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Vuelve a su lado, anda, no la dejes sola con este hombre, lo apremia Juan con la voz hueca. Y menos en el chalé, con tantas habitaciones cerradas y ese tufillo a ropa de muerto y a muebles apolillados, ese olor a alcanfor que se filtra por debajo de las puertas y que nos aturde cada vez que tenemos que pasar al otro lado para ir al baño o a la cocina.

Suena un lejano estruendo de hierro y cristal. David se incorpora en el camastro, y al mismo tiempo, detrás de la alambrada de espinos y junto al fuselaje del Spitfire, se incorpora el piloto de la RAF con las manos en la cintura.

¿Tú dirías que está muerto?, dice David antes de salir. ¿Piensas que lo acribillaron ahí mismo, al pie de su avión? ¿O que lo llevaron preso y lo torturaron y después consiguió escapar? ¿Crees que la pelirroja sabe algo…?

Déjate de cuentos y ve con ella, dice Juan con la voz polvorienta. Yo iré a cambiarme el vendaje.

Ya voy, dice David mirando con tristeza la pierna cercenada. Deberías poner en su sitio ese hueso que se sale y limpiarlo, hermano. Y de paso sacúdete el polvo, que pareces un fantasma. ¿O es que los fantasmas no se cepillan la ropa?

Cuando David nos alcanza poco después, el inspector se halla de pie en medio del salón y rodeado de muebles, algunos cubiertos con fundas amarillas. Ella enciende las luces junto a la puerta del recibidor y luego se vuelve a él cruzándose de brazos, como si ya le esperara para despedirle. Hay otro olor aquí, otra luz, otro silencio. Todo lo que David ve en este salón, siempre que tiene que cruzarlo solo, yendo o viniendo del baño o de la cocina, ya no parece vivir en el tiempo, solamente en la memoria desbaratada de alguien; muebles renqueantes y desplazados, cortinas tiesas y visillos desflecados, grandes cuadros torcidos en la pared, anticuados y sombríos, con liebres y perdices muertas expuestas sobre mesas repletas de verduras y frutas, todo parece no sólo haber sido abandonado hace muchos años con premura y sin el menor afecto por quienes vivieron aquí, sino haber sido repudiado y maldecido, entregado rabiosamente a una voluntaria desmemoria.

Detrás de mamá se distingue el recibidor en penumbra y la puerta de la entrada, por la que se filtra la luz del mediodía. El inspector observa a la derecha de mamá la mesita redonda y los dos sillones de mimbre color naranja, y en el acto se da cuenta de que antes aquí debía haber cuatro sillones y que los dos que faltan están en nuestro ridículo comedor-recibidor. Mamá los tomó prestados. Erguido, sin hacer ningún comentario, el inspector se gira despacio y su mirada corvina lo registra todo, los espejos ciegos y el viejo reloj de péndulo, las estanterías llenas de libros, los cuadros, el velador con los dos sillones y las vitrinas vacías, para acabar fijándose en la pelirroja con una suerte de fatigada complacencia.

– Aquí viviría usted mucho mejor que al otro lado.

– Sí, claro, pagando el doble o el triple de lo que pago ahora. No podemos permitirnos ese lujo -con un suspiro de impaciencia añade-: Por allí se va a la cocina y a un pequeño retrete al fondo del pasillo, y por aquí a los dormitorios y al baño, a una pequeña biblioteca y a otros aposentos. Si quiere verlo…

El policía mueve negativamente la cabeza. Intuye lo espaciosa que es la casa, aun siendo de una sola planta, pero en ningún momento mostrará el menor interés en verla por entero. Sus ojos se demoran en la mesita del rincón, encima hay dos guantes de piel cruzados, una panzuda copa de coñac y un cenicero de cristal con un cigarrillo consumido, un gusano de ceniza intacto. David sigue la trayectoria de la mirada del poli y alcanza a ver todavía la espiral de humo azul subiendo al techo y enseguida a papá descalzo y en mangas de camisa sentado en uno de los sillones de mimbre, relajado y sonriente, alzando en su mano la copa de coñac a modo de saludo. El inspector se acerca a la ceniza, del cigarrillo y al hacerlo observa borrosa y fugazmente reflejada en la superficie leprosa de un viejo espejo el perfil sumiso y grávido de mamá, que desde otro ángulo del salón evoca la misma quimera: el cigarrillo consumido en el cenicero despide su espiral azul, secretamente furiosa y enroscada, hacia el techo.

– ¿Es usted la que fuma?

– Quién si no. -Se para un momento con la mano en la barriga-. Y tú, diablillo, no empieces con tus volteretas.

– ¿Cómo dice?

– No va por usted -abre la puerta de doble hoja, alta y pesada. El hierro corroído de los goznes chirría-. Ésta es la entrada principal. Y ya estamos en la calle, como quien dice.

El aire huele a leña quemada. Después de bajar lo que queda de los tres escalones, el inspector observa la pequeña explanada que llega hasta el borde del barranco, una tierra calcinada con restos de lo que en tiempos debió ser un bosquecillo. Aquí en torno a él, enfrente mismo del chalé, asoman muñones de rosales muertos, raíces de un olivo tronchado y retoños enfermizos de geranios y adelfas junto a fragmentos del muro que encerró el antiguo jardín. Se acerca al borde del tajo y considera la altura y la inclinación de la ladera arcillosa y cuarteada, y enseguida gira otra vez sobre los talones y se queda mirando la vieja fachada orientada al mediodía, rectangular y con una balaustrada musgosa tras la cual debía pudrirse la azotea. Es una fachada pretenciosa, con su remate ondulado de cerámica, cenefas de mosaico y adornos de terracota en lo alto en forma de grandes cestos que derraman frutos y flores. Un descalabrado tejadillo protege la puerta con aldaba, y una hiedra sanguínea y lustrosa respeta las dos ventanas enrejadas. Piedra labrada hasta un metro de altura y el resto de ladrillo rojo, salvo el marco de la puerta y ventanas, que también es de piedra.

La pelirroja intercambia con David una mirada que dice mírale, no hay más que ver su cara para saber lo que piensa: decididamente Víctor Bartra escapó por aquí, ésa es la puerta de la noche, el umbral del abismo y del olvido, el desagüe de un pasado criminal…

– De modo que escapó por aquí -dice el inspector.

– No sé, yo estaba durmiendo. -Mamá permanece en lo alto de los tres escalones, cruzada de brazos y con el hombro apoyado en el quicio de la puerta-. Como un tronco, créame.

– ¿Conoce usted a una tal señora Vergés, viuda de Monteys?

– No -se apresura a responder ella, y me llega el sobresalto de la sangre-. ¿Por qué lo pregunta?

La repentina palidez de su rostro no le pasa por alto al policía. También observa sus labios hinchados.

– ¿Se encuentra mal, señora?

– No es nada. Acércate, hijo -apoya la mano en el hombro de David y la espalda en la puerta, cerrando los ojos-. Una acaba por acostumbrarse a todo. Quién me lo hubiera dicho…

– No entiendo -dice el inspector.

– Que no es nada. ¿Ha terminado usted? He de salir.

Inmóvil frente a ella, las manos en los bolsillos de la americana, el inspector indaga en su expresión de fatiga.

– Creo que debería sentarse un rato.

– Puede usted creer lo que quiera, pero yo he de ponerme a trabajar.

– Está bien -su mano derecha palpa algo en el bolsillo, David habría jurado que es la petaca de coñac-. No la entretengo más. Pero quedan bastantes cosas por aclarar. Volveré otro día. Veamos, si bajo por ahí-añade indicando el sendero paralelo al torrente- supongo que saldré a la Avenida Virgen de Montserrat.

– Pasado el barranco, cruce al otro lado y enseguida verá la carretera que lleva a la plaza Sanllehy. Que usted lo pase bien -dice mamá antes de meterse en casa, cabizbaja y como aterida.

– Que se mejore.

David entorna la puerta sin quitarle ojo al poli, que está todavía parado en el jardín muerto pero ya de espaldas a la casa, consultando su bloc antes de emprender la retirada.

Diez minutos después, cuando David saca a mear a Chispa, el guripa está en el mismo sitio pero nuevamente encarado a la puerta. Acaba de echar un trago de la petaca y la desliza en el bolsillo trasero del pantalón. En el dorso de la mano frota sus labios finos y tensos como el acero, sin apartar los ojos de la puerta.

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