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En Cayo Largo, un buzo filma imágenes subacuáticas del arrecife coralino. Lleva acualones a la espalda y emplea una videocámara de 8 milímetros.

Rocas, peces multicolores, sobre el fondo blanco, arenoso, de la plataforma caribeña. De repente, el buzo aminora la velocidad de ascención, para tomar desde abajo el cuerpo de una bañista topless que nada de espaldas primero, y luego estilo pecho. Él asciende, la sorprende, juguetean un poco y luego se le aparea por debajo.

Ahora nadan juntos, él bajo el agua, boca arriba y hacia atrás. Ella a flor de agua, boca abajo y hacia adelante.

Cuando emerge el buzo, ambos nadan hacia un yate en cuyo casco de proa se lee: RIEKS GROOTE.

Un marinero negro está colocando una escalerilla de soga y peldaños de madera. El marinero, inclinado sobre la baranda, recibe las patas de rana y los tanques de oxígeno. Y cuando el hombre se quita la careta, la gran nariz de Van Dongen vuelve a robarse la escena.

Carmen, ha permanecido a flote dentro del agua, con sólo la cabeza y el cuello a la vista.

Cuando Van Dongen va subiendo, ella le pregunta:

– ¿Qué quiere decir Rieks?

– Es el sobrenombre de Hendryck.

– ¿Y Groote le pone su propio nombre al yate?

Jan se da vuelta sobre la escalerilla:

– De hecho sí, pero es para honrar a su bisabuelo, que se llamaba igual…

Ya a bordo, Van Dongen coge una toalla, y cuando Carmen se asoma, con los pechos al aire, él la cubre. Ella se arrebuja y sube.

– El viejo Rieks fue un gran marino.

Un cocinero chino, sonriente, se asoma desde la popa.

– ¿Sirvo el desayuno, Sr. Van Dongen?

– Todavía no, Chang: espera una media hora.

– ¿Y eso, por qué? ¡Tengo un hambre…!

– Yo quiero primero mi tetayuno ecológico.

Carmen lanza una carcajada y lo coge de una mano.

– No es mala idea.

Ambos descienden al camarote central. Sin dejar de reírse, siempre con la toalla sobre los hombros, ella se sienta en un banquito bajo y cruza las piernas.

Él abre un maletín, saca su máscara y se la pone.

Ella abre la toalla, apoya los puños en la cintura, y yergue el busto para ofrecerle sus senos. Cuando él se arrodilla a su lado, para besarla, élla lo detiene con una mano sobre sus labios, y entrecierra los ojos con lujuria:

– ¿Por que no tetayunas hoy sin la máscara?

El alza los brazos y los deja caer en un gesto de impotencia.

– No me pidas eso, Carmen. Sería un fracaso. Sin la máscara soy un muerto.

13

Alicia viste una bata blanca que le queda grande. Sale envuelta en una nube de vapor de una cabina de cristal y aluminio. Se está quitando la gorra de baño y alcanza corriendo la cocina, a tiempo para apagar la candela bajo una cafetera italiana.

Coge dos tazas, cucharitas, un azucarero, llena dos vasos de agua mineral, lo coloca todo en una bandeja y se encamina por el pasillo. Al pasar, coge un clavel de un florero. Cuando abre una puerta, topa con Víctor que sale vestido con una robe de chambre oscura.

Casi con brusquedad, Víctor le dice:

– No, no; yo tomo el café en la mesa, después de la ducha, cuando ya está casi frío.

Se mete en el baño. Ella se queda mirándolo como si dijera: "¿Y a este qué le pasa?" Luego hace una mueca, levanta la cabeza y se muerde los labios. Por fin, penetra en el cuarto, se sienta al borde de la cama y coloca la bandeja a su lado. Pensativa, se toma lentamante su café. Al levantarse, se mira en el espejo de un armario y se arregla un poco el peinado.

De una silla sobre la que ha dejado su ropa, coge un vestido muy corto, calza uno zapatos destalonados, de tacón mediano, recoge la bandeja y sale.

Al entrar en la sala, Víctor, con un cigarro en la boca, sentado en el sofá, cuenta dinero sobre la mesa de centro. No parece notar la entrada de Alicia.

Ella se acerca y deja la bandeja sobre la mesa. Él sigue contando un fajo de dólares, sin mirarla.

– ¿A qué hora nos marchamos?

Victor sigue contando:

– Siéntate.

Alicia avanza hacia el sof, para sentarse a su lado.

– No, ponte allá -le dice él sin mirarla.

Con la mano llena de billetes de cien, Víctor le señala una butaca frente a él, y comienza a monologar.

– Lunes por la tarde, dos veces; otra vez el martes por la mañana; ayer tarde, dos; otra anoche… Son seis veces ¿no?

– ¿Seis veces de qué?

– Hemos chingado seis veces: seis palos, como dices tú.

Alicia frunce el ceño, alarmada:

– ¿Y qué hay con eso?

– A trescientos dólares el palo, son mil ocho cientos -y pone los billetes sobre la mesa, ante ella.

Alicia palidece, muy alterada; no consigue reaccionar.

– Se acabó la farsa, chula.

– ¡No te permito…!

Victor le corta la palabra a gritos:

– ¡No seas ridícula, carajo!

Alicia se retrae. Siente miedo.

– Cállate y escucha -le dice él, más sereno-: Lo del pedal de la bicicleta atascado, es un truco tuyo. Y es mentira que estudias en la Universidad. La semana pasada puteabas con un panameño, y la anterior con un italiano. ¿Y para qué los pinches cuentos? Para ganar dólares. Mentira que te ofenden. Es lo que más te gusta en el mundo. Adoras los dólares, chula. Así que cógelos. Te los has ganado. ¡Ah!, y aquí tienes otros quinientos por las clases de baile.

Mientras cuenta y pone en la mesa otros cinco billetes de cien, Alicia está a punto de llorar. Se agazapa sobre sus rodillas y se cubre la cara con las manos. Luego de unos segundos, recobra la compostura y levanta la cabeza para mirarlo bien de frente, casi desafiante. Ha asumido su realidad.

– Okey, Víctor… Se acabó la comedia.

Se agacha, coge de la mesa la pila de billetes y cuenta en voz alta:

– Cien, doscientos…

Con mano firme y a toda velocidad, como si se tratase de un mazo de naipes, cuenta el dinero. Luego, deja caer lentamente cinco billetes de cien en la mesa y le dirige una sonrisa amable:

– Te devuelvo los quinientos de las clases. Eres un alumno tan dotado, y he disfrutado tanto, que no sería decente cobrarte.

Guarda el resto del dinero en su bolsito y se levanta.

– Voy a pedir un taxi.

Halagado, Víctor sacude la cabeza y ríe de buena gana.

– Debo reconocer que tienes clase. Y que eres muy inteligente. Coge tus quinientos y siéntate -y le tiende una mano, para que se acomode a su lado.

– ¿Me invitas a un trago?

– Claro. ¿Qué deseas?

– Un coñac.

– ¿A esta hora?

– Sí, necesito algo fuerte.

Él se dirige al bar y elige dos copas panzonas. Coge una botella negra, opaca, inclinada sobre una cureña napoleónica y sirve dos Courvoisier XO.

Alicia apura casi todo el contenido de un solo trago, y sin brindar.

– Supongamos -dice Víctor, que apura su café amargo y saborea luego un primer sorbo de coñac – que yo te diera llave de esta casa en calidad de amante mía, con una asignación de tres mil dólares mensuales, y que te deje un carro bueno con la gasolina gratis… ¿Te interesaría trabajar para mí?

La cara de Alicia se convierte en el estereotipo del asombro, como si dijera: "¡Mira con la que se me apea este, ahora!"

Se para de un brinco, da unos pasos. Respira lentamente, lo escruta, sonríe escéptica, duda. Sus ojos se mueven muy de prisa, busca una respuesta en el techo, en una pared. Vuelve a sonreír y hasta deja escapar una risita. Se tapa la boca con un gesto tímido mientras con la punta del tacón, recorre coqueta las volutas del embaldosado. Se muerde los labios. Vuelve a sentarse. Lo necesita. La propuesta de Víctor le ha movido el piso. Intuye que el game de cinco días que ha estado jugando con él, ha dado de pronto un salto cualitativo. Grandes Ligas, Monza, Le Mans, Wimbledon… Por la cabeza sólo le pasan tonterías. No atina a encontrar algo ingenioso que responder; algo en consonancia con lo inesperado de la nueva proposición.

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