo la colilla de un lado a otro de la boca, y añade: La que merezco.
Pero por qué.
Por algo malo que hice una vez, en nombre de elevados ideales, ¿sabes qué cosa es?
Parece una adivinanza…
Pues no. Con el tiempo se convertirá en una siniestra adivinanza (el cura de un pueblo arrodillado en una cuneta, en la tonsura de su coronilla se pasea una hormiga, en su nuca temblorosa un dedo apuntándole, ¿de quién es ese dedo?), una pesadilla que debería quitarle el sueño a más de uno, pero que de momento sólo me incordia a mí… Sería la tapa de una lata de sardinas que tiré yo mismo en el barranco, quién sabe. Sería eso lo que me rajó el culo.
No fue una lata de sardinas, dice David. Fue un cristal grueso y afilado clavado en tierra, seguramente una esquirla de sifón.
De una botella de vodka habría sido lo más apropiado…
Qué más da.
Hombre, en algo deben basarse los de la Brigada Social para decir que soy un bolchevique fiel a mis ideales… Je je. Bien, hablemos de ti y de tu madre. ¿Qué tenéis hoy para cenar? ¿Lentejas?
Patatas viudas.
Estupendo. ¿Y tú qué haces, ya trabajas?
Soy el ayudante del señor Marimón, ¿ya no te acuerdas?, dice David sin mucho entusiasmo. El señor Marimón es el fotógrafo de la parroquia de Cristo Rey. Y en casa a veces pedaleo en la máquina de coser de mamá, cosas sencillas; también coso botones y bolsillos en batas de colegiales, en faldas y blusas para muñecas, y repaso la costura de cuellos y puños. Y también a veces hago las entregas en el mercadillo y en los tenderetes de la Travesera de Gracia.
Eso está bien, hijo.
David observa la mano que ciñe con fuerza el cuello de la botella.
Las manos te delatarán, padre. ¿Ya no recuerdas que tus manos siempre olían a éter? Y ahora que lo pienso, ¿no podrías anestesiarte la herida y así te dolería menos? Madre dice que eras un buen anestesista cuando te conoció y se enamoró de ti…
Ya no lo soy. ¿Para qué sirve hoy un anestesista? Hoy todo el mundo vive con la boca y los ojos cerrados y los oídos sordos. Mis servicios ya no hacen ninguna falta. ¿Y cómo le va a la intrépida pelirroja?, ¿qué hace todo el día metida en casa?
Pues coser y barrer y fregar y lavar y planchar, farfulla David. Y fumar y beber mucho café. Pero sobre todo, lavar y coser, lavar y coser.
Rosa Bartra, llevas mal camino, entona papá en tono lúgubre. ¡Ay ay, cómo duele esto…! Y dime, ¿ya te acuerdas de visitar a la abuela Tecla de vez en cuando?
Mañana voy. Pero la abuela no me habla. Y me mira siempre de refilón. Como ese policía.
¡Ay ay, qué dolor más puñetero!, gime papá dando media vuelta y caminando hacia los heléchos de la orilla con el pañuelo bien apretado a la nalga. Los esfuerzos que hace por mantenerse erguido, en una postura bastante precaria, pero en algún sentido todavía digna, realzan por un breve instante su robusta figura, aquella prestancia y aquella fortaleza imbatibles que David le otorgó hasta el día de la fuga. Ahora le ve sentado sobre la nalga sana en la ribera del torrente, echando un trago con la botella en alto. Sabiendo lo que ahora sé, no me cuesta nada imaginar a David acuclillado sobre las piedras calientes y con la cabeza gacha, viéndole sin querer verle, oyéndole decir con su voz desmenuzada, atomizada en el aire: Todavía no le has dado a tu madre el libro que ese poli recogió de la calle y se tomó la molestia de forrar y de traer a casa. Mal hecho, hijo.
Es que le tengo mucha tirria al guripa. Me cae gordo.
No hace falta que lo jures. Prueba inútilmente de encender la colilla con fósforos húmedos, y desiste. Maldita sea mi suerte… En cambio, el inspector Galván tiene un encendedor de marca, de los caros.
Es falso, padre. Un Dupont falso. No vale nada. Todo lo que tiene que ver con ese tío es una trola descomunal, todo lo que hace y todo lo que dice es puro camelo. Fíjate, parece un hombre tratable, ¿verdad? Pues un día, en la plaza Sanllehy, Paulino Bardolet le vio atizar una patada a una paloma vieja y enferma que se moría acurrucada en el suelo. David se interrumpe y piensa un rato antes de añadir: Y la pobre paloma además estaba ciega y coja.