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Víctor permanece tendido unos dos minutos. De pronto, oye acercarse un auto; pero le pasa al lado y sigue de largo.

"¡Hijo de la chingada!"

Pero enseguida oye un frenazo y la marcha atr s. Un taxi se detiene y el chofer se apea.

– ¡Alabao! ¿qué es esto?

Se acerca a Víctor, se agacha y le quita la capucha. Al verle la boca y los p rpados tapados y el rostro tumefacto, se impresiona.

– ¡Pa' su madre…!

El hombre lo coge por las axilas y lo endereza, lo ayuda a sentarse en el suelo, y comienza a quitarle el esparadrapo de los ojos sin dejar de hablar

– ¡Mira pa eso! ¡Qué animales, coño!… Pero usté tranquilo, señor, que no le ha pasao na'… Agradezca que está vivo, enseguida lo voy a llevar a que lo atiendan…

El hombre saca ahora una navajita de uñas y le corta la mordaza a la altura de las mejillas.

– ¿Lo asaltaron, señor?

Y sin esperar respuesta corre hacia el carro y regresa con unas alicates, para cortarle el amarre de las muñecas.

– ¡Mire cómo me lo han puesto…!

Víctor no responde.

El hombre lo libera y lo ayuda a ponerse de pie.

Víctor respira entrecortado y permanece un instante con una rodilla apoyada en el piso.

Para ayudarlo a erguirse, el hombre lo coge por un brazo.

Víctor exagera su malestar y se para con dificultad.

– Gracias, amigo -Le tiembla la voz.- Unos cabrones me atacaron…

– ¡Caballero! ¿Qué está pasando en este país? Esto no se había visto nunca…

El taxista lo acompaña hacia el carro:

– Monte, monte, que lo llevo enseguida a un hospital…

– No, no hace falta, lléveme mejor hacia la calle 45, al lado del Parque Zoológico.

Carmen mira unas fotos desplegadas sobre la mesa del comedor. Van Dongen, a su lado, fuma, con una taza de té en la mano.

– ¡Uy, qué flaco est s aquí…!

Carmen le extiende una foto donde se ve el perfil inequívoco de Van Dongen, pintando en una plaza. Viste casi andrajoso y lleva el pelo muy largo,

– Eso fue en la Place de la Contrescarpe, en París, hace veinte años. Yo plantaba ese caballete en cualquier parte, hacía retratos rápidos a los turistas y me bebía de inmediato lo que ganara.

– ¿Y qué te había dado por beber tanto?

– Había fracasado en mi vocación artística, en mis ideales políticos -coge una foto que ella ha dejado sobre la mesa-…

Esto fue en mayo del 68, cuando nos enfrent bamos a la gendarmería en el Barrio Latino…

– ¿Y esa que está contigo?

– Es la madre de mi hija, que vivió conmigo quince años y después se fue con otro… Ahí empezó mi ruina…

– ¿Te afectó mucho?

– No tanto por ella, como por la niña… Me abandoné mucho y no podía sostenerla. Escasamente me ganaba la vida en las calles. Y así duré muchos años. En el 85 terminé en un hospital, en pleno delirio alcohólico. Si no es por Rieks, que vino a buscarme y se pasó tres días conmigo en París, nunca me habría recuperado.

– Nunca pensé que un millonario pudiera tener sentimientos nobles…

– Rieks es todo corazón. Cuando quiere, se entrega. En aquella ocasión me llevó a Curazao, me pagó una clínica, y durante casi dos años, siempre encontró tiempo para visitarme… Casi todas las semana pasaba a conversar conmigo…

– Bueno, era tu primo, ¿no?…

– Su hermano Vincent también es mi primo, y me detesta, como casi toda su familia… Se avergüenzan de esta nariz y no me perdonan mis ideas de juventud. Todavía me acusan de comunista…

Carmen sonríe, divertidamente sorprendida, con las manos en la cintura:

– ¡No me digas que fuiste comunista…!

– Jamás: fui anarquista en la adolescencia y después trotskista…

– ¿Y por qué te protegía Rieks?

– Quizá porque años antes, yo también lo ayudé mucho…

Carmen le coge una mano y lo mira con amorosa intensidad.

– Yo soy un par de años mayor que él y tenía mucho más experiencia. Con 18 años ya había vivido las barricadas en París y la bohemia de los años siguientes, en un medio muy liberal. En una visita que hice a Holanda lo encontré en crisis, aterrorizado de que su padre descubriera su homosexualismo. Se dejaba chantajear por un cr pula. No encontraba escapatoria. Yo lo liberé del tipo y lo convencí de que se aceptara como era… Desde entonces, me hizo su confidente, me escribía a Francia para consultarme sus problemas…

El timbre estridente del portero eléctrico interrumpe el di logo. Van Dongen se para, camina hacia la puerta y coge el auricular.

– Diga. Sí. Sí, es aquí.

Lo que escucha lo sorprende. Alza las cejas en dirección a Carmen, y frunce la boca en un gesto de extrañeza.

– ¿Cu ndo? ¿Y es grave? Sí, sí, pase (aprieta un botón en la pared, junto al auricular y se oye una chicharra). Ya está abierto. Sí, enseguida bajo a ayudarlo.

Cuelga el teléfono y mira alarmado a Carmen, con la mano en el pomo de la puerta:

– Es un taxista que trae herido a Víctor King, el de la empresa. Parece que tuvo un accidente.

Y sale precipitadamente del apartamento mientras Carmen se acerca a la ventana de la sala. Desde allí alcanza a ver al taxista de pie, junto a Víctor, que en ese momento atraviesa el umbral del edificio.

Alicia aparca el Volvo de Groote en el Malecón, a unos metros de la entrada lateral del Hotel Riviera. Lee su lista de acciones próximas y las memoriza. Se asegura de no haber olvidado nada.

Acciona la manija de la puerta y la abre, pero vuelve a arrimarla como si estuviera cerrada. Permanece sentada y se quita los guantes de goma que guarda en su bolso. Con el codo empuja la puerta del carro para abrirla sin dejar huellas digitales.

Ya en el hall del hotel, lo recorre desde un extremo hasta el opuesto. Su silueta rubia pasa inadvertida entre tanto turista. Con el vestido ancho, sin cinturón, parece una regordeta que disimula su falta de cintura. Sale por la puerta principal, llama un taxi y se hace llevar al Hotel "Habana Libre".

Ya en marcha, sentada exactamente detrás del chofer, saca del bolso un par de horquillas y se recoge el pelo. Luego, con una pañoleta, se improvisa un turbante que le disimula completamente la peluca.

Entre la pareja alarmada y el taxista, Víctor se mira las muñecas hinchadas, c rdenas. Permanece mudo un momento, con una sonrisa como de borrachito a medias.

El taxista está muy nervioso y desde que entró no ha parado de hablar sobre lo mala que está la calle.

– …tirado en el Bosque de la Habana, en el camino que bordea el río… Tenía las manos amarradas, esparadrapo en la boca y los ojos, y esta capucha… Figúrense que…

Víctor le pone una mano sobre un hombro para callarlo y casi sin resuello se dirige a Jan:

– May I have some water, please? Sorry, Jan, this was the nearest place…

– Sure, it's okay, Vic. Don't worry about it.

Mientras Van Dongen va por el agua, Carmen le examina sus heridas de la cara.

– Se ve que te golpearon…

Mientras recibe el vaso, Víctor entorna los ojos en un gesto de dolor. Tiene ya las mejillas y pómulos muy hinchados, enrojecidos.

Bebe el agua con avidez y pulso inestable. Unas gotas le chorrean por las comisuras.

– Sí, me cogieron por los pelos de la nuca y me golpearon varias veces la cara contra una puerta…

Se interrumpe para hurgar en su bolsillo trasero. Al echar el brazo hacia atr s, frunce la cara en fingido gesto de dolor. Con lentitud se reacomoda en la silla, saca una billetera, y de ella un billete de cien dólares que entrega al taxista.

El hombre, que ha seguido de pie, impresionado por la cantidad, se disculpa:

– No tengo cambio, señor.

– Está bien así -sonríe Víctor, con esfuerzo-. Son cincuenta por ayudarme y el resto por no comentar esto con nadie.

– ¡Muchísimas gracias, señor! -y saca una tarjeta del bolsillo de su camisa-. Aquí tiene mi tarjeta por si me necesita como testigo.

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