– Ándele, sargento -dijo el general, lo autorizo a que agarre un pelotón, los alcance y los ajusticie a los dos como se merecen.
– No, mi general -dijo Fito, si lo que yo quisiera es nada más que usted mandara un juez de paz que los amoneste para que vuelvan.
El general les mandó el juez y volvieron. Cuando Chofi bajó del caballo, Rodolfo se le echó a los pies llorando y preguntándole qué daño le había hecho para merecer su abandono. Le pidió perdón y le besó los tobillos delante de todo el mundo, mientras ella con las manos en la cintura no se dignó siquiera bajar la cabeza.
Siempre fue altanera la Sofía y dicen que alguna vez guapa. Pero yo lo dudo. Lo que sí hizo, según su marido pasaba de un cargo a otro, fue cambiar la cachondería por el rezo. Si cogía con algún cura nunca se supo y en la cara no se le notó jamás.
Nunca se me va a olvidar el día que se convirtió en candidata a la presidencia porque fue el mismo que llegó Tyrone Power al país.
Yo acompañé a Mónica hasta el aeropuerto porque coincidió con que Andrés quiso que le hiciera a Chofi una visita de cortesía. Mónica se había hecho las ilusiones de esperar a Tyrone Power en las escaleras del avión, pero cuando llegamos al aeropuerto montones de mujeres tenían exactamente los mismos planes.
Como su marido tenía tanto tiempo enfermo, ella llevaba años guardándose las ganas de coger mientras hacia vestidos y negocios. En cuanto vio a Tyrone Power le salieron todos los deseos y se puso como una fiera. Me dejó parada cerca de los mostradores de las aerolíneas y se metió entre la marabunta de mujeres dando empujones y patadas.
En dos minutos estaba encima del pobre hombre:
– Tyrone, veo todas tus películas -le gritaba. Como llegó antes que la multitud, alcanzó a darle un beso que él contestó con su estudiada sonrisa de muñeco. Después no pudo volver a sonreír, tuvieron que sacarlo del aeropuerto entre los bomberos y la policía. Las mujeres lo dejaron sin saco y sin un solo botón en la camisa. Cuando lo vi salir levantado en vilo por los bomberos, llevaba los pelos parados y le faltaba un zapato.
Mónica tenía una cara de gatita satisfecha que daba gusto verla. No he conocido mucha gente que sea feliz con tan poco.
Del aeropuerto nos fuimos a casa de Chofi. La encontramos muy arreglada, cosa que me pareció rara porque casi siempre a la una seguía en chanclas y bata. Ese día ya estaba peinada muy propia con unas anchoas apretaditas y vestida de oscuro. No se le podía pedir la completa elegancia y por eso me pareció una exageración de Mónica notar que los prendedores de brillantes tan grandes como el que se puso entre las tetas no se usaban de día.
Estaba sentada en un sillón de su sala Luis XV dejándose retratar por varios fotógrafos.
Cuando se fueron yo supuse que había que felicitarla, pero no supe la razón. Se la pregunté al último fotógrafo que pasó junto a nosotros y me dijo que Martín Cienfuegos, el gobernador de Tabasco, había firmado un pacto con políticos de varias partes del país para sostener la candidatura del general Rodolfo Campos a la Presidencia.
Chofi parecía una lechuga, nos enseñó los botones con la foto de su marido que acababan de llegar de una fábrica en Estados Unidos y habló de los comités pro general Campos que empezaban a formarse en muchas partes del país.
Supuse que Andrés lo sabía todo y que me había mandado ahí sin explicaciones pare que yo no me negara a visitar a Chofi como si fuera la primera dama de su corte. Estaba furiosa contra él, pero oí las historias de la Chofi con una sonrisa beatífica y cuando terminó me di el lujo de expresarle mis felicitaciones y pedirle que aceptara las de Andrés, a quien asuntos locales habían imposibilitado el traslado inmediato a los brazos de su compadre. Después me despedí alegando que quería volver con luz a Puebla.
– Así que nos esperan seis años de este tedio -dijo Mónica en la puerta. ¡Qué horror! Prefiero el indigenismo.
Fuimos a comer al Tampico. Mónica se dedicó a coquetear con todos los señores de las mesas cercanas hasta que al fin de la comida el mesero llegó con una botella de champagne que no hablamos pedido, la noticia de que la cuenta estaba pagada y dos rosas con una tarjeta que decía: «Acepten ustedes la sincera admiración de: Mateo Podán y Francisco Balderas.»
Busqué a Balderas que era secretario de Agricultura y había comido varias veces en mi casa. Estaba sentado no muy lejos, en una mesa para dos con un hombre de nariz aguileña y ojos profundos al que supuse Mateo Podán, periodista al que Andrés odiaba.
– ¿Dices que el de la derecha también quiere ser presidente? -preguntó Mónica. Perdóname amiga, pero ojalá y se le haga.
Acabaron en nuestra mesa platicando. Mateo Podán tenía una lengua rapidísima y cruel con la cual se dedicó a describir al compadre Campos como si yo fuera Dolores del Río o cualquier otra mujer menos la esposa de su compadre Andrés Ascencio. Balderas se encantó con Mónica y acabó pidiéndole su dirección y otras cosas.
Salimos del restorán como a las siete. Llegamos a Puebla tan tarde que el marido de Mónica estuvo a punto de perder la parálisis para levantarse a golpearla, y el mío ya estaba al tanto de todo, hasta de que me habían gustado las manos largas de Podán.
– ¿Quién te autorizó a irte de cuzca? -preguntó cuando entré cantando a nuestra recámara como a las doce.
– Yo me autoricé -le dije con tal tranquilidad que tuvo que aguantarse la risa antes de iniciar un griterío que terminé después de ponerme el camisón cuando le dije:
– No te exaltes. ¿A poco estás tan seguro de que el gordo puede ser presidente? Mejor prende varias velas. Y quítame a los guardaespaldas. No valen lo que les pagas. De todos modos yo juego en tu equipo y ya lo sabes.
A principios del año siguiente la candidatura de Rodolfo se hizo inevitable, sobre todo después de que mataron al general Narváez, que según Andrés se lo merecía por pendejo y por necio. ¿A quién se le ocurre levantarse en armas contra el gobierno?
Rodolfo, como secretario de la Defensa, giró instrucciones para que los soldados fueran magnánimos con los prisioneros y aceptaran la rendición de los pocos hombres que seguían en armas. Luego renunció para evitar que se dijera que aprovechaba el cargo para conseguir adeptos.
– Está loco este cabrón -dijo Andrés. Se va a quedar como el perro de las dos tortas.
Para entonces ya había pensado que no le convenía su compadre presidente. Hasta dio en agradecerme las cortesías con Balderas y quiso que lo invitáramos a cenar con Mónica. También invitamos a Flores Pliego y después a todo el gabinete uno por uno. Pero ya lo de Rodolfo estaba muy encarrerado. En Veracruz se reunió una junta de 24 gobernadores a su favor y Andrés tuvo que ir. Mordiéndose un huevo, como dirían los señores, pero fue. De ahí regresó pendejeando a su compadre de la puerta de nuestra recámara para adentro y celebrando sus éxitos de la puerta para afuera. Al que desde entonces dejó de querer para siempre fue a Martín Cienfuegos. No soportó que se le adelantara en el destape y que jamás hablara con él de eso más que para comunicárselo como un hecho. Para colmo, Rodolfo encontró en Cienfuegos un amigo y hasta dejó de consultar con Andrés el montón de cosas que habitualmente le consultaba.
Sólo hasta que se formó un Comité Revolucionario de Reconstrucción Nacional que sostenía la candidatura del general Bravo, Fito recordó que tenía un compadre inteligente y hasta nos visitó en Puebla para hablar con él.
Al mismo tiempo pasó por la ciudad el coronel Fulgencio Batista, que acababa de subir al poder en Cuba. El y Rodolfo desayunaron en nuestra casa.
– ¿Sabes cuándo va a dejar el poder el héroe de la democracia cubana? -me preguntó Andrés cuando se fueron. Nunca. Ese cabrón si no lo sacan a tiros se pasa ahí cuarenta años.