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– El tío Carlos se fue con unos amigos y dijo que lo esperáramos aquí -me contestó Checo.

– ¿Hace cuánto tiempo? ¿Y quiénes eran sus estúpidos amigos, Verania?

– No sé -dijo Verania.

– ¿No era Medina? Acuérdense, el señor ese con el que estuvimos tomando nieves en el zócalo de Atlixco.

– No, no era ese señor mamá -dijo Verania que entonces tenía como diez años.

– ¿Segura?

– Si. Checo te dijo que eran sus amigos porque el que lo jalaba del brazo le dijo: «Vamos amigo», pero él no quería ir. Fue porque ellos tenían pistolas, por eso dijo que nos quedáramos aquí, que tú ibas a venir si él no volvía pronto.

– ¿Por qué no llamaron a los curas? ¿Dónde estaban los curas? -pregunté.

– Acababan de cerrar la puerta -dijo Verana.

– Curas inútiles. ¡Curas! ¡Curas! ¡Curas! -grité golpeando la puerta de la iglesia.

Un fraile abrió.

– ¿Se le ofrece algo hermana? -dijo.

– Hace una hora se llevaron de aquí a un señor que venía con mis hijos, se lo llevaron unos hombres armados, a la fuerza, y ustedes tenían la puerta cerrada a las seis de la tarde. Tanto que jodieron para abrir sus iglesias y las tienen cerradas. ¿Quién les avisó que cerraran la puerta? -dije echándome sobre el monje.

– No entiendo de qué me habla hermana. Cálmese. Cerramos la puerta porque oscureció más temprano.

– Ustedes nunca entienden nada de lo que no les conviene. Vámonos niños, al coche, rápido.

CAPÍTULO XIX

Entré a la casa dando gritos, con los niños colgados de mi saco sin decir una palabra. Corrí los cinco tramos de escaleras que llevaban al salón de juegos y llegué arriba con sus manos todavía prendidas a mi cuerpo, contagiadas de mi pánico.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Andrés abriendo la puerta. Mascaba un puro, tenía la copa de brandy en una mano y una ficha de dominó en la otra.

– Alguien se llevó a Carlos. Los niños estaban solos en la puerta de la iglesia -dije despacio, sin gritar, como si le estuviera contando algo previsto.

– ¿Quién se lo va a llevar? El se ha de haber ido a meter donde ya le advertí que no vaya. ¿Y dejó a los niños solos? Irresponsable.

– Los niños dicen que se lo llevaron a la fuerza -dije otra vez aparentando frialdad.

– Tus hijos tienen mucha imaginación. Abrígalos y que se duerman, es lo que necesitan.

– ¿Y tú que vas a hacer? -le pregunté.

– Abrir el juego, tengo la mula de seis -me contestó.

– ¿Y tu amigo?

– Ya regresará. Si no, al rato le hablo a Benítez para que lo busque la policía. ¿Vas a ponerles el pijama a esos niños?

– voy a ponerles la pijama -dije como si otra me gobernara, como si me hubieran amordazado. Descansé mis brazos sobre los hombros de los niños y bajé las escaleras hasta el segundo piso.

Lilia iba saliendo de su recámara. Se había puesto un vestido negro con vivos rojos, tacones altísimos y medias oscuras. Se recogió el pelo con dos peinetas de plata y se pintó la boca. Vestida así no me decía mamá.

– ¿Me prestas tu abrigo de astracán? Ayer manché el mío con helado. ¿Encontraste a Carlos? -preguntó.

– No -contesté mordiéndome el labio de abajo -Pobre mamá -dijo y me abrazó.

Quería gritar, salir a buscarlo, jalarme los pelos, enloquecer.

Lilia acarició mi cabeza.

– Pobre de ti -dijo.

Me separé despacio de su cuerpo perfumado.

– Estás guapísima -le dije. ¿Ya te vas? A ver, camina, que te vea yo la raya de las medias. Siempre te las pones chuecas.

La hice caminar por el pasillo.

– Ven te enderezo la izquierda -dije. Coge de mi cuarto el abrigo que quieras y no beses a Emilio. Que no te gaste antes de tiempo.

Me besó otra vez y bajó corriendo las escaleras.

Llevé a los niños a su cuarto. Cuando se durmieron apagué la luz y me acosté junto a Verania. Me tendí boca abajo, metí las manos entre los brazos y empecé a llorar despacio, unas lágrimas enormes.

Con que no esté sufriendo -me dije, que no lo maten de a poco, que no le duela, que no le toquen la cara, que no le rompan las manos, que alguien bueno le haya dado un tiro.

– Señora -dijo Lucina entrando al cuarto- el señor ya quiere cenar.

– Sírvanle por favor -dije con una voz ronca.

– Quiere que usted baje. Me dijo que le avisara que aquí está el gobernador.

– ¿Y el señor Carlos? -pregunté.

– No señora, él no está -dijo acercándose a la cama. Se sentó en la orilla. Yo lo siento mucho señora, yo usted sabe que a usted la quiero mucho, que me daba gusto verla tan contenta, yo usted sabe…

– ¿Lo mataron? ¿Te lo dijo Juan?

– No sé, señora. Juan se hizo el enfermo cuando le avisaron. Manejó Benito. Le quisimos avisar a usted pero cómo, si estaba encerrada con el general.

Volví a meter la cara entre los brazos. Ya no tenía lágrimas.

– ¿Y Benito? -pregunté.

– No ha regresado.

Me levanté.

– Dile al general que no tardo y pídele a Juan que suba.

Me vestí de negro. Me puse los aretes y la medalla que Carlos me regaló. Eran italianos, la medalla tenía una flor azul y decía mamma de un lado y 13 de febrero del otro.

Entré al comedor cuando Andrés distribuía los lugares.

– A sus pies señora -dijo Benítez.

– No se lo merece gobernador, llega tarde -dijo Andrés.

– Lo siento, me quedé dormida con los niños -dije. Había más gente de la esperada.

– ¿Conoces al procurador de Justicia del estado? -preguntó Andrés.

– Claro, gusto de verlo por aquí -dije sin extender la mano.

– ¿Y al jefe de la policía?

– Mucho gusto -dije para joder con que no lo conocía.

– El señor gobernador nos hizo el favor de venir con ellos cuando le avisé de la desaparición de nuestro amigo Carlos Vives -dijo Andrés.

– ¿No sería mejor que estuvieran buscándolo? -pregunté.

– Querían tener más datos sobre el asunto -dijo el diputado Puente.

– ¿Que sus niños se quedaron solos en media calle? -me preguntó Susi Díaz de Puente. Yo creo que a don Carlos lo secuestró una pretendienta.

– Ojalá contesté.

– Señoras, esto es serio -dijo Andrés. Carlos era amigo de Medina y Medina murió hoy en la mañana. ¿Ya saben ustedes cómo estuvo lo de Medina, gobernador?

– Más o menos, Parece que lo mataron sus gentes. Hay muchos radicales dentro de la CTM y Medina había convencido a sus bases de que lo conveniente era pasarse todos a la CROM. Algún loco se vengó de esta cordura que ellos consideraron traición.

– No creo que Medina haya querido pasarse a la CROM -dije.

– ¿Por qué no has de creerlo? -preguntó Andrés.

– Porque conocí a Medina. Carlos lo quería bien.

– Pues ojalá no lo haya querido tanto como para meterse a defenderlo -dijo Andrés. Siempre ha sido un irresponsable. Todavía hoy en la comida le pedí que se dedicara a la música y dejara de correr riesgos. Pero es un provocador.

– A mi me parece un buen tipo -dijo el procurador y es un excelente músico.

– Esperemos que no le haya pasado nada -expresó el jefe de la policía, que era un tipo horrendo, subjefe cuando Andrés fue gobernador. Le decían el Queso de Puerco porque tenía mal del pinto. Lo que hubiera pasado, lo sabía todo.

Llegó la cena. Andrés dio en elogiar mis habilidades como ama de casa y la conversación se fue para quién sabe dónde. Lucina servía la mesa.

– ¿Más frijoles señora? -dijo parándose junto a mí. Y después bajito: Dice Juan que lo tienen en la casa de la noventa.

– Gracias, unos poquitos -le contesté.

– De veras de veras, qué rico todo, señora -dijo Benítez.

– Gracias gobernador -dije levantando la cara, y mirándolo. Junto a él encontré los ojos de Tirso el procurador, un notario respetado que nunca quiso trabajar para Andrés.

Me extrañaba que hubiera querido con Benítez. Era un hombre raro. Cuando me miraba yo tenía la sensación de interesarle.

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