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1998 EPíLOGO

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Pese a sus rigurosas pesquisas, las autoridades cubanas no pudieron hallar pistas sobre los secuestradores de Hendryck Groote. Los forenses y peritos del Laboratorio de Criminalística, dictaminaron que Hendryck Groote murió por el impacto único de un objeto perforante, en la zona del bulbo raquídeo. Se estableció también que el cadáver fue mantenido varios días en estado de congelación.

Dada la fuga e inesperada desaparición del ciudadano holandés Jan van Dongen, pariente de la víctima y muy cercano a su cotidianidad, se lo supuso gestor, o por lo menos cómplice del delito. Y el caso pasó a manos de Interpol que, desde entonces, busca afanosamente a Van Dongen.

Dentro de la firma hubo algunos cambios. Víctor King, tal como él suponía, perdió una gran oportunidad, pues la familia Groote anuló el compromiso de asignarle las elevadas comisiones que él reclamara. Y Vincent Groote le informó que se había decidido prescindir de sus servicios. Sin embargo, no quedó en la calle, como él temía. Y de manera inesperada, ha rehecho su vida.

Christina, la viuda de Groote, heredera de una fortuna, reforzada ahora con los diez millones que recibiera por el seguro de vida de su marido, le quedó sumamente agradecida por su devota solidaridad y su consuelo.

En efecto, durante los días que ella pasó en Cuba, Víctor supo depararle múltiples consuelos. Tan consolada se sintió, que no pudo prescindir de Víctor y se lo llevó consigo a Amsterdam.

Actualmente conviven con desenfado y elegancia. Ya ella le ha dicho que no van a casarse, pero disfrutan la vida, comparten la misma mansión; forman una bella y desprejuiciada pareja que suele alternar con otras parejas despreuiciadas y bellas; viajan mucho, y se dejan ver amenudo en la buena sociedad.

Para hacer rabiar a los Groote, en particular a su enconado enemigo Vincent, Christina ha obtenido autorización del gobierno cubano, para crear una compañía de prospecciones submarinas. Ella no dispone, por supuesto, de los enormes recursos de los Groote, pero sí de los suficientes para que Víctor pueda dedicarse de lleno a su pasión por los fondos marinos. Y Víctor asegura que allí encontrar muy pronto, el galeón español que lo haga célebre y solvente.

La fortuna que no consiguió mediante sus amores con el marido, espera lograrla al fin, como premio por su devoción a la viuda.

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Fred es un pintor alemán que desde hace dos años, vive en medio de arrozales y campiñas de lánguidas colinas, en la isla de Bali. Vive con cierta holgura en su casa de campo, junto a la ribera de Samur, hermana del sol. Durante los últimos seis meses ha pintado viviendas lacustres, bajo un dramático cielo turquesa. Todos sus paisajes se han vendido como pan caliente y a muy buenos precios, en galerías australianas. Como trasfondo, aparece siempre el Pacífico viril con sus labios de espuma. También ha hecho algunos desnudos. Sus modelos son mujeres mulatas de florecidos senos y nostálgicos ojos achinados.

Fred ya no tiene el ridículo perfil de ornitorrinco de cuando se llamaba Jan van Dongen. El terror a que su nariz lo delatara a la Interpol, lo decidió por fin a someterse a aquella operación cuya sola idea, le provocaba disneas y taquicardias. Ahora puede hacer el amor sin antifaz. Ahora puede tocar la flauta aunque lo estén mirando. Ha perdido el miedo escénico que frustrara su vocación juvenil por la música.

A Cuba había regresado para Navidades, después de dos años de ausencia. Y el 28 de diciembre tuvo la mayor alegría de ese año. ¡Carmen no lo había olvidado! Lo seguía queriendo. Y sí sí, con un inefable brillo de felicidad en los ojos, se declaró dispuesta a seguirlo hasta el fin del mundo.

Muy en breve, Jan le contó la historia de las dos maletas que comprara iguales; de los 30 000 dólares en billetes de 100, que había invertido para usarlos como tapa de los 300 fajos falsos; y del hueco que preparara en el maletero del carro para esconder allí su fraude. Todo lo había preparado en 48 horas, cuando se dio cuenta de que muerto Rieks, también él se quedaría en la calle.

Carmen se enteró, por fin, de su periplo final a través de México, los EE.UU., Alemania, donde se hiciera operar y comprara sus nuevos documentos, que hoy lo acreditan inobjetablemente como Alfred Werner.

Mucho recordaría después aquel crepúsculo del reencuentro con Carmen, en el Hotel Nacional. La lujuria del aire que entraba por su ventana del cuarto piso en aquella loca ciudad de su adoración; la vista del Malecón sinuoso; el ron vespertino, aquellos añorados labios gordos… Asomado al júbilo de sus ojos chinos, o sumergido entre sus muslos el sticos y calientes, tuvo la certeza de estar viviendo, sin posibilidad de hipérbole ni olvido, el día más feliz de su vida.

Cuando le contó a Carmen que se había pellizcado un par de veces para asegurarse de que no soñaba, ella creyó que se burlaba. Pero era verdad. l no acababa de convencerse. ¿De modo que ya nunca más estaría solo? ¿Así que ahora, abrazado de su cintura, en los paradisíacos Mares del Sur, podría dedicar el resto de su vida a pintar, tocar la flauta, leer…?

Sí, tanta bienaventuranza le parecía irreal. Y volvió a darse un pellizcón. Y ella estalló en carcajadas.

Fred Werner, acaba de regresar a Bali. El viaje a La Habana lo ha exonerado de los débiles y últimos remanentes de su mala conciencia.

La policía cubana confirmó, en efecto, que Hendryck Groote había muerto por incrustarse una punta de hierro en el bulbo raquídeo. Y como aparecieran huellas de su sangre en el piso de la sala, los técnicos detectaron, en el cantero de la planta que adornaba un rincón, la punta lanceolada que Groote se ensartara en la nuca. Una vez localizada, a nadie cupo dudas de que aquella lanza había sido la causante de la muerte. Y según llegó a oídos de Carmen, que fuera sometida a varios interrogatorios, los técnicos quedaron convencidos de que la muerte fue producto de una caída. El ngulo con que aquella lanza penetrara en la región occipital, muy difícilmente podría deberse a una agresión manual, deliberada. Nadie que hubiera escogido matarlo golpe ndole la nuca contra aquellos hierros, le habría provocado el ngulo tan sesgado que presentaba la herida del occiso.

Uno de los detectives cubanos que tenía cierta amistad con un pariente de Carmen, suponía que Van Dongen lo halló muerto, congeló el cadáver, y luego fraguó el secuestro. Y Carmen jamás sospechó de Jan. Lo lloró mucho y llegó a sentirse traicionada por su fuga, sin despedida; pero nunca tuvo dudas de su lealtad a Groote. Y Jan no era un asesino.

Ya Fred Werner pueda estar tranquilo: sabe que Víctor no fue culpable del crimen. Nunca habría asesinado a quien lo protegía y defendía sus propios intereses. Y por el delito menor de fraguar un secuestro con miras de sacarle dinero a la familia Groote, Jan no lo condenaba. más bien lo aplaudía. Pero eso sí, por desaparecer y echarse todas las culpas, el antiguo Van Dongen decidió cobrarle a Víctor los tres millones del rescate.

Aquella tarde del regreso, desde un templete de piedra verdosa a la vera de un camino, la diosa Pârvatí dedica a Carmen una sonrisa de bienvenida.

Pero Carmen ya no se llama Carmen y desde hace dos meses, estudia intensamente inglés y se ha olvidado del español. Ahora se llama Zaratu, "la que vuelve a nacer", en lengua yorubá.

Zaratu es oriunda de una etnia africana y chapurrea un poco de inglés. Ni siquiera en la cama habla ya el español. Y aunque su inglés todavía es pésimo, cuando le dice ternezas de alcoba con su voz ronca, Fred Werner respira hondo, la huele, la bebe, se emborracha de hembra, puros y ron.

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