Aquellas criaturas del bosque a las que aludían las viejas hilanderas habían abandonado, al parecer, al joven Señor de Lines.
Pasaron algunos años, durante los cuales Orso hubo de probar su lealtad al Conde. Fue requerido en varias ocasiones para combatir junto a su señor en las innumerables luchas que éste mantenía con sus vecinos o sus enemigos personales -y eran muchos, según pudo ir conociendo Orso-, puesto que su señor era belicoso, ambicioso y, a la vez, poco escrupuloso con sus semejantes. Orso le había jurado lealtad, y este pacto, según le aleccionara su padre, era sagrado. El Conde era su señor y le debía obediencia.
Orso no tenía grandes ambiciones, ni era violento por naturaleza y, aunque se veía abocado a pequeños lances -que mucho respondían a estos dos incentivos-, la verdad es que su vida transcurría sin grandeza alguna. Tal vez, por su talante, o a pesar de él, lo cierto es que el Conde fue distinguiéndole de los de su entorno. Le otorgó honores y donaciones sustanciosas que, quizá, otros merecían más que él. Fue, por tanto, objeto de envidias y rencores. Pero tan oscuros sentimientos, del mismo modo que se encendian, se apagaban sin ruido ni grandes consecuencias.
Una noche Orso despertó envuelto en sudor e inquietud. Era la inquietud que causa sentirse observado por alguien. Pero estaba solo, únicamente el pequeño lebrel, Rai, que dormía plácidamente a sus pies, y Ari, su sirviente, le acompañaban. Ambos dormían. Sin embargo, Orso notaba que alguien le estaba mirando o, al menos, recordando, que son cosas parecidas.
Un lejano rumor de agua llegó hasta él. La voz del agua volvía, y Orso permaneció inmóvil unos segundos mientras aquel sonido se hacía cada vez más preciso. Después de tantos años de miedo y silencio, regresaban las voces, las mismas que marcaron su infancia y que -ahora lo sabía-, como lento y espaciado goteo, eran parte de su vida: «Despierta, Orso, y recibe al hijo que te prometí y al que debes amar».
Orso se cubrió apresuradamente con el manto y, aún descalzo y sin despertar a nadie, descendió hasta el último escalón de la torre.
Entonces vio a un hombre viejo. Tenía el aspecto de un campesino y llevaba de la mano a un niño. El anciano le dijo:
– Señor de Lines, éste es tu hijo: Aranmanoth, Mes de las Espigas.
Y, apenas lo hubo dicho, el viejo desapareció, como si nunca hubiera estado allí. Sin embargo, el niño permanecía quieto, mirando a Orso tan intensamente que éste no pudo sino apartar sus ojos de él.
El niño tendría unos diez u once años. Era alto, delgado y tan rubio que parecía contener toda la luz de agosto.
Entonces Orso se inclinó hacia él y le dijo:
– ¿Qué es lo que ese hombre ha dicho? ¿Quién eres y por qué estás aquí? -Porque Orso había olvidado, como bien anunció el hada, lo que años atrás había sucedido en el Manantial.
El niño sonrió, y jamás Orso recordó, en todos los años de su vida, una sonrisa parecida: ni alegre ni triste, algo parecido a un despertar. Y, por primera vez, oyó su voz:
– Yo soy tu hijo Aranmanoth, Mes de las Espigas.
– ¿Mi hijo? -casi gritó Orso-. Yo no tengo hijos.
– Soy Aranmanoth, Mes de las Espigas. Tu hijo.
Entonces, el antiguo rumor regresó y Orso recuperó en su memoria la voz del Manantial, las palabras del hada y su presencia incorpórea en el bosque. Se arrodilló ante el niño, le abrazó, y le dijo:
– Hijo mío -entre asombrado y temeroso-, hijo mío.
Y, como todos los padres del mundo, no supo decir nada más.
Aranmanoth sacó un pergamino de entre los pliegues de su túnica y se lo entregó a Orso.
– No sé leer -dijo Orso, por primera vez pesaroso por semejante carencia.
– Yo lo leeré para ti -dijo el niño.
Pero no fue necesaria aquella lectura porque la voz regresó, y Orso pudo conocer cuanto deseaba decirle: «En el calendario del viejo rey soy el Mes de las Espigas, y es el Mes de las Espigas Aranmanoth, que fue concebido por Orso y el hada más joven del Manantial. Soy el llamado Aranmanoth, de doble naturaleza, a medias mágica, a medias humana. Yo soy la juventud y la vida y tú eres mi padre».
– ¡Fui víctima de un encantamiento o brujería! -gritó Orso. Estaba asustado. Era valiente, e incluso cruel con quienes le parecía oportuno, pero ahora no sabía a quién debía enfrentarse, puesto que ni siquiera se trataba de un enemigo conocido o presentido. Y esto le confundía de tal modo que ninguna de las enseñanzas ni entrenamientos recibidos le valía ahora para defenderse o atacar.
Entonces dijo el niño:
– Yo soy tu hijo, Aranmanoth.
– ¿Aceptas que fui víctima de un encantamiento? -gritó Orso. Y temblaba al decirlo, como no había temblado nunca ante la espada o la lanza.
– Sí -repitió el niño como un eco-. De un encantamiento.
Un silencio tan grande que ni la hierba osaba crecer, ni las nubes navegar, ni el viento empujar hoja alguna, llegó hasta ellos. Y como una corteza estalló la escondida memoria que durante largo tiempo llevaba aprisionada, y regresó la voz antigua, y con ella el rumor del agua, la sombra del bosque, la hermosa criatura que le abrazó y que, por primera vez, le hizo conocer cuán placentera puede ser, entre los brazos de otro ser, una agonía pequeña e infinita. Todo renacía en su corazón, y sólo atinó a repetir: «Hijo mío».
Orso abrazó a Aranmanoth, y conoció el aroma a trigo de sus largos y dorados cabellos, tan rubios como jamás viera y, acariciándolos con sus dedos, palpó en sus extremos una pequeña trenza. Así era cada mechón, como una delicada espiga.
– Encantamiento -se dijo una vez más, llevándose a los labios aquella espiga amada y nacida de sus más remotos deseos-. Encantamiento.
Despertó a la casa, despertó a todos sus habitantes, desde el más engreído mayordomo al más travieso pinche de cocina.
Reunió a su gente en el patio y, llevando de la mano a Aranmanoth, dijo:
– Éste es mi hijo muy amado, éste es Aranmanoth, Mes de las Espigas, y en él descansa toda mi esperanza y cuanto poseo. Respetadle, amadle y temedle, porque en él deposito todos mis deseos.
Por supuesto que ninguno de cuantos escucharon estas palabras comprendió su significado. Acaso, el mismo Orso tampoco. Pero la antigua voz hablaba entre sus labios. Y un suave, dulce temblor hacía que sus palabras, si no comprendidas, fueran acatadas.
A partir de aquel día Orso fue requerido, cada vez con más frecuencia, por su señor, el Conde. Éste engrandecía sus dominios con una rapidez asombrosa, y su nombre era cada vez más conocido por la crueldad que demostraba con quienes se oponían a sus intereses, como por su generosidad hacia quienes le eran adictos. El Conde, tan oscuro en su apariencia como brillante en sus hazañas, era extremadamente astuto y buen conocedor de las miserias humanas. Utilizaba con gran sabiduría tanto la bien adiestrada tropa a su mando, como la humana naturaleza de cuantos le rodeaban y servían. Apreciaba a Orso por su lealtad. Le tenía por buen soldado -aunque sin rozar el heroísmo-, y esta particularidad era muy bien considerada por un hombre como el Conde, que no se dejaba llevar por actos heroicos, sino por el buen sentido, la prudencia y la lealtad. Y de este modo, día tras día, escaramuza tras escaramuza, Orso fue ascendiendo en su consideración y, naturalmente, en su posición. Porque, al fin y al cabo, Orso era bueno, valiente sin locura, de talante noble, porque no había ocasiones de no serlo y, si acaso alguna vez se le presentó esta posibilidad, o bien no se enteró de cuántos beneficios podría obtener, o bien éstos se le antojaron demasiado trabajosos comparados con los provechos que podrían reportarle. El caso es que Orso acabó siendo, si no la persona más adecuada para que el Conde le tuviera como brazo derecho, al menos sí un cómodo bastón.