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Cuando acabó la semana me devolvió a mi casa con la misma frescura con que me había sacado y desapareció como un mes. Mis padres me recibieron de regreso sin preguntas ni comentarios. No estaban muy seguros de su futuro y tenían seis hijos, así que se dedicaron a festejar que el mar fuera tan hermoso y el general tan amable que se molestó en llevarme a verlo.

– ¿Por qué no vendrá don Andrés? -empezó a preguntar mi papá como a los quince días de ausencia.

– Anda en eso de ganarle al general Pallares -dije yo, que más que pensar en él me había quedado obsesionada con sentir.

Ya no iba a la escuela, casi ninguna mujer iba a la escuela después de la primaria, pero yo fui unos años más porque las monjas salesianas me dieron una beca en su colegio clandestino. Estaba prohibido que enseñaran, así que ni título ni nada tuve, pero la pasé bien. Todo se agradecía. Aprendí los nombres de las tribus de Israel, los nombres de los jefes y descendientes de cada tribu y los nombres de todas las ciudades y todos los hombres y mujeres que cruzaban por la Historia Sagrada. Aprendí que Benito Juárez era masón y había vuelto del otro mundo a jalarle la sotana a un cura para que ya no se molestara en decir misas por él, que estaba en el infierno desde hacía un rato.

Total, terminé la escuela con una mediana caligrafía, algunos conocimientos de gramática, poquísimos de aritmética, ninguno de historia y varios manteles de punto de cruz.

Cuando tuve que permanecer encerrada todo el día, mi madre puso su empeño en que fuera una excelente ama de casa, pero siempre me negué a remendar calcetines y a sacarles la basurita a los frijoles. Me quedaba mucho tiempo para pensar y empecé a desesperarme.

Una tarde fui a ver a la gitana que vivía por el barrio de La Luz y tenía fama de experta en amores. Había una fila de gente esperando turno. Cuando por fin me tocó pasar, ella se sentó frente a mi y me preguntó qué quería saber. Le dije muy seria:

– Quiero sentir -se me quedó mirando, yo también la miré, era una mujer gorda y suelta; por el escote de la blusa le salía la mitad de unos pechos blancos, usaba pulseras de colores en los dos brazos y unas arracadas de oro que se columpiaban de sus oídos rozándole las mejillas.

– Nadie viene aquí a eso -me dijo. No sea que después tu madre me quiera echar pleito.

– ¿Usted tampoco siente? -pregunté.

Por toda respuesta empezó a desvestirse. En un segundo se desamarró la falda, se quitó la blusa y quedó desnuda, porque no usaba calzones ni fondos ni sostenes.

– Aquí tenemos una cosita -dijo metiéndose la mano entre las piernas. Con ésa se siente. Se llama el timbre y ha de tener otros nombres. Cuando estés con alguien piensa que en ese lugar queda el centro de tu cuerpo, que de ahí vienen todas las cosas buenas, piensa que con eso piensas, oyes y miras; olvídate de que tienes cabeza y brazos, ponte toda ahí. Vas a ver si no sientes.

Luego se vistió en otro segundo y me empujó a la puerta.

– Ya vete. No te cobro porque yo sólo cobro por decir mentiras y lo que te dije es la verdad, por ésta, y besó la cruz que hacía con dos dedos.

Volví a casa segura de que sabía un secreto que era imposible compartir. Esperé hasta que se apagaron todas las luces y hasta que Teresa y Bár

bara parecían dormidas sin regreso. Me puse la mano en el timbre y la moví. Todo lo importante estaba ahí, por ahí se miraba, por ahí se oía, por ahí se pensaba. Yo no tenía cabeza, ni brazos, ni pies ni ombligo. Las piernas se me pusieron tiesas como si quisieran desprenderse. Y sí, ahí estaba todo.

– ¿Qué te pasa Cati? ¿Por qué soplas? -preguntó Teresa despavilándose. Al día siguiente amaneció contándole a todo el mundo que yo la había despertado con unos ruidos raros, como si me ahogara. A mi madre le entró preocupación y hasta quiso llevarme al doctor. Así le había empezado la tuberculosis a la dama de las camelias.

A veces todavía tengo nostalgia de una boda en la iglesia. Me hubiera gustado desfilar por un pasillo rojo del brazo de mi padre hasta el altar, con el órgano tocando la marcha nupcial y todos mirándome.

Siempre me río en las bodas. Sé que tanta faramalla acabará en el cansancio de todos los días durmiendo y amaneciendo con la misma barriga junto. Pero la música y el desfile señoreados por la novia todavía me dan más envidia que risa.

Yo no tuve una boda así. Me hubieran gustado mis hermanas de damas color de rosa, bobas y sentimentales, con los cuerpos forrados de organz a y encaje. Mi papá de negro y mi madre de largo. Me hubiera gustado un vestido con las mangas amplias y el cuello alto, con la cola extendida por todos los escalopes hasta el altar.

Eso no me hubiera cambiado la vida, pero podría jugar con el recuerdo como juegan otras. Podría evocarme caminando el pasillo de regreso, apoyada en Andrés y saludando desde la altura de mi nobleza recién adquirida, desde la alcurnia que todos otorgan a una novia cuando vuelve del altar.

Yo me hubiera casado en Catedral para que el pasillo fuera aun más largo. Pero no me casé. Andrés me convenció de que todo eso eran puras pendejadas y de que él no podía arruinar su carrera política. Había participado en la guerra anticristera de Jiménez, le debía lealtad al Jefe Máximo, ni de chiste se iba a casar por la iglesia. Por lo civil sí, la ley civil había que respetarla, aunque lo mejor, decía, hubiera sido un rito de casamiento militar.

Lo estaba diciendo y lo estaba inventando, porque nosotros nos casamos como soldados.

Un día pasó en la mañana.

– ¿Están tus papás? -preguntó.

Si estaban, era domingo. ¿Dónde podrían estar sino metidos en la casa como todos los domingos?

– Diles que vengo por ustedes para que nos vayamos a casar.

– ¿Quiénes? -pregunté.

– Yo y tú -dijo. Pero hay que llevar a los demás.

– Ni siquiera me has preguntado si me quiero casar contigo -dije. ¿Quién te crees?

– ¿Cómo que quién me creo? Pues me creo yo, Andrés Ascencio. No proteste y súbase al coche. Entró a la casa, cruzó tres palabras con mí

papá y salió con toda la familia detrás.

Mi mamá lloraba. Me dio gusto porque le imponía algo de rito a la situación. Las mamás siempre lloran cuando se casan sus hijas.

– ¿Por qué lloras mamá?

– Porque presiento, hija.

Mi mamá se la pasaba presintiendo. Llegamos al registro civil. Ahí estaban esperando unos árabes amigos de Andrés, Rodolfo el compadre del alma, con Sofía su esposa, que me miró con desprecio. Pensé que le darían rabia mis piernas y mis ojos, porque ella era de pierna flaca y ojo chico. Aunque su marido fuera subsecretario de guerra.

El juez era un chaparrito, calvo y solemne.

– Buenas, Cabañas -dijo Andrés.

– Buenos días, general, qué gusto nos da tenerlo por aquí. Ya está todo listo.

Sacó una libreta enorme y se puso detrás de un escritorio. Yo insistía en consolar a mi mamá cuando Andrés me jaló hasta colocarme junto a él, frente al juez. Recuerdo la cara del juez Cabañas, roja y chipotuda como la de un alcohólico; tenía los labios gruesos y hablaba como si tuviera un puño de cacahuetes en la boca.

– Estamos aquí reunidos para celebrar el matrimonio del señor general Andrés Ascencio con la señorita Catalina Guzmán. En mi calidad de representante de la ley, de la única ley que debe cumplirse para fundar una familia, le pregunto: Catalina, ¿acepta por esposo al general Andrés Ascencio aquí presente?

– Bueno -dije.

– Tiene que decir sí -dijo el juez.

– Sí -dije.

– General Andrés Ascencio, ¿acepta usted por esposa a la señorita Catalina Guzmán?

– Si -dijo Andrés. La acepto, prometo las deferencias que el fuerte debe al débil y todas esas cosas, así que puedes ahorrarte la lectura. ¿Dónde te firmamos? Toma la pluma Catalina.

Yo no tenía firma, nunca había tenido que firmar, por eso nada más puse mi nombre con la letrade piquitos que me enseñaron las monjas: Catalina Guzmán.

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