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– Hay un desconchado en la pared.

Al darse la vuelta para salir, el inspector casi tropieza con David, que acaba de desliar la toalla de su cabeza. Alargando la mano, alborota suavemente sus cabellos, al tiempo que deja caer con la ronca voz que no expresa nada:

– Qué tal nos portamos, chaval. ¿Ya procuras ayudar a tu madre?

– Sí, bwana. ¿Ha visto cómo brilla la placa de latón de la puerta? Todos los sábados la fregoteo con bicarbonato y un trapo mojado, y también me ocupo de la compra, voy por el carbón y el racionamiento y el pan, y la gaseosa, y el hielo… Y por las tardes soy ayudante de un fotógrafo…

– David -corta mamá-. No le haga caso.

– Pierda cuidado -dice el inspector-. Nos conocemos, ¿verdad, chico?

Mira en torno con aparente desinterés y acaba fijando su atención en una portada de la revista Adler recortada y clavada con chinchetas en la pared, debajo del ventanuco y frente al camastro. La portada reproduce la imagen de un piloto de las fuerzas aliadas en el momento de ser apresado junto a su avión abatido. Una foto de propaganda, una instantánea hecha a la luz del día. Observándola más atentamente, el inspector constata la actitud un tanto chulesca del joven aviador, con los brazos en jarras, la sonrisa casi imperceptible y la mirada insumisa, cautamente irónica, dirigida no a la pareja de soldados alemanes que lo apuntan con sus metralletas, uno a cada lado, sino directamente al objetivo del fotógrafo, al incierto futuro y a los ojos que ya para siempre han de verle cautivo. Pero su cara no le dice nada al inspector.

– ¿Quién es? ¿Otro púgil, un artista de cine?

– No sé -dice David.

– Mi hijo vio la foto en una revista y le gustó -se apresura a decir la pelirroja-. Siempre está recortando aviones y pilotos, le gustan mucho. Siente una verdadera devoción por los pilotos.

David la mira sin disimular su sorpresa: la primera mentira que le oye decir a mamá, la primera mentira sin intención de bromear, formulada con una extraña urgencia en la voz.

– Bien, no veo ningún motivo para efectuar un registro a fondo -dice el inspector-. Acompáñeme al otro lado, al chalé. Haga el favor.

Echándose las manos a la nuca David se ha tumbado boca arriba en el camastro, frente al piloto que le sonríe desde la pared frontal. El Spitfire entró en barrena con la carlinga incendiada, murmura David sin que nadie le oiga, pero pudo aterrizar. Y recuerda lo que un día le dijo aquí mismo a Paulino Bardolet: ¡Vaya foto, gordi! ¡Un segundo y 25 centésimas para captar el coraje de un héroe que se dispone a morir de pie!

Oye las voces del poli y de la pelirroja adentrándose en el pasillo mientras se desabotona la bragueta.

– No debería dejarle colgar en su cuarto estas miserias de la guerra, señora.

– Ah, los niños, siempre nos sorprenden, ¿verdad? Hasta hace poco tenía en el mismo sitio una foto del pato Donald rodeada de cromos de Héroes de la Cruzada -dice mamá abriendo la pequeña puerta que comunica con el chalé, su voz levemente irónica alejándose cada vez más-. ¿Le parece a usted que el pato Donald en compañía de los Héroes de nuestra Cruzada es más apropiado para un chico de su edad, inspector?

– Los muertos no son buena compañía.

¡Mentiras, no dicen más que mentiras!, masculla David para sus adentros. Guripa mamón, tú qué sabes si lo han matado los alemanes.

La mirada paciente y risueña de mamá atraviesa el corredor que prolonga una tiniebla de baldosas con rombos y concluye en una cortina de terciopelo verde medio desprendida, y, un poco más allá, en un par de zapatillas grises de fieltro dejadas delante de una puerta y juntas por los talones, apuntando una a cada lado. La viuda Rosón nunca quiso retirarlas de aquí, dice mamá en tono chungo. Hemos respetado su voluntad. Sígame usted, inspector. Es un momento, gruñe él quizás a modo de disculpa. ¿Qué tal se porta su hijo en la calle? Parece un chico muy despabilado, añade simulando un deje cansino de funcionario al que ya le aburre tener que hacer siempre las mismas preguntas.

Juan se sienta a horcajadas en la silla con los brazos colgando del respaldo, frente a la cama de David. Tiene la cabeza vendada y el pantalón desgarrado deja ver la pierna cercenada por debajo de la rodilla, aunque en el hueso astillado no hay ni rastro de sangre. Su bufanda marrón y sus ropas de abrigo conservan todavía el polvo rojizo del edificio que se le vino encima enterito el mediodía de un lejano 17 de marzo, pero él no aparenta los años que tenía entonces, sino los que tendría hoy, unos veinte.

Serías mi hermano mayor, se lamenta David. Qué lastima.

No pudo ser, chaval, no le des más vueltas.

Me habrías enseñado la mar de cosas sobre la vida.

Olvídalo. Mi destino estaba escrito.

¡Qué puta mala suerte!

Ya ves. Se hizo lo que se pudo. Un señor me quiso sacar de entre los escombros y tiró de mi pierna, y la pierna se le quedó en las manos. No sentí ningún dolor.

¿Oíste el silbido de la bomba cuando caía?

Pues no. Estaba en la Gran Vía mirando la fachada del cine Coliseum y oí a alguien gritar: ¡Rápido, niño! ¡Tírate al suelo y abre la boca!

Y eso por qué.

Hombre, por la onda expansiva. Si no abres la boca, revientas por dentro. Así que me tiré al suelo y abrí una boca como un cazo. Pero no sirvió de nada, concluye Juan, y de su nariz brota un hilo de sangre que fregotea con el dorso de la mano.

Hostia, dice David, en esta familia todos sangramos como cerdos.

A otros les fue peor, ¿sabes?, dice Juan, y al hablar suelta por la boca un polvillo como de estuco o de mármol. Había gente despanzurrada por todos lados, y el esqueleto de un tranvía ardía delante de mí. ¿Y no oíste la bomba?

¡Qué pesado te pones con la bomba, David! ¡No la oí, te lo he dicho mil veces!

Pues para que lo sepas, el silbido de esa bomba se metió en mi oído como una serpiente venenosa. Y ya no se va, hermano.

Qué le vamos a hacer, dice Juan rascándose la sangre seca de la mano. Es una pena, porque viviendo aquí habrías podido consultar al doctor P. J. Rosón-Ansio, el otorrino cordobés. Pero él también la diñó. A mí podía haberme operado la nariz, ahora que lo pienso.

El otorrino de Córdoba, entona David. Cuando aún no sabía qué quiere decir otorrino, yo pensaba que era el nombre de un torero de Córdoba…

Ya es mala pata que ese médico bolchevique amigo de papá también la palmara.

Baja la voz y cuidado con lo que dices, hermano.

Y sus miradas confluyen un breve instante en el cuadro que reproduce el sonrosado apéndice colgado en la pared, la gran oreja atravesada de flechas y abriéndose como una caracola capaz de absorber todo lo que se habla en este cuarto y fuera de él, cualquier ruido de la casa, el crujido de un armario, el chirrido de una puerta, el viento en la ventana, la lluvia en los cristales, sé lo que me digo, chaval, todo, incluida la penosa respiración de Chispa echado debajo de la mesa y el paso muelle y silencioso de un ratón o una cucaracha, y hasta el rasgueo del lápiz sobre el papel…

Oye, ¿es verdad lo que dice la pelirroja, que de mayor tú querías ser escritor?

Ya no podrá ser, dice Juan.

Tú eras el preferido. Eras el mejor para ella, había puesto en ti todas sus esperanzas.

Pues aquí me tienes, hecho un guiñapo. El que viene detrás de ti puede que tenga mejor suerte.

¿Ese renacuajo? ¿Por qué lo dices?

Sé que a mamá le haría mucha ilusión, dice Juan removiéndose en la silla con gesto de dolor.

Sin papá en casa, el piojo este no será nada, dice David.

Te equivocas de medio a medio, hermano. Lo que hará que ese piojo se convierta a su debido tiempo en un artista será precisamente la ausencia de papá: se pasará la vida imaginándolo.

¿Sabes que le he pillado una mentira a la pelirroja, por primera vez?

Siempre hay una primera vez.

Pero es muy extraño… Yo no recorté esa foto de ninguna revista. ¡La tenía ella!

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