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– Ya te salió lo mujer. Está usted hablando de su inteligencia y luego le sale lo sensiblera -dijo Andrés.

– Quizá tenga razón general, debíamos encontrar otras maneras -contestó Femando y puso su mano en mi pierna. La sentí sobre la seda de mi vestido y me olvidé de los doce campesinos. Después la quitó y se puso a comer como si fuera la última vez.

Nos hicimos amigos. Cuando iba yo a México lo llamaba con algún recado de Andrés o con algún pretexto, la cosa era oír su voz y si era posible verlo un momento. Después me regresaba las tres horas de carretera repitiendo su nombre.

Le pedía al chofer que era muy entonado que me cantara Contigo en la distancia y me acostaba en el asiento del Packard negro a oírlo y a extrañar. Les buscaba varios significados a sus frases más simples y casi llegaba a creer que se me había declarado con disimulo por respeto a mi general. Recordaba con precisión cada una de las cosas que me había dicho y de un «espero que nos veamos pronto» sacaba la certidumbre de que él sufría mi ausencia tanto como yo la suya y que se pasaba los días contando el tiempo que le faltaba para verme por casualidad. Me gustaba pensar en su boca, en la sensación que me recorría el cuerpo cuando me besaba la mano como saludo y despedida. Un día no me aguanté. Me había acompañado a la puerta de su oficina tras una conversación extraña porque no hablamos de política ni de Andrés ni de Puebla ni del país. Habíamos hablado de la pena que producen los amores no correspondidos y yo creí vérsela en los ojos. Cuando se despidió besándome la mano le ofrecí la boca. No me besó pero me dio un abrazo largo.

Esa noche el pobre chofer cantó tantas veces Contigo en la distancia que de ahí salió a ganar la Hora Internacional del Aficionado. Me dio gusto que algo se ganara con mi romance porque el mismo día que alcanzó su cima se desbarató. Andrés estaba esperándome en el Palacio de Gobierno. Yo había ido al sastre a recoger el traje que se pondría para la visita del Presidente. Cuando llegué era muy noche pero Andrés seguía ahí dirimiendo el asunto de unos obreros que querían estallar una huelga en Atlixco.

Entré radiante a su oficina, en lugar de cargar el traje lo abrazaba bailando con él.

– Estás preciosa, Catalina, ¿qué te hiciste? -dijo al verme entrar.

– Me compré tres vestidos, fui al Palacio de Hierro a que me maquillaran y volví cantando en el coche.

– Pero le llevaste mi recado a Fernando, no nada más anduviste perdiendo el tiempo.

– Claro, todo lo demás lo hice después de ver a Fernando -dije.

– No cabe duda que los maricones son fuente de inspiración -le comentó Andrés a su secretario particular. A las mujeres les encanta platicar con ellos. Quién sabe qué tienen que les resultan atractivos. Con decirte que cuando conocimos a éste yo hasta me puse celoso y encerré a Catalina. Ahora es el único novio que le permito y me encanta ese noviazgo.

Al día siguiente fui a ver a Pepa para contarle mi desgracia. Llegué segura de encontrarla porque no salía nunca. Me sorprendió que no estuviera. Los celos de su marido, aumentados por la falta de hijos, la mantenían encerrada. Una tarde que pasó dos horas fuera, la recibió con un crucifijo obligándola a que se hincara a pedirle perdón y a jurar ahí mismo que no lo había engañado.

Prefirió encontrar quehaceres en su casa. La convirtió en una jaula de oro, no había rincón sin detalle. El patio estaba lleno de pájaros y para los brazos de los sillones, los centros de las mesas, las vitrinas y los aparadores tejía interminables carpetas. Todo en su cocina se freía con aceite de olivo, hasta los frijoles, y todo lo que comía su marido lo guisaba ella. Se diría que estaba muy enamorada. Pasaba el tiempo puliendo antigüedades y regando plantas. Se portaba como si ése fuera todo el mundo existente, no nos dejaba ponérselo en duda, y cuando Mónica quiso ser claridosa diciéndole que vivía en los años treinta del siglo XIX y que su marido era un tipo intolerable al que debía dejar y ser libre siquiera para caminar por la calle a la hora que lo deseara, ella suavemente le puso la mano en la boca y le preguntó si quería un té con galletitas de nuez.

– Te estás volviendo loca -dijo Mónica. ¿No es cierto, Catalina?

– No más que yo -contesté.

Desde que su marido enfermó Mónica tuvo que trabajar. Puso una tienda de rape pare niños y acabó con una fábrica.

– Vaya, aquí la única con un marido normal soy yo -dijo riéndose.

Me senté en una banca de hierro, bajo la Jacaranda con flores moradas del jardín. La sirvienta de cofia y delantal me llevó una limonada y dijo que la señora volvía siempre a las doce y media en punto. No entendí nada pero como faltaban quince minutos decidí esperar.

Exactamente cuando el antiguo reloj de familia dio la media con una campanada, Pepa cruzó la puerta, el patio, y llegó hasta mi banca en el jardín.

Era la misma, no se pintaba, se recogía el pelo en una trenza sobre la nuca y caminaba como niña, pero algo en los ojos tenía raro, algo en la boca con la que sonreía como si estuviera estrenando labios.

– Parece que tienes un amante -dije riéndome con mi aberración.

– Tengo uno -contestó sentándose junto a mi con una placidez que no he vuelto a ver.

Se encontraban en las mañanas. Todos los días de diez y media a doce y media en un cuartito alquilado como bodega arriba del mercado de La Victoria. ¿Quién era él? El única hombre con el que su marido la dejó cruzar más de tres palabras. El doctor que la atendía cada vez que se le frustraba un embarazo. Con tres frustraciones tuvieron. Era un tipo guapo, el partero más famoso de Puebla. La mitad de las mujeres hubieran querido un romance con él, algunas se arreglaban para ir a la consulta más que para el baile de la Cruz Roja. Y fue a dar con la Pepa, con la más difícil.

– Cogemos como dioses -dijo extendiendo una risa clara y feliz, con la misma dulzura con que antes recitaba jaculatorias. Estaba espléndida. Jamás me hubiera dado la imaginación para soñarla así.

– ¿Y tu marido? -pregunté.

– No se da cuenta. Es incapaz de rimar luz con lujuria.

– ¿Y a ti cómo te va?

– Igual -contesté.

– ¿Qué podía yo contarle? Mi pendejo romance con Arizmendi ataba bien para divertir a una pobre mujer encerrada, pero a esa novedad con expresión de diosa no podía yo enturbiarle el paraíso con algo tan prosaico. Le di un beso y me fui envidiando su estado de gracia.

CAPÍTULO IX

Nunca entendía cómo llegó Fito a secretario de la Defensa, pero tampoco había entendido que llegara a subsecretario y que cuando Andrés lo llevó a firmar como testigo de nuestro casamiento ya fuera director de quién sabe qué.

También Andrés se sorprendió cuando aparecieron en las paredes de las casas del Distrito Federal unos manifiestos que firmaba el general Juan de la Torre, en los que se sugería como candidato a la presidencia de la República a Rodolfo Campos.

Creo que el mismo Rodolfo estaba sorprendido, porque declaró rápidamente que se trataba de una burda maniobra y que él vivía dedicado exclusivamente a colaborar con el general Aguirre sin ninguna aspiración posterior.

Yo le creí. ¿Qué aspiración posterior iba a tener el pobre cuando ni siquiera su mujer lo respetaba? Así tan mochita como se veía, a los ocho días de casada escapó con el médico del regimiento en que Fito era pagador. Nomás se fue una mañana y ni aviso dejó. Si no es porque alguien le pasa el chisme, quién sabe a qué horas se hubiera enterado su marido. Hace poco me contó un viejo que estaba en el regimiento que cuando Rodolfo lo supo fue con su general y se le puso a llorar comentando su desgracia.

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