Yo le contesté haciendo chistes sobre sus ganas de que en México fuera posible hacer lo mismo.
– Claro que me gustaría -dijo, entonces sí ni el pendejo de Fito mi compadre, ni su amigo Cienfuegos se suben a la silla del águila antes que yo. Pero por pinches seis años meterse en tanto lío, mejor me construyo un podercito duradero y me acaba haciendo los mandados el presidente más gallo.
Hablaba así para espantarse la marabunta de adhesiones que le caían a su compadre. Una tarde jugando dominó le dijo pendejo y le aseguró que no sería presidente. A los tres días se organizó un encuentro de gobernadores que en cargada se manifestaron por Campos para presidente. Andrés en lugar de ir al pleno en el cine Regis, se fue a una comida que organizó Balderas para la prensa, en la que éste afirmó que no serían posibles unas elecciones democráticas porque estaba seguro de que los gobernadores violarían el voto.
Unos días después, los trabajadores de la CTM decidieron apoyar a Fito, y la convención de la CNC en la Arena México acabó con los campesinos agitando matracas y sombreros al grito de ¡Viva Campos!
Volvimos a Puebla. Andrés andaba como pollo mojado. Yo ni le hablaba. Nada más lo oí rezongar y maldecir. Una mañana leyendo el Avante le mejoró el humor. Cuando salió de la casa chiflando, recogí el periódico con más curiosidad que nunca. No entendí qué le había dado gusto, porque estaba lleno de acusaciones contra él y su compadre. Los hermanaba asegurando que el tan aplaudido candidato a la presidencia era cómplice del gobernador en los crímenes de Atencingo y Atlixco, que tenía una casa cercana al ingenio de Heiss construida en tierras que habían sido ejidos, que Rodolfo y Andrés estaban coludidos con Heiss para sacar dinero del país y que se sabía que entre ambos tenían más de seis millones de pesos depositados en dólares en bancos gringos. Terminaba diciendo que la ley de responsabilidades de los funcionarios debería aplicarse antes que nombrar candidato a un saqueador cómplice de un gobernante culpable de muchas muertes por más que el silencio y el miedo las cubrieran.
Al poco tiempo el mismo Avante denunció la desaparición de su director, don Juan Soriano, rogando a la opinión pública se uniera para demandar al gobierno su pronta aparición. Unos días después se encontró su cadáver tirado en la hacienda de Poloxtla cerca de San Martín. Todos los periódicos de México publicaron protestas y manifiestos en los que se culpaba del crimen al gobernador Ascencio. Me tocó presenciar la entrevista con el enviado de Excélsior, a quien Andrés aprovechó para decirle que ya había solicitado al Senado de la República su intervención en el caso. Que se ponía en sus manos y prometía justicia.
El siguiente fin de semana Rodolfo apareció en la casa de Puebla. Yo estaba sentada en el patio frente a la puerta y lo vi entrar caminando despacio.
– ¿Qué tal comadre? -dijo muy afectuoso dándome un beso. ¿Tu marido?
Lo acompañé hasta el fondo del jardín. Andrés estaba en el cuarto de juegos ganándole a Octavio en el billar. Marcela pasaba las cuentas que cuelgan de un alambre y van marcando los puntos, haciéndose cómplice de su hermano que como todos sabíamos se dejaba ganar por Andrés.
– Compadre -dijo Rodolfo desde la puerta con una firmeza que yo le encontré nueva.
– Compadre -contestó Andrés caminando hacia él. Se abrazaron.
– ¿Y ahora qué? -le pregunté tras despedir a Rodolfo esa tarde.
– Ahora a ser presidentes -me contestó.
Todavía recuerdo el resto de ese año y todo el siguiente con la sensación de haber caído en un remolino. Andrés me nombró su representante. Me la pasé metida en juntas, mítines, actos cívicos y todas esas cosas que me hartaban.
Compré una casa en Las Lomas. A veces me pertenecía entera. Los hijos y Andrés estaban en Puebla de lunes a viernes. Los fines de semana sólo llegaban Octavio y Marcela dizque para suplirme.
– ¿Catín, podemos cambiar las dos camas que hay en mi cuarto por una sola más grande? -me dijo Marcela un día.
Acepté por supuesto. Desde entonces y hasta la fecha ellos duermen en la misma cama.
Al principio su padre se empeñaba en casar a Marcela. Octavio me rogó siempre que me hiciera cargo de anular a los pretendientes. Tanto empeño puse que un día Andrés me preguntó:
– ¿Tú también crees que hacen buena pareja? -y soltó la carcajada.
Llegó la convención del partido, Fito se volvió candidato oficial y empezó la gira. El primer lugar que visitamos fue Guadalajara. Ahí, en un parque, Fito tomó la palabra. Defendió a la familia, y habló del respeto que los hijos deben a los padres.
Más que candidato parecía cura. Marcela, Octavio y yo nos dábamos de codazos y nos guiñábamos el ojo cuando la cosa se ponía demasiado rimbombante. Agradecí tanto que fueran conmigo. Además de compañía, me daban pretexto para librarme de la calentura que le entró al gordo. De repente, a media noche me mandaba llamar con un militar de los que le prestaba el Estado Mayor Presidencial que ya lo trataba como Presidente. No sabía qué hacer, Fito no se me antojaba ni un poco. Ni aunque lo hubieran hecho presidente del mundo me hubiera gustado tocarlo.
Una vez me mandó llamar a media tarde para enseñarme su biografía y la de Andrés publicada por los bravistas en casi todos los diarios. Comenzaban por recordar que Fito había sido cartero y luego volvían con lo de que estuvieron en La Ciudadela y seguían con una carta de Heiss a su gobierno diciendo que para cualquier defensa de los intereses norteamericanos en Puebla contaba con los «Ascencio and Campos boys». Terminaba con una lista más bien precaria de los crímenes familiares.
– No te aflijas -le dije. Andrés nunca se preocupó por los que le sacaban cuando su campaña. De todos modos vas a ganar, ¿o no?
– Quiero que vengas conmigo al desfile -contestó agachando la cabeza. Al día siguiente mandó por mí a la casa. El chofer me entregó un
ramo de flores que llevaba una tarjeta diciendo: «Por regalarme la suerte este primero de mayo,»
Vimos el desfile del día del Trabajo desde el balcón de las oficinas de la CTM en Madero: Álvaro Cordera, delgado y fino, de pie junto a Fito
que llevó la cara de siempre, regordeta, sonriente a medias, agazapada por completo. Todo fue bien hasta que empezaron a desfilar los ferrocarrileros vitoreando a Bravo y aventando naranjas podridas al balcón en que estábamos. Creí que Rodolfo iba a empezar a hacer pucheros, pero en vez de eso agudizó la solemnidad de sus aburridas facciones y permaneció firme, sin perder la media risa, de pie junto a Cordera.
Me había puesto un vestido de gasa clara. De pronto una naranja se estrelló contra mi falda. Dada la ecuanimidad de Rodolfo pensé que lo correcto sería también sonreír y no moverme. Eso hice. Cuando terminó el desfile, Fito le preguntó a Cordera si no creía que mi actitud era comparable a la de una reina sabia, Cordera, con coda tranquilidad dijo que sí.
– Sofía nunca hubiera aguantado. ¡Qué bien escogió Andrés! -dijo Fito. Eres una mujer cabal y valerosa -siguió diciendo cuando íbamos en el coche rumbo a mi casa. Cuando llegamos me acompañó hasta la puerta y se despidió besándome las manos y la falda manchada.
– ¿Será que él escribe sus discursos? -me pregunté mientras subía las escaleras yendo a mi recámara. Es tan cursi que bien podría dedicarse a escribir discursos.
En la tarde llamó Andrés para darme las gracias. Completó la otra mitad del discurso en torno a mis glorias.
– Eres una vieja chingona. Aprendiste bien. Ya puedes dedicarte a la política. Mantenme así al Gordo -dijo.
Lo imaginé sentado frente a su escritorio lleno de papeles que nunca leía. Casi vi su boca echando carcajadas de agradecimiento. Algo de él me gustaba todavía.